El escritor que sepultó a su esposa en cartas de amor
Especial | Locuras de amor ·
Olivia Langdon y Mark Twain. Ella rechazó cuatro proposiciones de matrimonio, pero al final sucumbió a su incesante correspondenciaSecciones
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Especial | Locuras de amor ·
Olivia Langdon y Mark Twain. Ella rechazó cuatro proposiciones de matrimonio, pero al final sucumbió a su incesante correspondenciaMark Twain se llamaba Samuel Langhorne Clemens y tras aquel bigotón que tenía había un hombre persistente. El autor de 'Las aventuras de Tom Sawyer' se enamoró de Olivia Langdon, 'Livy', que rechazó hasta cuatro veces sus proposiciones de matrimonio. Pero él no se arrugó. Durante algo más de un año sepultó a su amada bajo casi doscientas cartas de amor inflamadas de pasión casta. Le escribía cosas como «todo mi ser está impregnado, renovado, fermentado con este amor y cada vez que respiro tu noble influencia me convierte en un hombre mejor» o «tu amor es el feliz cometido de mi vida, la ambición más pura y más sublime» o «me has coronado, me has elevado al trono, me has dado un cetro». La turra obsesiva se convirtió en perseverancia tenaz cuando logró doblegar su voluntad y ella le dijo que sí, que venga, casémonos.
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Cuando se conocieron, en 1867, él tenía 32 años y mucha vida vivida. Ella 22 y ese aire altivo y lánguido, como de mantis enferma, que tanto gustaba a los literatos de entonces. Era de familia bien y, claro, sus padres no veían con buenos ojos a aquel pretendiente aventurero y saltimbanqui que se había recorrido el Misisipi de arriba abajo, que había vivido en pensiones de Nueva York y en pueblos mineros del Salvaje Oeste en construcción, que había nadado con mujeres desnudas en Hawái, que había viajado por medio mundo bebiendo, fumando, desfasando, diciendo palabrotas y maldiciendo muerto de risa. Los Langdon eran muy religiosos. Además, no había manera de que Sam les ocultase su pasado trotón porque su reputación de juerguista era legendaria y uno de sus compañeros de correrías era, precisamente, el hermano de 'Livy', Charles. Fue él quien presentó a la pareja. Lo hizo antes de marcharse todos a una lectura de Dickens y cuarenta años después nuestro protagonista, en su autobiografía, decía que «desde aquel día hasta hoy la hermana nunca ha salido de mi cabeza ni de mi corazón».
El cortejo fue muy meritorio. Tras las primeras negativas de la amada a ennoviar, la convenció para que aceptase recibir su correspondencia bajo promesa de que desistía en sus pretensiones románticas y se limitaría a cultivar una amistad fraternal. Mentía, naturalmente. Y él mismo calificaría su estrategia como «asedio», que practicaba casi a diario mientras viajaba por los Estados Unidos dando conferencias. Paralelamente debía enamorar también al padre de ella, hombre de orden, asegurándole que ya había golfeado todo lo que tenía que golfear y que había renacido solo para adorar a la chavala. En sus viajes buscaba el brillo social y los trompetazos de la fama pero, sobre todo, fortuna para estar a la altura de una familia tan patricia y no aparecer ahí como un muerto de hambre. La solvencia económica llegaría finalmente cuando adquirió una participación en el periódico 'Buffalo Express' (ayudado, eso sí, por su futuro suegro).
En estas cosas se fijaban mucho los ricos y también quienes no lo eran. A menudo la gente pequeña, la que siempre está buscando miseria en el prójimo, cuchicheaba sus sospechas de que lo que realmente buscaba el vividor de Sam no era a la joven, frágil y culta, sino la fortuna de su familia.
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Pues no. Después de casarse y durante toda su vida le siguió escribiendo cartas en sus muchas ausencias, todas bonitas y amorosas, en las que se refería a ella como «pillina», «gatita» y «diablilla». Además, eran muy correspondidas. Es cierto que Sam no se formalizó tanto tras la boda como había prometido, y volvió a darle a los licores, a decir palabrotas y a abusar del tabaco. Lo bueno es que a ella no le importó nada. Al contrario. No es que 'Livy' se desmelenase, porque siguió siendo una cristiana devota. Pero también aprendió a fumar y beber, aunque con moderación. La pareja, en fin, formó un equipo bueno y la mujer también era la primera lectora de sus textos y la correctora en sus años más brillantes. Así que podría decirse que sin ella, y sin aquel torrente de cartas de amor, Mark Twain nunca hubiese sido Mark Twain.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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