Txetxu Rojo, la elegancia
Muere Txetxu Rojo ·
Su rebeldía le dio disgustos, pero siempre fue elegante dentro y fuera del campo. Discreto y sensato, siempre tomó la mejor decisión para el AthleticJon Rivas
Viernes, 23 de diciembre 2022, 18:40
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Muere Txetxu Rojo ·
Su rebeldía le dio disgustos, pero siempre fue elegante dentro y fuera del campo. Discreto y sensato, siempre tomó la mejor decisión para el AthleticJon Rivas
Viernes, 23 de diciembre 2022, 18:40
Txetxu Rojo era la elegancia hecha futbolista, pero en realidad, era la elegancia sin aditivos, y con eso basta. Si los ángeles jugaran al fútbol, lo harían como Rojo, escribió alguien a mediados de los setenta. «Chechu es el jugador que más se ... parece a mí», confesaba Panizo, el futbolista elegante cuando el fútbol era sudor y barro.
¿Y cómo se mide esa elegancia?, ¿cuál es el baremo que hay que aplicar para establecer un ránking? Tal vez con Rojo bastara con fijarse en sus formas de despedirse. Ahora se ha ido para siempre, y de nuevo lo ha hecho de una manera discreta, sencilla, como cuando dejó el fútbol, o cuando el fútbol le dejó a él, y le privó de una Liga que se le había escapado de las manos una década antes con el Atlético de Madrid como oponente.
El fútbol se le acabó de golpe, y como había llegado se fue. Le restaba un año de contrato, que le había prometido el presidente Duñabeitia y podría haber hecho valer sus derechos, pero eligió lo mejor para el Athletic, para dejar las manos libres a quien las urnas proclamaran como nuevo dirigente. Entrenaba al equipo Javier Clemente, que le había alineado como titular en casi todos los partidos de la temporada anterior, con el 10 a la espalda, por detrás de Argote, con el que tan bien mezclaba.
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Había sido compañero de vestuario del rubio de Barakaldo, se conocían muy bien. A Rojo le sugirieron que a Clemente le incomodaba su presencia en la plantilla, y no puso ninguna objeción para hacer mutis. «A mí no tendrán que echarme. En cuanto vea que no cuentan conmigo, me voy y en paz». Sólo quería que su partido de homenaje, contra la selección inglesa, se jugara mientras seguía en activo, y así fue. «Para que una cosa alegre como debe ser un homenaje no quede empañada por la tristeza de la despedida, sobre todo para alguien que como yo ha pasado más de la mitad de su vida metido en esto», dijo entonces, cuando todavía pensaba que seguiría. Se retiró un mes más tarde, al acabar la Liga.
Fue su primera despedida con elegancia, pero no la única. Cuando después de destituir a Howard Kendall, el club le encargó la misión de coger las riendas del primer equipo, Rojo no se lo pensó. Cuando unos meses después, en pleno fregado electoral, otra vez los comicios por medio, ninguno de los candidatos a la presidencia mostró interés alguno por que siguiera al frente, tampoco se resistió. «Fui a Ibaigane a despedirme, y ya está». Llevaba 26 años en el club en el que había ingresado como juvenil, le abrieron la puerta y salió. Otra vez Clemente se cruzó en su camino, esta vez hacia el banquillo.
Abandonó el Athletic tan elegante como era su porte de futbolista, como su regate hacia dentro, para ponerle luego el balón a Fidel Uriarte. Rojo era la elegancia, pese a esa rebeldía que llevaba en el corazón, y que le dio varios disgustos, con los árbitros y con la grada de San Mamés.
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«Ya está otra vez ese Txetxu», me decía mi aitite con gesto de desprecio, cuando escuchaba por la radio, o leía en el periódico, la información sobre un nuevo desplante del talentoso rebelde, pero yo le adoraba, arriba Rojo ese balón, como a Iribar, porque los dos me parecían eternos. Cuando empecé a tener uso de razón para el fútbol, y comprendí lo que era el Athletic, Rojo ya estaba allí, en la alineación, junto a Lavín, que era el 11; cuando daba mis primeros pasos en el periodismo, y ya me atrevía a escribir algunas crónicas de Tercera División, seguía en el mismo lugar, como guardaespaldas de Argote, ¡qué banda izquierda tenía aquel Athletic!
Decía que en San Mamés se encontraba a gusto, porque, como si fuera un arquitecto, controlaba todas las referencias: los banquillos, las esquinas de las tribunas, el busto de Pichichi en la pared de la Principal, la General. Así podía centrar para disfrute de los delanteros que entraban al remate. La Catedral era su casa, y después de años de desencuentros, la afición le había entendido, y le admiraba.
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Cuando se marchó, sin embargo, no se sintió perdido en las geometrías de otros estadios: sobre todo en Balaídos y en La Romareda. Recuerdo un Celta-Málaga en Segunda División, cuando la profesión me llevó a trabajar a la Costa del Sol y viajaba con el equipo andaluz. «¡Hombre, Jon! ¿Qué haces por aquí?», me preguntó al verme en la sala de prensa. Al acabar las preguntas y sus respuestas, charlamos un rato, los dos de Bilbao, los dos del Athletic. Estaba a gusto, ascendió a Primera y metió al Celta en una final de Copa que perdió. No tenía suerte en las finales. Como futbolista jugó seis y ganó dos. En la única como entrenador, los penaltis se lanzaron en la misma portería que en la del Betis. Luego, en Zaragoza, su equipo llegó a la última jornada de Liga con posibilidades de ganarla.
Siguió en los banquillos hasta 2006, volvió al Athletic en un año de transición y se retiró dirigiendo al Rayo Vallecano, un equipo sin esperanzas cuando llegó. Luego mataba la nostalgia escribiendo artículos en EL CORREO y seguía siendo esa persona elegante, casi con la misma figura que tenía cuando jugaba, la misma que se adivina en las fotos de juvenil.
Txetxu Rojo era la elegancia. Con el balón en los pies, o fuera del campo.
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