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Agustín Ibarrola (1930-2023) encarna con transparencia el ejemplo del artista comprometido que atravesó todo el siglo XX, cuando comprometerse significaba jugarse la vida. Artista ... por vocación irrefrenable desde la adolescencia, inició su trayectoria inspirándose en Aurelio Arteta y en Daniel Vázquez Díaz, su maestro en Madrid. Con otros artistas españoles, montó en París Equipo 57, el grupo de arte abstracto cuyos miembros vivían en la capital francesa como pintores de brocha gorda. En los sesenta, acercó el arte al pueblo con sus grabados para despertar su conciencia política. Reflejó como nadie el mundo de las fábricas y, cuando pensaba que la restauración de la democracia le dejaría más espacio para dedicarse a sus investigaciones artísticas, el terrorismo le puso otra vez en guardia.
La muerte este viernes de Ibarrola a los 93 años subraya un capítulo esencial en el arte vasco. Falleció en el hospital de Galdakao, donde iba a ser intervenido después de que hace unos días se rompiera la cadera tras sufrir una caída en su caserío del valle de Oma. Era el único que permanecía con vida de una generación que despegó en los cincuenta, también en el ámbito internacional, y que incluye a Eduardo Chillida, a su gran amigo Jorge Oteiza, a Néstor Basterrechea o a Juan Antonio Sistiaga, fallecido el pasado junio en San Juan de Luz.
Si su militancia comunista le llevó a la cárcel varias veces, en Burgos y Basauri, manifestarse contra ETA tuvo como efecto amenazas de muerte y ostracismo, del que sólo se recuperó hace unos años. «Yo me considero artista y ciudadano, aunque me han llamado de todo», comentaba con una mezcla de ironía y rotundidad Ibarrola cuando estaba a punto de cumplir los 80 años, sentado en el exterior de su caserío en Oma. En 2011 celebró una exposición en Aritza, la galería de Sol Panera en Bilbao. Coincidió con el cese definitivo del terrorismo. Hacía una década que no exponía. «No me sentía con ganas. Tenía miedo de que destruyeran la obra. Y temía por mí pero sobre todo por la galerista y por todo lo que podían perjudicarla», confesó a este periódico.
Dejó la escuela a los 11 años para trabajar en un caserío de Basauri. «Sólo tenía tres horas libres los domingos, y como no me daba tiempo a salir lejos, subía al monte, cogía tejas blandas y con ellas dibujaba en las rocas animales y todo lo que se me ocurría. Luego, a los 14 años, entré en una zapatería industrial en Bilbao, empecé a ver exposiciones y enseguida me puse a pintar en unos grandes lienzos que me hacía mi madre cosiendo retales de sábanas. Un pinche de la fábrica hacía rifas con mis cuadros y así me podía costear el material. A los 18, tuve mi primera exposición», recordaba el artista.
La muestra a la que se refería se desarrolló en la Sala Stvdio del Casco Viejo. Solía pasarse por esta galería sin que le tomaran en serio hasta que el 'aldeanito', según definición del propio Ibarrola, les llevó algunas de sus obras. Enseguida le montaron una exposición, inaugurada en diciembre de 1948. Un primer paso que le llevó dar un gran salto. Por medio de una carta de Gregorio de Ybarra, entonces vicepresidente de la Junta de Gobierno del Bellas Artes, accedió a las clases en Madrid de Vázquez Díaz, pensadas para que los alumnos buscaran su personalidad más allá de los modelos establecidos. Rafael Zabaleta, Rafael Canogar y Jesús Olasagasti fueron compañeros de clase.
«Mi padre era uno de esos talentos guiados por el instinto, con un trazo muy enérgico. La burguesía culta de Bilbao de entonces apostó por él. Ahora es imposible que se produzca un tutelaje de ese tipo. Todo está más estipulado, más tasado por las modas», reflexionaba su hijo, el también artista y colaborador de EL CORREO Jose Ibarrola, con motivo del 90 cumpleaños del creador que convirtió un pinar en Kortezubi, el Bosque de Oma, en una obra de arte.
