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Segundas partes, salvo contadas excepciones, nunca fueron buenas. Es mi segundo Masters de Augusta tras la novatada de 2022 y esta vez he venido con la confianza de alguien experimentado que ya pagó el elevado precio de los principiantes y se mueve con relativa presteza ... en un terreno conocido. Pero este enviado especial siempre tiende a anticiparse y lo ha pagado con duras lecciones de muy distinto signo que le han puesto en su sitio una y otra vez sin que haya habido segunda ni tercera piedra que evite el tropiezo. Me las prometía muy felices cuando el avión aterrizó con puntualidad británica en Atlanta y el largo camino desde el desembarco hasta el control de aduanas estaba casi vacío. Después de la masificación en la terminal del pasado año no me lo podía creer. Hasta que di el último giro a la derecha y la realidad me golpeó con saña.
La fila para los estadounidenses y los canadienses era llevadera y avanzaba con rapidez. Los ciudadanos de ambas nacionalidades tenían no sé qué aplicación en el móvil y podían hacer el trámite en unas pantallas en un visto y no visto. La versión express de la revisión de los pasaportes. Pero la cola para el resto era implacable, con esas odiosas barandillas que obligan a la gente a formar una serpiente retorcida que da mil vueltas hasta llegar a su destino. Sólo faltaban los carteles indicadores del tiempo aproximado de espera, como en las principales atracciones de los parques temáticos. Los viajeros extranjeros en estas tierras nos movíamos en la terminal con una lentitud exasperante y nos veníamos arriba cuando en algunos tramos enlazábamos cinco pasos.
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El mundo está construido para que quien pague más espere menos –hasta en los mencionados parques de atracciones hay entradas especiales y más caras para evitarse las colas–. Y en Estados Unidos esa máxima es ya rango de ley, otro elemento de desvertebración social. Lo comprobé a la hora de retirar el coche de alquiler. Quien había hecho la reserva con la opción 'preference' y había abonado por tanto un sobrecoste por ello tenía preparado ya el sobre con el contrato y con las llaves. Quien no, pues a esperar. Y un buen rato. Pero el no va más en el metaverso de lo express lo vi cuando enfilamos –me acompañan en esta aventura los colegas Gerardo Riquelme y Alejandro Rodríguez– con el vehículo hacia la barrera de salida. Otra cola para atravesarla. Pagar más te permitía salir por otra boca, por supuesto sin detenerse. En fin.
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Iván Orio
Iván Orio
Pero todos estos avatares se olvidan cuando se acerca el momento de volver a Augusta, la finca sureña convertida en campo de gol a mediados de los años 30 del siglo XX y uno de los grandes templos de este deporte –además del club más exclusivo–. La voz del Google Maps, ya una más de la familia, calcula veinte minutos en coche desde nuestra casa a la sede del Masters. Pero de camino una de las carreteras pasa primero del verde al naranja y después al rojo intenso. Embotellamiento de época en Washington Road, la arteria paralela a Augusta en la que están todos los accesos. Y no hay forma de dar marcha atrás para buscar una ruta alternativa. Los coches de los jugadores, eso sí, tienen una carril propio que sortea al atasco hasta su entrada. También el golf tiene su versión express.
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