Renacuajos

Tendría unos ocho años. Como otros tantos renacuajos pegaba las manos, los mocos y quizá los sueños en el cristal del escaparate de aquella céntrica juguetería. El establecimiento hacía esquina y me apresuraba a mirar rápido no fuera a ser que me perdiera algo interesante al otro lado.

Ojiplático y nervioso, pugnaba con el resto por ver quien se pedía el teatrillo de guiñol, las cajas de magia o los experimentos químicos que especialmente me fascinaban. Los coches metálicos en miniatura, también me los adjudicaba, aunque fuese solo para chinchar a mi vecino Pedro, futuro proyecto de chófer y muy encaprichado con ellos. Las caras sucias de restos de bombas de nata o de caramelo se plantaban en aquella vitrina apiñadas pugnando casi a empujones por el mejor hueco. Acaso por imitación de los hermanos mayores imaginaba ser como los hombres de acción aquellos de los estuches, con sus ropas de camuflaje saharianas y sus complementos, o como los maquinistas de trenecillos eléctricos que nos llevarían a un futuro aún por abrir en su sobre sorpresa.

Así las cosas, la mayor travesura colectiva estaba a punto de suceder y poco imaginábamos que todo estallaría en nuestras narices el día que el cristal cedió a la presión de tantas manitas y se abatió rompiéndose en mil pedazos. La fuerza de la ilusión pudo provocarlo, unida a la falta de masilla o la antigüedad de la instalación. Como era de suponer la desbandada fue general, y a partir de entonces pasaba de largo por allí con un mohín de enfado y mirando de soslayo como mucho por si surgía de la nada un posible dueño en forma de lobo feroz. Desde entonces consensuamos que nuestro escondite estaría detrás del kiosko de chuches, algo más apartado, donde permaneceríamos sin romper nada hasta las primeras confidencias adolescentes.

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