Viaje a las cloacas del Estado Asesinos, torturadores, terroristas... Lorenzo Silva: «El crimen une más que el amor. El mal es para siempre»

En su nueva novela, Púa, Lorenzo Silva ha realizado un perturbador viaje a las raíces del mal. Nos lo cuenta en esta trepidante entrevista —entre testimonios de criminales, torturadores, terroristas y contraterroristas— sobre la que sobrevuela el poder de la literatura para ayudarnos a conocer mejor el mundo en que vivimos.

Viernes, 05 de Mayo 2023

Tiempo de lectura: 13 min

El camino que lleva a una persona a la tortura, el secuestro o el asesinato nunca es apacible. Por él transita con soltura Lorenzo Silva. No como ejecutor, desde luego, pero tampoco como un simple espectador. Porque de ahí ha surgido Púa (Ediciones Destino),

su nueva novela. En concreto, de sus conversaciones con asesinos y torturadores, con terroristas y contraterroristas, con policías, con soldados, personas todas ellas a las que une (sin ánimo de equiparaciones ni equidistancias) la posibilidad de matar o morir.

Directa y al grano, como su título, la historia sigue los pasos de un peón de la guerra sucia en un país regido por el Estado de derecho. Abundan los ejemplos en el mundo real –Francia contra los rebeldes argelinos, Estados Unidos contra Al Qaeda, Reino Unido contra el IRA, Israel contra Hamás y Hezbolá, los GAL contra ETA en España…–, pero el escritor madrileño se aleja de todos ellos para escribir una novela creada sin las ataduras a las que obligan los referentes históricos.

Inspiración en las cloacas. «Mis referentes en el campo de la guerra sucia son múltiples. Me conozco bien la historia de lucha contra Al Qaeda; o la Operación Flavius: el asesinato extrajudicial de tres miembros del IRA en Gibraltar en 1988. Fueron acribillados con 29 balazos por soldados del SAS en una operación militar y Margaret Thatcher reconoció haber dado la orden. También está la lucha de Israel en Gaza y el Líbano contra Hamás y Hezbolá. Hay una serie de televisión, Fauda, sobre la unidad fantasma antiterrorista del ejército israelí».| Getty Images.

A sus 56 años, tras publicar la friolera de 83 libros en 27 años –Púa será el 84 este 10 de mayo–, Silva no ha perdido el valor para explorar pantanosos y polémicos terrenos literarios. Al fin y al cabo, «la literatura –dice– puede que no sirva para hacer mejores a las personas ni para cambiar el mundo, pero quizá sirva para que el lector sea menos inconsciente de sí mismo y del mundo en el que vive».


XLSemanal. Después de tratar la Guerra Civil, ETA o el independentismo catalán, se mete ahora con Púa en la guerra sucia, las cloacas del Estado. ¿Era una sucesión lógica?

Lorenzo Silva. Podría ser si me centrara en la guerra sucia en España, pero esta es, en realidad, una novela kafkiana, de las que no pasan en un lugar concreto ni se identifica a nadie. Quería ir a la esencia de la historia que quiero contar sin preocuparme por la fidelidad histórica ni los detalles. Los detalles están muy bien; decía Stendhal que en ellos está la verdad, pero también te aprisionan.

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XL. Y el miedo a salir escaldado ante un tema como este, ¿influyó en esa ambigüedad?

L.S. Bueno, es un territorio demasiado pantanoso, sin duda. He hablado con personas que estuvieron ahí, o en los alrededores, y sus testimonios son muy contradictorios. Cargan las tintas ajenas y salvan las propias. Todo está mediado por el papel que ocupó cada uno y a mí, que tengo la deformación profesional del abogado, sus palabras me generan más dudas que certidumbres. En España, además, hay un problema añadido, ya que, a diferencia de otros países, hay que esperar siglos para que salgan los documentos secretos. Así que me liberé de todo eso para llevar la historia hasta sus últimas consecuencias.

XL. ¿De dónde surge, entonces, la idea de este libro?

L.S. Pues si me remonto a la primera persona importante para el libro con la que hablé, son más de diez años. En todo caso, no me interesa tanto entrar en el caso de España y en si se ha hecho justicia o si la memoria de una historia concreta es correcta. Yo quería profundizar en dos vertientes: el fracaso general que para una sociedad democrática supone desatar una guerra sucia y la experiencia de autodestrucción individual que sufren sus peones.

