Hacer balance de la gestión de Juan Ignacio Vidarte al frente del Guggenheim equivale, en cierta manera, a hacer balance del Guggenheim, por mucho que no le corresponda a él ni todo el mérito de los éxitos ni toda la culpa de los errores. Ha ... estado ahí desde el principio, o desde antes del principio, y ha sido siempre la cara visible del museo, aunque nunca se haya mostrado como persona muy amiga de prodigarse en los medios. Así que, en este repaso de hitos positivos y negativos, no se puede evitar cierta identificación, quizá injusta, entre el profesional y la institución.
Como no hay antecesores, la única barra de medir de que disponemos son las previsiones, aquellas cábalas que se hacían antes de levantar el chocante edificio de titanio junto a la ría, y en ese sentido resulta muy ilustrativo el informe de 1991 sobre el posible impacto del proyecto. Los autores estimaron que, en una ciudad del tamaño de Bilbao, sin una tradición turística relevante, se podía alcanzar una cifra de entre 250.000 y 400.000 visitantes anuales. «A muchos les pareció muy optimista», ha recordado en alguna ocasión el propio Vidarte. Todos tenemos una idea clara de lo que ocurrió después: el inesperado 'efecto Guggenheim' revolucionó el flujo de viajeros y los balances anuales del museo han superado muchas veces el millón de personas, sin que la pandemia le haya dejado secuelas. El año pasado se marcó un récord absoluto, con 1,32 millones, por encima de los resultados de 2017 y 2022, cuando el 20º y el 25º aniversario llevaron a extender invitaciones gratuitas a cientos de miles de ciudadanos. La cifra también supera el mejor año de su 'padre' y referente, el Guggenheim neoyorquino, y casi llega a doblar su registro del ejercicio pasado.
Resulta inevitable evocar la exposición 'El arte de la motocicleta', a caballo entre 1999 y 2000, que se acercó a los 900.000 visitantes y consolidó el tirón del museo, a la vez que servía para ampliar las miras de muchos ciudadanos: ¿qué pintaba una exposición de motos, por maravillosas que fuesen, dentro de una institución artística? «¡Ojalá tuviéramos muchas así!», aleccionó en su momento Vidarte. En el 'hit parade' del Guggenheim destacan también muestras como 'Sombras', de Andy Warhol, que en 2016 alcanzó las 820.000 visitas, o 'Motion. Autos. Art. Architecture', la celebración de la vertiente artística del automóvil que, en 2022, superó las 750.000. Pero en ese ránking establecido por el público nos topamos además con la mismísima Yoko Ono, con artistas mucho menos conocidos a nivel popular (Bill Viola, Louise Bourgeois, Jenny Holzer, Joana Vasconcelos, David Hockney o la reciente Yayoi Kusama), con la expedición pictórica a 'París, fin de siglo' o con aquella 'China: 5.000 años' de 1998 que abarcaba desde el Neolítico hasta hoy, o más bien hasta entonces.
En la lista de éxitos hay que contar también experiencias como 'Immersions', que convirtió el propio edificio en un lienzo, y la larga lista de conciertos que se han celebrado tanto en el interior del museo como a su lado: desde la semana de residencia de los alemanes Kraftwerk, que hermanó el Guggenheim con recintos tan emblemáticos como el MoMA neoyorquino, la Tate Modern de Londres o la Ópera de Sídney, hasta la actuación de Bob Dylan, pasando por Smashing Pumpkins, Red Hot Chili Peppers, Björk, Mike Oldfield, Arcade Fire o Patti Smith.
Malas artes
Si las cifras de visitantes pueden ser el gran orgullo de Juan Ignacio Vidarte, hay otros números que seguramente le siguen atormentando a día de hoy. Los años 2007 y 2008 se convirtieron en una amarga travesía para el director del museo, debido a la rápida sucesión de dos escándalos financieros. En junio de 2007, EL CORREO desveló que el Guggenheim había perdido seis millones de euros en una ruinosa compra de dólares realizada en 2002. La operación, basada en el convencimiento de que la moneda estadounidense iba a revalorizarse con respecto al euro, se mantuvo dos años más: según una auditoría externa, aquello causó a las arcas del museo unas pérdidas de 7,2 millones. A raíz de una petición de información por parte del Tribunal Vasco de Cuentas Públicas, se descubrió un segundo agujero, un feo caso de malas artes en el museo: el director de administración y finanzas, Roberto Cearsolo, que era una de las personas de confianza de Vidarte, se había apropiado de más de medio millón de euros a lo largo de una década y acabó condenado a tres años y medio de cárcel por el desfalco.
Juan Ignacio Vidarte se vio en el ojo del huracán de una batalla institucional, alimentada por estos escándalos y por el enconado debate sobre el Guggenheim de Urdaibai. El Gobierno vasco, en manos de los socialistas a partir de 2009, apostó de manera decidida y pública por relevarlo: «En condiciones normales, su posición sería insostenible», plantearon los responsables del Departamento de Cultura, en referencia a su doble papel como director del museo y como responsable de expansión internacional de la Fundación Solomon R. Guggenheim. La Diputación y el Ayuntamiento, por su parte, le mostraron un apoyo sin fisuras: «Lo mejor que pueden hacer es dejar en paz al Guggenheim», espetó entonces el alcalde Iñaki Azkuna. El propio Vidarte admitió que había faltado vigilancia financiera, pero continuó pilotando el museo más alla de aquella tormenta.
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