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Aunque el adjetivo es de cosecha propia, el sustantivo lo pronunció Ernesto Valverde al terminar el partido de Montilivi. Muchas de las cosas que pasaron en ese estadio mitad de cemento, mitad de mecanotubo, fueron un gran disparate, al que contribuyeron en gran medida los ... jugadores del Athletic. No deja de ser paradójico, porque en líneas generales jugaron un buen partido, más que aceptable, que sin esas circunstancias disparatadas habrían terminado en victoria o a lo sumo uno de esos empates que dejan mal sabor de boca porque se mereció más, pero lo cierto es que el baúl que los utilleros cargaron en el avión de vuelta regresa con dos docenas de camisetas sudadas y cero puntos en el balance.
No hablaré de los penaltis lanzados por el Athletic, del que profusamente se ocupan otros artículos de este mismo periódico y de la competencia, porque dan para un estudio pormenorizado, y para compararlos con los de la final de Copa, pero sí de otra serie de factores que contribuyeron a la derrota rojiblanca y que habrá que cargar en el debe de los futbolistas que vistieron de azul, o de verde en el caso del portero, al que habrá que señalar en el primer gol del Girona, pues él no tiene que marcar a nadie, ni debe ocuparse de adelantar o de atrasar líneas, sino que debe preocuparse, principalmente, de la trayectoria de la pelota, del disparo o del centro del delantero de turno, y dejó de hacerlo cuando Asprilla chutó desde la derecha. Padilla se tragó el amago de Miguel Gutiérrez, que no estaba en fuera de juego y por tanto, actuó legalmente, y en vez de estar pendiente del vuelo del balón, pensó más en el posible remate del lateral del Girona. Cuando se dio cuenta de que era un trampantojo, el disparo ya le había sobrepasado.
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El segundo disparate, involuntario, llegó en el gol del Athletic casi al instante, después del magnífico pase de Berenguer, que prefirió no repetir su momento de gloria en La Cartuja, pero lo estaba haciendo bien. El balón que le metió a Sancet acabó con el gol del navarro y también con su presencia en el campo porque sintió un pinchazo en el muslo, que afortunadamente no parece demasiado grave, y tuvo que ser sustituido por Unai Gómez. Andaba bien Sancet, cada vez más entonado, pero, bruscamente, se quedó fuera.
Pero seguía jugando bien el Athletic; se redimía Padilla de su error con un par de buenas acciones, y en la segunda mitad, con el partido parejo, llegó el siguiente disparate por partida doble en el minuto 58, que Gazzaniga se pudo ahorrar si se llega a quedar quieto a la primera. Lo hubiera parado igual. Para ese momento, Valverde ya no sabía lo que pensar en el banquillo, dándole vueltas a un bolígrafo en la mano: si clavárselo al primero que pasara, a él mismo, o escribir una carta de renuncia. Menos mal que optó por calmarse.
Así pudo presenciar desde el banquillo el disparate definitivo, cuando en el minuto 99, a Aitor Paredes, que se creyó que todavía jugaba en el Santo Cristo de Arrigorriaga, donde las cámaras que hay apuntan a la autopista y no al campo, se le ocurrió hacerle una llave de judo a un rival con el balón volando por el aire. Penalti primero, tarjeta amarilla después, y la segunda por protestar. Un partido de sanción al menos. ¿Qué intuimos todos los que veíamos el partido? Que Stuani, que no es ningún membrillo, la iba a pegar fuerte, a romper, y es lo que hizo. La tocó Padilla, pero a la cesta en el minuto 99. Y luego, claro, la diáfana ocasión de Unai Gómez, que pegó a la pelota como un pipiolo y estropeó la última oportunidad de que ese buen partido del Athletic, no acabara como acabó, en un gran disparate. Ya se sabe, quien a penalti no mata, a penalti muere. O algo así.
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