Exclusiva: el palacio de Liria nunca visto
Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
Exclusiva: el palacio de Liria nunca visto
Viernes, 31 de Enero 2025, 11:52h
Tiempo de lectura: 12 min
Lo primero que hace es disculparse por no llevar corbata: «Estoy más cómodo sin ella». Y por el catarro que arrastra desde hace «mucho tiempo». Fuera, llueve en Madrid y el duque, como buen terrateniente, se congratula. «Me gusta que llueva. En un país estepario, cuando lo hace, casi hay que salir a gritar de alegría», sentencia.
El duque de Alba, Carlos Fitz-James Stuart (Madrid, 1948), nos ha recibido en su salón de estar privado, contiguo a su dormitorio, en la primera planta del palacio de Liria, en la calle Princesa de la capital. Es su residencia desde los 8 años, a la que llegó tras la reconstrucción del edificio después del incendio sufrido durante la Guerra Civil.
Su apartamento, ajeno a las visitas públicas, era el de su madre, la duquesa de Alba. El duque ocupa también su mismo dormitorio. Hasta la primera planta, donde se encuentra, sube un coqueto ascensor que tiene parada en una antesala presidida por una Gitana, de Anglada Camarasa. Debajo, una cómoda con un reloj dorado y platos de porcelana con la imagen de la reina Isabel II de Inglaterra y del duque de Edimburgo.
Es un saloncito acogedor, con grandes ventanales, como el resto del palacio, con tapicerías y paredes de colores pastel. Los sofás de terciopelo verde botella y pasamanería dorada denotan el paso del tiempo. «Yo no he cambiado cosas en la casa. La decoración es enteramente de mi madre. Esto es su creación», afirma el duque.
A pesar del catarro, a Alba se lo ve en forma. Cabellera frondosa, blanca inmaculada y con brillo; su aspecto es el de un hombre bien conservado a sus 76 años. Asegura llevar la edad «divinamente» y no importarle cumplir años. «Me cuido, pero sin esfuerzos. Me acuesto temprano. Bebo lo que me apetece, que es poco». ¿Vino? «De todo. Me gusta un whisky a las siete u ocho de la tarde y también comer, pero tengo el estómago delicado. Mi cuerpo no lo aguanta bien», destaca sobre su salud.
Su buen aspecto también tiene que ver con estar «en un momento muy bueno de mi vida». ¿A qué se debe? «Para empezar porque hago lo que me da la gana. Lo puedo hacer. Me van bien las cosas; toquemos madera. Tengo buena salud, estoy muy contento con mis hijos, y la economía de la Casa va muy bien y hay mucha estabilidad», resume. Antes de esta cita coincidimos con su hijo mayor, Fernando, duque de Huéscar (Madrid, 1990), en el imponente zaguán de gusto clásico del palacio. Está esperando la llegada de una visita. Afable y más cercano que su padre, es el «futuro de la Casa». «Sin querer y de forma natural estoy delegando cada vez más en él. Le consulto cada vez más; tiene buen criterio y es inteligente», concluye.
Fernando trabaja en un banco suizo, es vecino de su padre en la calle Princesa y compagina su profesión con la ayuda en la Casa, «que es poca porque aquí está todo muy rodado». La idea de invitar a la artista portuguesa Joana Vasconcelos ha sido de él y de su mujer, Sofía Palazuelo. Ambos están marcando el programa de arte contemporáneo en Liria, que comienza con la intervención de las obras de Vasconcelos en gran parte del palacio desde mediados de febrero. Todo un reto y «una inversión», según Fernando. El palacio permanecerá cerrado dos semanas para el montaje de las más de 50 piezas de la artista. Es la primera vez que se interrumpen las visitas públicas que comenzaron en 2019. Este pasado año 2024 baten récord de visitantes con más de 107.000 a 16 euros la entrada. «La apertura al público del palacio es un éxito. Es fundamental compartir la historia y nuestra colección. Somos la familia noble más grande de España y la única que queda. Esa continuidad es un orgullo», sentencia.
En vida de su madre, la imagen de la familia transcurría sobre todo en las noticias del papel cuché, que eclipsaban la historia y el patrimonio de la Casa. Hoy, con Carlos como cabeza de la familia, la estrategia parece ser otra. Le adorna la fama de haber sabido sanear las cuentas de la Casa ante la falta de liquidez al morir su madre. Los enfrentamientos con sus hermanos dieron mucho de qué hablar y, a pesar de que se dice que la unión familiar aún no se ha conseguido, ha mejorado. Para él, lo primero es 'la Casa', al igual que sucede con la Casa Real española. Se antepone «la lealtad a España y al Rey». Es su prioridad, así como la sucesión en sus hijos.
El rumbo de la Casa también pasa por la mayor apertura de las estancias del palacio, pues con la exposición de Vasconcelos el visitante podrá pasear por primera vez por lugares como la capilla, el salón de música o el jardín trasero de estilo francés, donde está el cementerio de las mascotas de la duquesa.
Al duque le gusta el arte, aunque «no entiendo de arte contemporáneo, pero quiero divulgar lo más positivo de ese mundo. Tengo inquietud y ganas; lo que sucede es que hoy en día es muy difícil ser coleccionista por el altísimo precio de las obras», afirma. En el Salón Capé del palacio cuelga un retrato suyo del pintor Hernán Cortés, aunque afirma sin dudarlo que le hubiera gustado que lo retratase Antonio López. «Me lo presentó Alicia Koplowitz. Me encantaría tener algo suyo para mi colección. Sería un orgullo, pero es carísimo. Es un hombre campechano al que le gusta comer cosas sencillas como a mí. Y no sé si le caigo excesivamente bien. A lo mejor me considera un poco pomposo», relata.