En 1954 se casó con Mari Luz Bellido, a la que conoció en un concurso de pintura en el que ella participaba y que murió, en 2021, a los 87 años. Tuvieron dos hijos, Jose (1955) e Irrintzi (1966). Ibarrola no hubiera podido desarrollar su carrera sin su ayuda. Solo por poner un ejemplo, el artista nunca cogía el teléfono. Era su mujer la que siempre lo hacía. También organizaba los viajes a la cárcel de Burgos para los familiares de los presos, como su marido, condenado a nueve años de prisión en un consejo de guerra de 1962. Le acompañaron en el banquillo otros militantes del PCE, como su hermano José María, Ramón Ormazábal, Enrique Múgica, Vidal de Nicolás, Antonio Pericás y la artista María Dapena. Estuvo en prisión de 1962 a 1965 y entre 1967 y 1973, esta vez en Basauri.
Antes de su encarcelamiento en la ciudad castellana, vivieron dos años en Formentera, entonces un lugar recóndito habitado por un puñado de lugareños y por algunos sospechosos para el régimen franquista, que se apartaban del radar de la policía refugiándose en la isla. Marcharon después a París. Necesitaba ir allí para «trazar todo el recorrido de las vanguardias, desde el simbolismo al arte abstracto», según explicó a este periódico.
Se fue con una mochila en 1956 en autoestop, sin saber una palabra de francés. Tiró de carretilla, movió bultos en las estaciones de tren, fue pintor de brocha gorda y descargó camiones.
Por mediación de Oteiza, conoció a los pintores cordobeses Juan Serrano y José Duarte, con los que formaría Equipo 57. En él se integró enseguida Ángel Duarte y algo más tarde el arquitecto Juan Cuenca. Querían formar un lenguaje visual de vanguardia que sirviera para que la experiencia estética no sólo fuera patrimonio de los ricos y burgueses, sino que también sirviera para el día a día de la clase obrera.
Idearon unas formas basadas en el constructivismo que podían utilizarse en cuadros, esculturas y en el diseño de objetos cotidianos. «Debatíamos porque era parte del proceso creativo, no firmábamos los cuadros porque habían salido de todos y diseñamos muebles para que la creación tuviera una proyección social y llegara a un número lo más amplio de personas», resumió Cuenca.
A principios de los sesenta dejaron las actividades colectivas e Ibarrola intensificó las políticas. De aquella época es el movimiento Estampa Popular, a cuya rama vizcaína perteneció junto a María Dapena y Dionisio Blanco. «Es una parte muy interesante de su trayectoria porque con la utilización del grabado querían que el arte comprometido llegara al pueblo. Esa etapa también le permitió dar el paso a los grandes lienzos de fábricas, obreros y protestas», según Mikel Onandia, historiador del arte y profesor en la UPV/ EHU.
Durante el estado de excepción de 1975, un incendio provocado por un grupo de guardia civiles de paisano destruyó su caserío estudio en Gametxo (Ibarrangelua). Posteriormente, grupos afines a la izquierda abertzale destrozaron parte del Bosque de Oma y le hostigaron durante décadas, poniendo en riesgo su vida y la de su familia.
«Con la Transición, se quiso pasar página y eso significó olvidarse de la aportación de personas como mi padre. Entró en una situación personal de decaimiento de la que salió reencontrándose con la naturaleza», relató su hijo, en referencia a su viaje al origen del arte en Oma, al lado de Santimamiñe.
La proyección mediática de la resistencia de Ibarrola oscureció la importancia de su obra. Solo desde hace unos años se ha recuperado y puesto en valor su contribución al arte. Muestra de ello fue la inclusión en la exposición que celebraba los 110 años del Bellas Artes y en la posterior, también en el museo, titulada 'Después del 68'. En 2021, el centro artístico del parque compró su mural 'Guernica', que pintó en 1977 para apoyar la reclamación de que el cuadro de Picasso se instalara en la villa foral.
Inseparable de su txapela, el tenaz Ibarrola ha dejado de respirar y ahora más que nunca es el momento, como muchas voces reclaman, de que se organice una gran exposición sobre su trayectoria.
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