[En el capítulo anterior...] ... Como lo de los carlistas fue muy importante en nuestra historia, el desarrollo de la cosa militar, Zumalacárregui, Cabrera, Espartero y compañía, lo dejaremos para otro capítulo. De momento recurramos a un escritor que también trató el asunto, Pío Baroja, que era vasco y cuya simpatía por los carlistas puede resumirse en dos citas: «El carlista es un animal de cresta colorada que habita el monte y que de vez en cuando baja al llano al grito de ¡rediós!, atacando al hombre». Y la otra: «El carlismo se cura leyendo, y el nacionalismo, viajando». Un tercer aserto vale para ambos bandos: «Europa acaba en los Pirineos». Con tales antecedentes, se comprende que en el 36 Baroja tuviera que refugiarse en Francia, huyendo de los carlistas que querían agradecerle las citas; aunque, de haber estado en zona republicana, el tiro se lo habrían pegado los otros. Detalle también muy español: como criticaba por igual a unos y a otros, era intensamente odiado por unos y por otros.
Una historia de España (XLIX)
Pues ahí estábamos, dándonos otra vez palos entre nosotros para no faltar a la costumbre, en plena primera guerra carlista. En la que, para rizar nuestro propio rizo histórico de disparates, se daba una curiosa paradoja: el pretendiente don Carlos, que era muy de misa de ocho y pretendía imponer en España un régimen absolutista y centralista, era apoyado sobre todo por navarros, vascos y catalanes, allí donde el celo por los privilegios forales y la autonomía política y económica, diciéndolo en moderno, era más fuerte. O sea, que la mayor parte de las tropas carlistas, con tal de reventar al gobierno liberal de Madrid, luchaba apoyando a un rey que, cuando reinara, si era fiel a sí mismo, les iba a meter los fueros por el ojete. Pero la lógica, la coherencia y otras cosas relacionadas con la palabra pensar, como vimos en los capítulos anteriores de esta bonita y edificante historia, siempre fueron inusuales aquí. Lo importante era ajustar cuentas; que sigue siendo, con guerras civiles o sin ellas, con escopeta o con pase usted primero, nuestro deporte nacional. Y a ello se dedicaron unos y otros, carlistas y liberales, con el entusiasmo que para esas cosas, fútbol aparte, solemos desplegar los españoles. Todo empezó como sublevación y guerrillas -había mucha práctica desde la guerra contra Napoleón-, y luego se formaron ejércitos organizando las partidas dispersas, con los generales carlistas Zumalacárregui en el norte y Cabrera en Aragón y Cataluña. El campo solía ser de ellos; pero las ciudades, donde estaba la burguesía con pasta y la gente más abierta de mollera, permanecieron fieles a la jovencita Isabel II y al liberalismo. Al futuro, dentro de lo que cabe, o lo que parecía iba a serlo. Don Carlos, que necesitaba una ciudad para capital de lo suyo, estaba obsesionado con tomar Bilbao; pero la ciudad resistió y Zumalacárregui murió durante el asedio, convirtiéndose en héroe difunto por excelencia. En cuanto al otro héroe, Cabrera, lo apodaban el tigre del Maestrazgo, con lo que está dicho todo: era una verdadera mala bestia. Y cuando los gubernamentales -porque escabechando gente eran tan malas bestias unos como otros- fusilaron a su madre, él puso en el paredón a las mujeres de varios oficiales enemigos, y luego se fumó un puro. La criatura. Ése era el tono general del asunto, vamos, el estilo de la cosa, represalia sobre represalia, tan español todo que hasta lo hace a uno sonreír de ternura patria (a quien le apetezca ver imágenes de esa guerra, que teclee en Internet y busque los cuadros de Ferrer-Dalmau, que tiene un montón de ellos sobre episodios bélicos carlistas). No podían faltar, por otra parte, las potencias extranjeras mojando pan en la salsa y fumándose nuestro tabaco: al pretendiente don Carlos, como es lógico, lo apoyaron los países más carcas y autoritarios de Europa, que eran Rusia, Prusia y Austria; y al gobierno liberal cristino, que luego fue de Isabel II, lo respaldaron, incluso con tropas, Portugal, Inglaterra y Francia. Como detalle folklórico bonito podemos señalar que cada vez que los carlistas trincaban vivo a un extranjero que luchaba junto a los liberales, o viceversa los del otro bando, lo ponían mirando a Triana. Eso suscitó protestas diplomáticas, sobre todo de los ingleses, siempre tan susceptibles cuando los matan a ellos; aunque ya pueden imaginar por dónde se pasaban aquí las protestas, en un país del que Richard Ford, hablando precisamente de la guerra carlista, había escrito: «Los españoles han sido siempre muy crueles. Marcial los llamaba salvajes. Aníbal, que no era tan benigno, ferocísimos»; añadiendo, para dejar más nítida la cosa: «Cada vez que parece que pudiera ocurrir algo inusual, los españoles matan a sus prisioneros. A eso lo llaman asegurar los prisioneros». Y, bueno. Fue en ese delicioso ambiente como transcurrieron, no una, sino tres guerras carlistas que marcarían, y no para bien, la vida política española del resto de ese siglo y parte del siguiente. La primera acabó después de que el general liberal Espartero venciera en la batalla de Luchana, a lo que siguió el llamado abrazo de Vergara, cuando él y el carlista Maroto se besaron con lengua y pelillos a la mar, compadre, vamos a llevarnos bien y qué hay de lo mío. La segunda, más suave, vino luego, cuando fracasó el intento de casar a Isabelita II con su primo el hijo de don Carlos. Y la tercera, gorda otra vez, estalló más tarde, en 1872, cuando la caída de Isabel II, la revolución y tal. Pero antes ocurrieron cosas que contaremos en el siguiente capítulo. Entre ellas, una fundamental: las guerras carlistas llevaron a los militares que las habían peleado a intervenir mucho en política. Y como escribió Larra, que tenía buen ojo, «Dios nos libre de caer en manos de héroes».
[Continuará]
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