«Cuando hablo con asesinos, torturadores y terroristas, no me interesan sus justificaciones, sino saber por qué lo hicieron, qué sentían mientras lo hacían, qué sienten hoy…»

XL. Y lo hace, por lo que veo, a partir de esos testimonios recogidos durante años. ¿Con quién ha hablado exactamente?

L.S. No puedo dar nombres, pero en el proceso de construcción de este personaje he hablado con gente de ETA que ha planeado asesinatos con absoluta frialdad, con gente que ha torturado y ha matado en guerras, con condenados por los GAL... No me interesan sus justificaciones, sino saber por qué lo hicieron, qué sentían mientras lo hacían, qué sienten hoy… De ahí he extraído mecanismos muy concretos para desarrollar el personaje de Púa.

XL. Sin dar nombres, ¿me comparte algún testimonio?

L.S. Pues he hablado con un hombre que dio las coordenadas para que un avión volatilizara (con una bomba guiada por láser) una posición terrestre donde había doce personas. «Yo verifiqué que era un blanco legítimo; yo di las coordenadas... Yo llevo a esas personas siempre conmigo». Así de crudo me lo dijo. Y otro de un etarra que me dijo que había identificado a ocho objetivos y que, de haberlos abatido, hubiera brindado con champán por cada uno. Fue detenido antes de llegar a cometer esos crímenes, pero recordaba haber pensado de ese modo con un profundo bochorno. «Yo era un animal», decía.

XL. ¿Y le creyó?

L.S. A ver, he hablado con mucha gente que ha vivido el odio en estado puro y ninguno me ha dicho que lo que hizo estuviera bien. Suele ser algo del tipo: «Lo que hicimos no estuvo bien. Y, a la larga, lo recuerdo como una gran equivocación en mi vida». Cuando matas, tienes que vivir con ese momento dentro por el resto de tu vida. Y lo normal es que te digas: «Bueno, él se lo ha buscado» y tal, pero la cuestión es que son seres humanos…

XL. ¿Admitirían sus errores ante la cara de sus víctimas?

L.S. ¿Y sostenerles mientras la mirada? Bueno, por eso Púa dice: «Soy una plaga que apesta la tierra, no me puedo plantar ante las madres de mis muertos y solo me queda desaparecer y nunca jactarme de ello». Y yo he visto jactancia entre muchísimos verdugos de ETA, pero ninguno de los de la guerra sucia se ha jactado en público de lo que hizo.

XL. Púa es un personaje capaz de acciones abominables, pero lo dota usted de cierta ética, de impulsos nobles. No es un villano total. Lo 'salva', digamos.

L.S. Sí, bueno, es que esos viajes a la maldad ajena son muy fáciles en la literatura. Y el de Púa es un viaje a esa maldad que todos llevamos dentro y que cualquiera de nosotros puede desatar en determinadas circunstancias. Se puede responsabilizar al grupo, al entorno, pero, al final, es un acto que siempre parte de una decisión personal. Porque todos tenemos un perro rabioso interior que si se escapa y no lo atamos de nuevo acabamos mal.

XL. ¿Por eso el relato está en primera persona, para meternos en la mente del asesino?

L.S. Sí, y me costó decidirme. Empecé, de hecho, en tercera persona, hasta que comprendí que no podía ser así. Quiero que el lector sienta: «Este podría ser yo», que se pase horas en la mente de un tipo incómodo y que no quiera salir, que siga hasta el final sin casarse con él ni crucificarlo.

XL. ¿Hay en Púa un mensaje de reconciliación?

L.S. De hecho, por eso muestro a un contraterrorista como Púa, que no presume de lo que ha hecho. Si todos hicieran lo mismo, solo eso, ya sería un gran avance.

XL. Dice que ha hablado con condenados por el GAL, ¿me puede decir con quién?

L.S. Pues, por ejemplo, con el general Enrique Rodríguez Galindo.

XL. ¿Y qué le dijo?

L.S. Me juró por el rosario que llevaba colgado del cuello que jamás había dado la orden de matar a Lasa y Zabala ni la habría dado nunca, porque iba contra su conciencia.

XL. Fue condenado por secuestro y asesinato. De nuevo: ¿le creyó?

L.S. Bueno, me lo dijo en prisión, con un rosario al cuello y vestido como un monje. Y fue condenado, pero ¿lo hizo? ¿No? Ya no sé.

XL. Un gran tema de la literatura es: por qué matamos, qué lleva a alguien a matar. ¿Ha sido su exploración?

L.S. Sí, porque no se mata de la noche a la mañana. Siempre hay un proceso. Los primeros crímenes de Púa, como agente 'al servicio del Estado', están amparados por la perturbación que le produce el dolor de la muerte de su hermano en un atentado; muere porque a los terroristas no les importa matar a un transeúnte. Sus crímenes posteriores, sin embargo, derivan de su pertenencia a la organización, de la necesidad de borrar pistas… Esa es, muchas veces, la evolución.

