Los hombres se van, permanecen sus leyendas. Se ha ido para siempre José Francisco Rojo Arroita, más conocido como Txetxu Rojo y Rojo I (igual que los pelotaris), uno de los héroes de mi infancia. Uno de los antiguos futbolistas de los que ... guardo mejor recuerdo de la serie 'Los inolvidables', que Jon Agiriano y yo escribimos para EL CORREO. Elegante, educado, respetuoso, tímido y por contraste muy expresivo en el gesto, movía mucho las manos como si no tuviera suficiente con las palabras para precisar la viveza de los recuerdos. Ofrecía amistad con la mirada en cuanto se encontraba a gusto y se soltaba a hablar. Sabía también escuchar. Zorriqueta le puso Polvorilla en el vestuario porque solía estar callado, pero cuando se lanzaba decía lo que pensaba sin temor a las consecuencias. Conocerlo de cerca fue una sorpresa muy agradable. Comprendimos entonces que las pequeñas broncas que mantuvo con un sector de la afición, sus aparentes desplantes levantando los brazos, no eran gestos de arrogancia sino el enfado consigo mismo de un jugador muy perfeccionista que se cuidaba hasta la obsesión, rumiaba los partidos durante el resto de la semana y siempre fue consciente de que la afición le exigía como a la figura indiscutible que fue.
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Mi primer recuerdo de él es en el blanco y negro del televisor de los vecinos. Se va de tres contrarios en un eslalon de mucha clase jugando como interior. Piru Gainza le convenció para que aceptara jugar como extremo izquierdo por necesidades del equipo: Fidel Uriarte estaba de interior y después Clemente hasta la lesión. Para cuando Fidel volvió al interior, Rojo ya era un extremo consolidado. Paradójicamente terminó su carrera de nuevo con el diez, en su partido de homenaje ante la selección inglesa: había llegado Estanis Argote. Son hechos que prueban su entrega incondicional al club, renunciando al puesto en el que había jugado desde niño, por el que siempre sintió añoranza, nos quedaremos sin saber hasta dónde habría llegado.
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Los extremos de antes jugaban muy abiertos, no eran frecuentes las diagonales interiores, recibían el balón y desbordaban por fuera a su marcador. Recordaba sonriente sus piques con Gorriti, que al menos era callado, y no como Carrete, que además de pegarse como una lapa no paraba de hablar. Entraban menos en juego los extremos de antes, pero cuando Rojo cogía el balón se daba casi por seguro que se iría del defensa con un regate exterior, avanzaría hasta la línea de fondo con su larga zancada y pondría un gran centro con la potencia y el efecto precisos para el remate de Antón Arieta o Carlos Ruiz. En la General del antiguo San Mamés, a veces con tres espectadores de pie en cada escalón, había que ponerse de puntillas, y se producían amistosas avalanchas apoyándose en los hombros de los amigos o los desconocidos para no perder detalle de las carreras de Txetxu Rojo.
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Cuando este artículo ineludiblemente triste y nostálgico aparezca en el periódico y sus soportes informáticos se habrá ido un hombre amable y elegante, pero seguirá corriendo la banda una leyenda vestida de futbolista en nuestros recuerdos mejores del viejo San Mamés.
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