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En el corazón de Berroci

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40 ANIVERSARIO DE LA ERTZAINTZA ·

Exclusiva. EL CORREO descubrió en julio de 1980 que el embrión de la Ertzaintza se gestaba en secreto en un pueblo abandonado de la Montaña Alavesa

EMILIO ALFARO

Viernes, 4 de febrero 2022

Pocas cosas hay que satisfagan más a un periodista que una exclusiva de impacto trabajada y peleada a fondo. Sin embargo, la experiencia me ha enseñado -y permítaseme que después de más de cuarenta años de profesión utilice la primera persona (privilegios de la jubilación)- que gran parte de las primicias más importantes son en su origen fruto de la casualidad o de una filtración; frecuentemente, de una combinación de ambas. Ese es mi parecer, contrastado con la evidencia.

El 13 de julio de 1980, domingo, publiqué en EL CORREO la información que ha tenido la mayor repercusión de todas las que he escrito durante mi vida profesional: En un pueblo abandonado de la Montaña Alavesa, Berroci, el Gobierno vasco estaba entrenando en secreto al embrión de la Policía autónoma; ni siquiera tenía ésta el nombre de Ertzaintza. No puedo decir que la firmé porque 'VITORIA. (De nuestra Redacción)' era la fórmula anónima que encabezaba el texto, según la copia de la página que tengo delante hoy, casi 42 años después de aquella noticia que tanto eco alcanzó en los días siguientes en los medios políticos e informativos de toda España. Pero no pretendo aquí hablar de todo eso, que poco dirá a los lectores más jóvenes, sino contar la historia de una casualidad. De la chiripa que condujo a un veterano fotógrafo y a un servidor, con apenas un año de práctica a la espalda, al centro mismo del secreto mejor guardado en Euskadi por aquella época.

Todo comenzó en un bar. La Redacción de EL CORREO en Vitoria-Gasteiz estaba entonces en el segundo piso de la calle Postas 36, esquina Fueros, y era costumbre salir a tomar un café o un pincho al bar-restaurante Dos Hermanas, situado medio centenar de metros más adelante. Y en esas estaba, ya no recuerdo si solo o acompañado, cuando escuché a unos parroquianos comentar rumores de que se había vendido un pueblo abandonado para construir «un cuartel de la Policía Nacional». Un conocido presente en el local me informó que esas personas eran del pueblo de Vírgala Mayor y que el despoblado al que se referían era Berroci, cuya existencia ignoraba.

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El comentario disparó inmediatamente el relé de mi curiosidad, aunque había algo que no encajaba. Todavía estaba recién construido y sin estrenar el voluminoso cuartel para la Policía Nacional en el barrio de Betoño y no parecía lógico levantar otro en un paraje desierto a 23 kilómetros de distancia. De modo que una tarde en que no abundaba el trabajo -era viernes-, después de comentar el asunto con el entonces director de la Edición de Álava, Ángel Arnedo, le pedí a Federico Arocena que me acompañase a una exploración indagatoria a tan misterioso lugar. Fede era un conocidísimo fotógrafo social de Vitoria, reconvertido en la mitad de su vida como fotoperiodista de EL CORREO, todo un personaje.

Fuimos en el coche de Fede. Él tenía una ligera idea de cómo llegar a Berroci, tomando un carretil que arrancaba nada más coronar el puerto de Azázeta. Hacía calor y los hayedos de la zona estaban en su esplendor. Después de tres o cuatro kilómetros por un camino de tierra, pasamos una valla metálica abierta y desguarnecida. Aparcamos junto a ella y nos adentramos en el ensanchamiento del valle donde se esconde, rodeado de montes, el pueblo. Entonces, una pequeña iglesia, media docena de casas y establos en mal uso y un amplio chalet-caserón que parecía ser el único edificio habitable. Mientras nos acercamos a éste pudimos ver que se estaban realizando trabajos de acondicionamiento en alguna dependencia y a varios jóvenes vestidos con prendas de montaña. A un centenar de metros del chalet, en una campa descendente, había cinco tiendas de campaña montadas. Algo no encajaba.

Preguntamos a uno de los jóvenes por «el responsable de las instalaciones» y nos indicó el chalet. Entramos al amplio vestíbulo y nuestra sensación de extrañeza dio paso a algo parecido a la inquietud. De una las paredes colgaba un gran panel con un programa de actividades de naturaleza militar escritos en inglés y en un rincón se apilaba un rimero de mantas cuarteleras. Al cabo de un minuto, bajó por las escaleras un tipo fornido de inequívoco aspecto británico con botas y ropa de campaña que nos saludó con un «good afternoon» al salir al exterior. «Para la Policía Nacional no es esto», me dije, al tiempo que indicaba a Fede que, por si acaso, empezara a sacar fotografías de los alrededores, como hizo.