XL. ¿Qué mecanismos suelen promover el ingreso en estas organizaciones?

L.S. Odio, venganza, desamparo, soledad, traumas, pertenencia, también impulsos ideológicos, por supuesto… La cuestión aquí es que muy pocos suelen identificar hasta dónde puede llevarles su compromiso. Y esto les pasa a todos: grupos terroristas, contraterroristas, bandas juveniles...

XL. También ha hablado con torturadores. ¿En qué se distinguen de los asesinos?

L.S. Sí, esta es una cuestión muy interesante, mucho más difícil, en ciertos aspectos, que el asesinato, que suele ser inmediato y suele producirse en el fragor del combate. El fragor dispara la adrenalina, aturde y las decisiones son inmediatas, pero torturar, hacer sufrir al sujeto en cuestión, lleva un tiempo. Una persona condenada por torturas me dijo: «Es inevitable sentir desasosiego si uno no es un enfermo o un demente». Se sentía mal.

XL. Pero seguiría torturando, supongo. ¿No es, en el fondo, un demente cualquiera capaz de torturar a otro, por mucha causa superior que se alegue?

L.S. Yo te hablo de tortura más bien psicológica y, cuando es física, sin llegar a ser sádica, más de avasallamiento, de desviación de la persona, de humillación psicológica. No eran casos de emasculación, de calambres, de humillaciones sexuales. Y me dijeron que en ningún momento se sintieron bien. Ni siquiera en caliente. No he conocido a nadie que me haya dicho que no sentía nada mientras torturaba.

XL. Ya, pero todos sabemos que en las cloacas del Estado la tortura es susceptible de ser parte del trabajo…

L.S. Pero estos casos que te digo son de gente que se enfrenta a una circunstancia excepcional y quienes están allí deciden sobre la marcha que hay que hacerlo... y se hace. Son siempre contextos extremos y se juega con tu orgullo, con tu vergüenza y con el grupo. Todos se atreven menos tú, por ejemplo. Y si no lo aceptas es que no estás lo suficientemente comprometido.

XL. No es esta una novela sobre los GAL, pero muchos referentes coinciden…

L.S. Lo sé, pero tampoco son coincidencias exclusivas. Ha habido guerras sucias en muchos países que son democracias y Estados de derecho. Y la dinámica se repite en todos ellos: alguien piensa que no se hace suficiente, decide saltarse las reglas y recluta a personas motivadas para hacerlo, generalmente con una carga emocional personal muy grande. Y el resultado, por cierto, casi siempre es el fracaso.

XL. Estados Unidos acabó con Bin Laden con una ejecución extrajudicial. ¿Éxito o fracaso?

L.S. Lo mataron, sí, pero con la derrota de Al Qaeda surgió el Daesh. Por no hablar de los fracasos en Irak y Afganistán. Miles de soldados muertos, civiles, millones de dólares tirados por la ventana… Y todo eso formó parte de la guerra contra el terror.

XL. Usted se centra, sin embargo, en el fracaso individual de las personas que dan ese paso.

L.S. Sí, es un ángulo más humano. Porque quien da ese paso, quien ha torturado, quien ha asesinado, quien ha hecho desaparecer restos... vive siempre con esa carga, mientras que el sujeto que toma la decisión sigue tranquilo en un despacho sin mancharse las manos. El gran ejemplo fue el general Jacques Massu, timonel de la guerra sucia en Argelia, que reconoció que se torturaba y que tampoco era para tanto. Pues murió impune y millonario. Y en Francia, país del cual algunos aceptan tantas lecciones...

XL. Una consecuencia del GAL fue que Francia comenzó a colaborar en la lucha contra ETA. ¿Diría que fue un logro?

L.S. A ver, es una constatación fáctica que, cuando París vio que había tiroteos y asesinatos en su territorio, empezó a colaborar. No se acabó con el santuario, pero dejó atrás su indiferencia ante unos terroristas que buscaban destruir la democracia española. Vale, muy bien, eso es cierto. Sin embargo, no justifica nada de lo que sucedió. Tarde o temprano, además, Francia habría abandonado esa indiferencia por la inercia de los acontecimientos.

XL. ¿Qué une más a las personas: el crimen o el amor?

L.S. El crimen. Las malas acciones son para siempre. Y eso, cuando compartes el error, obliga a una solidaridad en la culpa de la que no puedes huir. Aunque entre delincuentes siempre hay diferencias en cuanto a textura moral: unos tienen más que otros o, al menos, ciertos códigos.

XL. ¿Puede la literatura cambiar algo en este sentido?

L.S. No sé para qué sirve la literatura, pero sé que no sirve para hacer mejores a las personas ni para cambiar el mundo. Ahora bien, quizá pueda servir para que el lector sea menos inconsciente de sí mismo y del mundo en el que vive. Más que para generar espacios de conciencia, para reducir espacios de inconsciencia. Decía Sender que la misión del escritor es señalar el mal, acotarlo. Y eso ya es una manera de contenerlo. Y el mal parte, muchas veces, de la inconsciencia.

