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Siurana
Martes, 18 de mayo 2021, 01:16
El individuo número 1 se hallaba sentado en la oscuridad de la sala de interrogatorios. Tenía el pelo rubio recogido en una coleta, barba de un mes y las manos esposadas. Llevaba incontables horas sentado en aquella silla astillada e incómoda que conformaba el único mobiliario de aquella estancia, exceptuando una mesa metálica desprovista de ornamentación. A ratos se preguntaba cuándo vendrían a buscarlo, aunque empezaba a pensar que ya le daba igual. Pronto iban a descubrir su secreto.
Cerró los ojos y rememoró el momento del arresto. Había sucedido cuando menos se lo esperaban, cuando creían hallarse en su momento culmen. Recordó cómo los habían sacado del vehículo para reducirlos contra el áspero y frío asfalto de aquella desierta carretera. Sintió de nuevo aquella inmensa rabia que le penetraba el espíritu cada vez que pensaba que aquel era su último golpe. No pudo evitar maldecir en voz baja y por enésima vez al causante de todo aquel embrollo, el individuo número 2. Su hermano.
No había visto al resto de los integrantes de la banda desde que llegaron a comisaría. Las autoridades habían decidido aislarlos para interrogarlos por separado y no habían tenido oportunidad de ponerse de acuerdo para idear la estrategia. Al individuo número 1 le habían asignado un inútil abogado de oficio.
No le iba a poder ayudar porque aquello no habían sido solo simples atracos. Si hubiera sido eso quizás habrían podido pasar un periodo entre rejas sin pena ni gloria y haber salido airosos poco después. Pero no. Detrás de aquella realidad se hallaba otra bien distinta: los cuatro se encontraban en busca y captura internacional desde hacía diez años por haber hackeado el sistema informático de la Tesorería General de la Seguridad Social. Habían sido declarados individuos altamente peligrosos para la seguridad del Estado y habían estado a punto de pillarles. Los diez últimos años viviendo en la clandestinidad les habían aburrido tanto que decidieron, por pura diversión, dar una serie de golpes a la antigua usanza para fugarse con el botín a algún paraíso fiscal sin orden de extradición y vivir tranquilos el resto de sus vidas. Se sentían todopoderosos e invencibles, y ya estaban hartos de su monótona vida. Si ya eran considerados unos de los criminales más peligrosos de la nación, ¿qué tipo de moral les iba a impedir atracar unas joyerías insignificantes para ir, por fin, hacia la libertad?
Pero el jodido individuo número 2 tuvo que fastidiarlo todo. Su ego le impidió declinar la oferta de aparecer en un reportaje televisivo sobre habilidades al volante hacía unos años. Gracias a aquello la policía tuvo un hilo del que tirar para acabar deteniendo a la banda al completo.
La puerta de la sala de interrogatorios se entreabrió. El individuo número 1 apretó los puños hasta dejar los nudillos totalmente blancos. Ante él se hallaba su hermano, sonriendo entre dientes, con un juego de llaves en la mano. La primera parte del plan había funcionado.
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