Transcurrieron varios minutos hasta que vino el «responsable», y la sorpresa fue recíproca. Nuestra, porque reconocimos en él a Ramón Vilallonga, el jefe de Seguridad del lehendakari Carlos Garaikoetxea, emparentado con la familia Sota, con su aspecto de gentleman británico; y suya, cuando nos identificamos como periodistas de EL CORREO y le requerimos información sobre lo que acontecía allí. «Pero ¿cómo habéis llegado aquí?», balbució incrédulo y visiblemente nervioso. Y cuando insistí, no más entero, en mi demanda de información, nos ordenó que esperásemos y se dirigió a un despacho interior, desde donde llamó por teléfono. Supuse que sería al entonces consejero de Interior, Luis María Retolaza.

La conversación fue larga y, por lo que nos llegaba, tensa. «¿Y cómo cojones lo voy a saber?», fue la única frase que entendimos. Definitivamente, nos habíamos metido en algo cuyas implicaciones no podíamos calibrar. Mientras esperábamos, le sugerí a Fede que extrajera el carrete de fotos de la Nikon y lo escondiera, que la cosa podía ponerse fea. Después de varios minutos reapareció al fin Vilallonga, demudado, y nos ordenó que saliéramos, que aquello era una propiedad privada. Creo que insistí una vez más en solicitar explicaciones, con más pundonor que convicción.

Una vez fuera de chalet, llamó a unos de los jóvenes que había por allí y le indicó que nos acompañara a la salida. Lo hizo con firmeza, pero con tono educado, lo que sin duda hizo que nuestro escolta no nos identificara como intrusos indeseables sino como unos simples visitantes. De ahí que entrara sin reservas en la conversación. «Parece que el entrenamiento es duro, ¿no?», dejé caer al descuido. «¡Uf!, nos machacan», respondió confiado. Y en el trayecto hasta el coche, sin darse cuenta, nos dio buena parte de la información que precisábamos. Cuántos eran los reclutas: veinticinco, la mayoría captados en batzokis de Bizkaia; cuánto tiempo llevaban allí: desde principios de mes. ¿Los instructores?: sí, cinco, ingleses, tipos duros, alguno procedente del SAS (las fuerzas especiales del Ejército británico). ¿Qué hacemos?: marchas, ejercicios de endurecimiento y tácticas de defensa personal. ¿Ejercicios de tiro?: no, todavía no nos han traído las armas; están de camino.

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Cuando nos dejó en el coche, Fede y yo nos miramos llenos de aprensión. El asunto era gordo y nos superaba. No sé si lograremos salir con bien de esta, pensé, aunque no llegué a verbalizarlo. Los peores presagios parecieron cumplirse cuando llevábamos unos dos kilómetros recorridos de vuelta. En mitad del camino, cuatro tíos nos dieron el alto. Ya está, me dije: ahora nos dan de hostias y nos quitan las fotos. Sin embargo, el tipo que se asomó a la ventanilla no parecía hostil sino amistoso. «¿Nos podéis llevar a Vitoria?», pidió educadamente. Volvimos a mirarnos, sorprendidos, y dijimos que sí, por supuesto. Y, más carambolas, resultó que los cuatro tíos apretujados en el asiento de atrás del coche -otros tiempos- eran albañiles que trabajaban en las obras de Berroci y no habían querido esperar a la camioneta que debía transportarlos. Y en el camino de vuelta nos pusieron al corriente de los trabajos que estaban realizando, de quién era su empleador -una empresa constructora del entonces viceconsejero de Seguridad, Eli Galdos, mano derecha de Retolaza- y de lo que habían visto y oído sobre las actividades de los jóvenes reclutados y de sus adiestradores.