XL. En una familia de militares, ¿cómo vivió usted la idea del patriotismo?

L.S. Te voy a contar una anécdota que, creo, puede responder a esto. Una de las primeras veces que fui al País Vasco –la atención a mis novelas de guardias civiles siempre ha sido buena allí–, una periodista empezó la entrevista con la siguiente cuestión: «Siendo usted hijo y nieto de militares, ¿cómo lo adoctrinaron respecto de la unidad de España?».

«Cuando era niño y ETA mataba a un militar, la gente decía: 'Hombre, ese ya sabía dónde se metía'. Y yo pensaba: '¿Por qué a esta gente le importa tan poco si mañana matan a mi padre?»

XL. ¿Y qué respondió?

L.S. «Mire, yo no sé lo que pasa en otras casas, pero cuando mi padre volvía del cuartel se ponía las zapatillas, se tumbaba en el suelo y montábamos juntos el Scalextric». Mi padre nunca me adoctrinó sobre la unidad de España ni sobre la patria ni sobre nada. Hasta el punto de que nunca he tenido un sentimiento patriótico intenso. Juré bandera porque, si no, me metían en la cárcel. No me trataron mal en la mili, pero me sentí bastante prisionero. Yo quería leer a Proust y no marcar el paso en el patio de armas. Dicho esto, me he mantenido ahí todos estos años.

XL. ¿Mantiene hoy similares posiciones a las de su veintena?

L.S. Así es, y es algo que a veces me desconcierta de mí mismo. Cuando yo tenía 18 años, algunos mayores me decían: «Tú ahora eres tan rojo porque eres joven; de mayor pensarás de otra manera». Y mira, cuando era joven, me sentía de izquierdas y, 40 y tantos años después, también. Nada me ha movido de ahí. Y sobre la patria creo que ni la patria ni las instituciones del Estado son de nadie. Me subleva que se intente patrimonializar el Ejército, la Policía o la Guardia Civil. Eso es usar los símbolos e instituciones de todos en beneficio propio.

XL. ¿Y le persiguió de niño esto de ser hijo de militar?

L.S. No, pero viví en un barrio de Madrid donde nuestros padres eran un objetivo –a un vecino lo mataron con una bomba lapa bajo su coche–. Y cuando iba al colegio, en los ochenta, y salía este tema, el comentario era: «Hombre, el militar ya sabe dónde se mete; se lo ha buscado». Tenía 13 años y pensaba: «¿Por qué a esta gente le importa tan poco si mañana matan a mi padre?».

XL. La indiferencia...

L.S. Indiferencia, eso es. Mientras ETA solo mató uniformados, mucha gente convivió con ello como si no fuera su problema.

XL. ETA y su entorno se dicen de izquierdas. ¿Le incomoda?

L.S. Cada uno se autoproclama como le da la gana, pero autorizar, ejecutar y aplaudir el asesinato de quienes no piensan como tú, además del de niños y transeúntes, no es mi idea de ser de izquierdas, precisamente. De izquierdas fueron quizá los del comando que asesinó a Heydrich, uno de los mayores criminales nazis y al que mataron de frente. Pero no veo nada heroico ni de izquierdas en poner bombas en cualquier sitio y andar por ahí pegando tiros en la nuca.


Guerra sucia medieval

La secta de los asesinos

«Esto de la guerra sucia viene de muy antiguo –explica Silva–. Lo cuenta Yuval Harari en un libro iluminador: Operaciones especiales en la edad de la caballería. Nos muestra cómo, en la Edad Media, supuestamente regida por el ideal caballeresco, al que se sometían los reyes, hubo infinidad de operaciones encubiertas en las que se recurría al engaño, a la compra de traidores... Las fortalezas inexpugnables, de hecho, casi siempre se conquistaban comprando a alguien en su interior que, llegada la noche, abría las puertas de la ciudad a las 'fuerzas especiales' del ejército en cuestión y tomaban la plaza. Como caso extremo de todo esto, Harari habla de los nizaríes, la secta de los asesinos [los hashshashin], que infiltraban a sus agentes como hacen hoy los espías. Es decir, vivían como si fueran lugareños para estudiar a su objetivo, acercarse a él y, finalmente, matarlo. Y lo mataban en público, a modo ejemplarizante. Se hicieron tan odiosos que cuando llegaron los mongoles a su territorio, por Siria e Irán, los exterminaron a todos. Y la conclusión de Harari es que quienes han recurrido en la historia a la guerra sucia ganaron algunas batallas, pero perdieron las guerras».


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