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lia yong
Domingo, 25 de abril 2021
La primera vez que lo vi me fijé en su mochila. Estaba sucia y parecía pesada. Él caminaba despacio, ligeramente encorvado, con la naturalidad de quien ha aprendido hace tiempo a cargar con sus fantasmas. Pasaba desapercibido entre cientos de pasajeros ansiosos por llegar a su destino. Ante los ojos del mundo era un viajero invisible. Ante los míos, un peregrino tranquilo que se me hacía extrañamente familiar.
Tenía una gruesa barba enredada, sucia, negra. Unas botas también gruesas, sucias, negras, enredadas en mil caminos, algunos sin retorno. Y, abrazado a su mochila, a sus recuerdos, un osito de peluche azul.
La segunda vez era invierno, yo regresaba de un viaje. El destino quiso que no pudiera dormir en mi casa aquella noche, y me obligó a vagar por un Llanes fantasmagórico en busca de una cama de alquiler. Al cruzar el puente lo vi. Vi su silueta dibujada por la luz amarillenta de un escaparate. Antes de llegar a la pensión nos cruzamos. Llevaba unos cartones, él también buscaba refugio. Y cargaba con su mochila, a la que seguía aferrado el osito de peluche azul.
La tercera vez cogí el tren de milagro, sus puertas volvieron a abrirse cuando ya lo daba por perdido. En el breve trayecto de Arrigorriaga a Bilbao, un hombre me habló de una historia que ningún desconocido me había mencionado hasta entonces: Su tío había muerto en el mismo accidente que se llevó a mi aitite cuando tenía veintisiete años, una mujer preciosa y una recién nacida que no paraba de llorar. El tren arrolló al autobús que le traía de Vitoria; la barrera estaba levantada y la garita, vacía. Ya no existe ese paso a nivel, lo sé porque yo misma viví unos años en la casa de la estación de Arrigorriaga.
En Abando la canceladora no me dejaba salir. Alguien trataba de entrar al mismo tiempo. Era el hombre del peluche azul.
Ese día escribí esta historia a mano para dársela algún día. Durante años la he llevado conmigo, y nunca he vuelto a encontrármelo. Hasta aquel verano. Esa vez yo también era una peregrina que buscaba a pie el fin de la Tierra. Lo vi en la cola de un supermercado en Luarca, comprando una barra de pan. Tenía peor aspecto, parecía cansado. No vi su mochila, ni rastro del osito de peluche. Quizá era esa la razón de su tristeza, o quizá fuera otra. Pensé que nunca le había visto sonreír, y sin embargo, él siempre dibujaba una sonrisa en mi cara. Jamás me había dicho una palabra, pero yo lo había convertido en uno de mis personajes favoritos. Aquel día no llevaba la historia conmigo.
Mi mochila estaba sucia, y pesaba muchísimo. Enganchada con un alfiler, llevaba una pequeña muñeca de felpa azul. Reanudé mi viaje. Seguí caminando despacio, ligeramente encorvada, con la naturalidad de quien ha aprendido hace tiempo a cargar con sus fantasmas.
No era la última vez que le vería. De eso estoy segura.
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