Presiones al director

Al llegar a la Redacción reportamos lo que intuimos que habíamos descubierto a Ángel Arnedo, quien a su vez lo puso en conocimiento del director del periódico. Arnedo me ordenó que me pusiera a escribir y a Fede, que revelara el carrete de fotos, que se había guardado en los calzoncillos. Los compañeros me ayudaron con el contexto que me faltaba. A principios de mes, el viceconsejero Galdos y un portavoz del PNV habían anunciado la posibilidad de que el Gobierno vasco crease su «propio cuerpo de seguridad», sin esperar a la autorización del Gobierno central y al margen de las previsiones del Estatuto sobre la futura Policía Autonómica. El detonante, la traumática retención durante doce horas de los miembros del Parlamento y del Gobierno vascos, el 26 de junio, por parte de trabajadores de la empresa Nervacero, que reclamaban soluciones para los problemas que atravesaba la compañía. Sin embargo, las fechas de adquisición de Berroci y de la llegada de los instructores británicos indicaban que la decisión de poner en marcha la unidad era anterior al incidente.

Algunos de los que vimos en Berroci formaron la unidad antiterrorista o se convirtieron en mandos operativos de la Ertzaintza

Más tarde supe que, mientras tecleaba, el director del diario había recibido varias llamadas desde las más altas instancias del Gobierno vasco y su Departamento de Interior para evitar que saliera la información, advirtiéndole con tono cada vez más intimidatorio de las graves consecuencias que tendría publicarla. Al parecer, la puesta en marcha de la unidad se estaba haciendo a espaldas del Gobierno central, presidido entonces por Adolfo Suárez. Las presiones, intensas, sólo consiguieron retrasar un día la publicación y que en el texto se recalcara que en los entrenamientos no se utilizaban, de momento, armas de fuego y que no se trataba propiamente de la Policía autonóma. También permitió confirmar que los especialistas británicos habían arribado a Bilbao un mes antes y que la adquisición del pueblo y sus 700 hectáreas se había realizado por medio la Diputación de Álava y había costado más de 200 millones de las antiguas pesetas (unos 2,5 millones de euros ahora).

Dos días más tarde volví a Berroci acompañando a tres parlamentarios de la oposición. Esta vez la valla de entrada al pueblo estaba cerrada y guardada por dos de los jóvenes que recibían allí instrucción. Nos impidieron el paso enérgicamente, ignorando las acreditaciones que mostraron los tres diputados del Parlamento vasco. Estos exigieron hablar con un superior; hubo consultas a través de los walkie-talkie que llevaban los guardianes, pero se mantuvo la negativa y tuvimos que regresar de vacío.

La divulgación de lo que se ocultaba en Berroci tuvo un enorme impacto en los medios y en la política. Era 1980, un año con 132 asesinatos por parte de ETA y otras organizaciones terroristas, recién creados el Gobierno y Parlamento vascos, con tensiones y enorme desconfianza entre Vitoria y Madrid y a unos pocos meses del intento del golpe de estado del 23-F.

Los primeros miembros entrenados en Berroci, reclutados sin transparencia alguna entre los integrantes del servicio de orden del PNV, pasaron a desempeñar labores de escolta y protección de los miembros del Gobierno vasco. Algunos de ellos formaron parte de la unidad especializada en la lucha contra el terrorismo, la denominada AVCS (acrónimo de Adjuntos a la Viceconsejería de Seguridad) o se convirtieron en mandos operativos de la Ertzaintza cuando, año y medio más tarde, el 8 de febrero de 1982, entraron en la Academia de Arkaute los 680 alumnos de la primera promoción de la Policía autónoma.

Evitar «no vascos»

La obsesión del PNV y de los responsables de Interior por evitar que se colaran en la naciente policía elementos «no vascos» les llevó a minusvalorar el mayor riesgo de infiltración por parte de ETA. Se confirmó ya en 1983 con el robo de 112 pistolas en la comisaría instalada en la Diputación de Gipuzkoa y con el asesinato en 1985 del primer jefe oficial de la Ertzaintza, el comandante del Ejército Carlos Díaz Arcocha, realizados ambos con la colaboración de ertzainas integrados en la organización terrorista.

Las instalaciones de Berroci, ampliadas y dotadas de sofisticado equipamiento se convirtieron en el centro de adiestramiento de las unidades de escolta, rescate e intervención de la Ertzaintza, así como en la base del llamado BBT (Berrozi Berezi Taldea), el grupo de élite del cuerpo para operaciones especiales. En los años posteriores al descubrimiento, identifiqué alguna de las caras que vi en Berroci escoltando a miembros del Gobierno vasco o con el uniforme de la Ertzaintza. También coincidí dos o tres veces con la persona que nos acompañó en nuestra expulsión y nos facilitó sin querer información fundamental. Me alegró comprobar que su desliz, si es que fue conocido por sus superiores, no tuvo consecuencias para su carrera.

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