A partir del 14 de febrero, los visitantes del palacio de Liria verán más de 50 obras de la artista portuguesa Joana Vasconcelos (París, 1971), repartidas por distintas estancias. La artista es una veterana en intervenir palacios tras su debut en Versalles en 2012. Más tarde llegaron el palacio Pitti, los Uffizi o la fundación Rothschild. El palacio de Liria es ‘especial’, pues es... Leer más
La responsabilidad del duque es la de gestionar su incalculable patrimonio, una herencia que lleva seis siglos haciendo historia. Un 'transatlántico' que se mueve a su alrededor y que incluye 10 palacios, 19 castillos, una colección de arte de más de 250 obras de grandes maestros, la biblioteca y su enorme importancia al albergar las cartas de los viajes de Colón, 38.000 hectáreas de campo… Sin embargo, para él no es una carga pesada. «Lo llevo bien. Me encanta gestionar y la gente dice que lo estoy haciendo bien. No me abruma. He nacido en este ambiente, con una responsabilidad desde niño. Para mí es algo natural», atestigua.
Se sabe conocedor de la receta para que el éxito de la Casa de Alba sea mayor que el de otras casas nobiliarias como Medinaceli, que es la de «tener un gran sentido de la Casa desde hace varias generaciones». Es lo que quisiera transmitir a sus dos hijos. «Que tengan amor por la Casa, que lo den todo por ella. Yo tengo mucho sentido dinástico de la familia; no tengo una idea burguesa de la misma. La familia es una dinastía nobiliaria y mi continuidad es muy importante», asiente con firmeza.
Los fines de semana los pasa a menudo en su finca Castronuevo, de Ávila. «Me gusta el campo como naturaleza y como actividad económica», afirma. Dicen que su padre, Luis Martínez de Irujo, fue un gran gestor del campo, adelantado a su tiempo. «Aprendí mucho de mi padre. Era un hombre muy inteligente y muy bueno. Siempre digo que tenía la virtud más importante que puede tener el ser humano, que es la bondad. Y, luego, la facultad más importante, que es la inteligencia. Todo el mundo hablaba bien de él, en todos los partidos políticos. Era un gran señor, con muy buena cabeza. Fue una pena que muriera con 52 años de leucemia», rememora.
¿Cuáles son los recuerdos juntos que le han marcado? «Las broncas. Yo sacaba malas notas porque era muy mal estudiante y estaba aterrado cuando llegaban las notas. En la carrera lo hice algo mejor, aunque la verdad es que no me gustó estudiar Derecho», prosigue. «Mi padre mandaba en los estudios y mi madre, en el arte y los deportes, pero yo tenía más relación con mi padre», afirma.
Sus aficiones son cazar y navegar, aunque cazar ya menos «porque cada día me cuesta más madrugar. Me he hecho vago con la edad», resuelve. «Estoy encantado de estar solo. Soy muy egoísta y muy impaciente. Hay otros momentos en tu vida en los que te gusta compartir, pero ahora ya no. No salgo por la noche», confirma. «Lo que más ilusión me hace son mis proyectos. Por ejemplo, ahora voy a restaurar un castillo en una finca cerca de Madrid. Las casas me hacen mucha ilusión; disfruto mucho de ellas», explica.
Se advierte su orgullo de anfitrión y alude al 'empaque' del palacio mientras nos guía hacia la segunda planta, atravesando largos pasillos, más sombríos que el resto y algo más vetustos, hasta llegar a los salones históricos donde él recibe a sus invitados, también cerrados al público. Los llama el 'Capé y Salón Amarillo'. A pesar de los 70 metros cuadrados del salón principal, donde posa para la sesión de fotos, es un lugar tremendamente acogedor.
Inmediatamente atrapa la vista la lámpara que cuelga del techo. Es como tener un trozo de su jardín de primavera en cristal de Murano. Cuenta que la compró su madre en Venecia y que la tapicería de seda de colores verde pistacho y rosa también. Ese esplendor veneciano que trajo Cayetana resuena en toda la decoración. Al fondo de este imponente salón, el duque nos enseña orgulloso el de los vasos griegos: 37 suritálicos del siglo IV a. de C. comprados por el decimocuarto duque de Alba a principios del XIX. Según relata, fue él mismo el responsable de agruparlos en esa sala junto a la colección de 80 grabados de Goya.
El alma y los gustos decorativos de su madre se dejan sentir por todos los rincones, y en la pinacoteca histórica que contiene el palacio se entremezclan lienzos pintados por ella misma. La calurosa y femenina solemnidad que se respira tiene mucho que ver con los múltiples tesoros que fue comprando en sus viajes. Pastilleros, miniaturas, porcelanas, bronces, relojes que pone en hora el relojero del Palacio Real todos los viernes… Al parecer, ella misma los llamaba 'los pongos', expresión que venía de «¿dónde los pongo?».
Media hora después del comienzo de esta conversación y sin titubear, pero de forma educada, el duque se levanta para despedirse. Antes menciona a sus tres nietos y la ilusión de su nuevo papel de abuelo. «Ahora empiezo a disfrutarlos. Tengo dos nietas monísimas y un nietecito de solo un año. Me llaman 'Granpa' ('abuelo' en inglés)». En el descansillo nada más salir de su saloncito cuelga un cuadro de colores vivos y un poco naíf con la firma de 'Cayetana'. Es la memoria de la imborrable presencia de su progenitora. «Mi madre era enormemente popular. Yo no lo soy. Soy un poco tímido», justifica así su súbita despedida.