John M Lee
Viernes, 7 de mayo 2021, 00:23
Nunca me preguntaron. No tuve elección: era la lucha o la sumisión.
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Crecí en la pobreza, pasando hambre y sin ver a mi padre que trabajaba el día entero en el campo. Mi madre apenas podía con mis cuatro hermanos y yo. Ahora lo veo: su dolor, su sufrimiento por no poder alimentarnos dos veces al día.
Un día a la salida de la escuela, mis amigos y yo fuimos a lo del primo de uno de ellos. Ese fue el último día que asistí a clases. ¿Para qué? Si de cualquier manera todos íbamos a terminar como mi padre: trabajando para hacer más ricas a las corporaciones, sin ver a nuestra familia, y por apenas un puñado de arroz. O eso fue lo que nos dijo el primo de mi amigo. Ernesto se llamaba.
Todo comenzó como un juego.
En El Charco solo había una cancha de fútbol, y la única pelota disponible era la de la escuela. Pero Ernesto también tenía pelota, y nos la prestaba para jugar. Luego, un día después del fútbol, comenzamos a jugar con él a los soldados. Más adelante llevé conmigo a mi hermano Pedro, solo un año menor que yo. Él también se enganchó.
Mi madre nunca lo supo, ella creía que íbamos a clase y luego a jugar con amigos. Pero los juegos a la pelota se hacían menos frecuentes, y los juegos con armas más intensos. Además, Ernesto nos hablaba, nos contaba de cómo el gobierno estaba mal, equivocado. De la falta de igualdad y el enriquecimiento de los señores a costa de nuestro trabajo. Nos llenó de odio contra los ricos, los terratenientes, los gobernantes, las corporaciones. El Charco y todo México se merecían algo mejor, y nosotros se lo íbamos a dar. Sin darnos cuenta, mi hermano, yo y mis amigos entramos a formar parte de otra familia: el Ejército Popular Revolucionario. Ellos nos acogieron, nos dieron comida, bebida, y armas.
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Anoche fuimos a dormir a la escuela, cuyo suelo no pisaba desde hace años, pero recordaba bien su patio y sus aulas. Incluso Raúl, el conserje, sigue trabajando allí; él nos abrió la puerta. No me reconoció.
La noche fue fría, pero a eso ya estábamos acostumbrados. Estábamos preparando el acto de conmemoración de la lucha, donde todo empezó. Pero hoy, domingo 7 de junio de 1998, a primera hora de la mañana, los «guachos» estaban afuera, y esos no entienden otro idioma que no sea el de las balas.
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No tuve elección, era lucha o sumisión. Mi padre era sumiso, yo no quería serlo. Mi madre era sumisa, yo no quería lo mismo. Es curioso. Ahora, tirado en el piso de la escuela que abandoné, con agujeros de bala en mi cuerpo, pienso en mis padres. Ahora me doy cuenta que ellos se sacrificaron para que yo venga a la escuela a aprender y así no ser sumiso. Qué ironía. Aquí, en la escuela es donde termina mi camino, entre armas y balas.
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