Un día de 2009 —no recuerda cuál—, Andrew Hogan tomó una decisión: detener a Joaquín Guzmán, el Chapo, el hombre que durante 25 años fue responsable de la mitad del consumo de cocaína en Estados Unidos. Quizá Hogan, exagente de la DEA, tomó la decisión al
estudiar el expediente del jefe del cártel de Sinaola. Todos querían echarle el guante. No solo la Policía de su país, de México, Colombia o Guatemala, también sus rivales. Durante años, sicarios de otros narcojefes habían tratado de dar con él. Mataron, torturaron y decapitaron a centenares de personas. Pero el Chapo seguía vivo.
Una y otra vez, Guzmán había salido indemne de atentados perpetrados por los hermanos Arellano Félix, sus enemigos del cártel de Tijuana. Habían matado a su brazo derecho, Armando López, secuestrado y torturado a seis de sus hombres, e hicieron estallar un coche bomba frente a una de sus casas.
Terminaron por seguirlo hasta el aeropuerto de Guadalajara, donde un grupo de pistoleros debía acribillarlo en su Mercury Grand Marquis de color blanco. Dispararon centenares de balas. Pero el automóvil resultó ser otro Grand Marquis y su pasajero, el cardenal Posadas Ocampo, arzobispo de Guadalajara. El Chapo iba metros por detrás y aprovechó la confusión para huir y esconderse. Ocho años después, en 2001, también escapó del Altiplano, una cárcel de máxima seguridad mexicana, desde la cual siguió dirigiendo el cártel de Sinaloa y recibió a decenas de prostitutas.
En 2009, el Chapo acumulaba más poder que nunca. Obsesivo, no dejaba nada al azar. Apenas sabía leer y escribir, pero tenía el cacumen de un consejero delegado, realizando constantes cálculos sobre drogas, dinero y los niveles de confianza y miedo que convenía inspirar en cada momento. La revista Forbes lo consideraba la 41 persona más poderosa del mundo y la 701 más rica. Hogan explica: «Nunca establecí vinculación emocional con este individuo, con su leyenda, el mito. Nunca caí en la trampa de creerme la propaganda, a diferencia de tantos otros».
Hogan —que ha colaborado con el escritor Douglas Century en la elaboración del libro Hunting el Chapo (‘A la caza del Chapo’)— también es, como el Chapo, un hombre obsesivo que nunca deja nada al azar. Precavido, no revela detalles sobre su familia, el lugar donde reside o su empleo actual. Él es, ante todo, un cazador. De los de verdad. Un tipo del campo, crecido en Kansas, que con 8 años salió a cazar por primera vez con su padre. «No hay mejor sensación —asegura— que estar escondido a la espera de que tu presa salga. Todo es silencio, paciencia y concentración. Entonces llega el momento: tu presa se convierte en tu trofeo».
En lo referente al Chapo, Hogan indica: «Muchos compañeros me decían: ‘Pierdes el tiempo’. Pero para mí lo mejor es la cacería. El desafío. Daba igual que habláramos del Chapo o de Papá Noel. Era preciso capturarlo».
En Arizona, Hogan y un colaborador —al que llama Diego— recibieron un soplo. Una mujer vinculada al cártel necesitaba que alguien le blanqueara millones de dólares (los narcos siempre andan necesitados de operadores para el blanqueo). Diego se reunió con la mujer, que, tras interrogarlo, lo puso en contacto con una segunda mujer, quien, tras interrogarlo, lo puso en contacto con unos individuos de la cúspide del cártel. Diego preguntó de quién era el dinero que se debía blanquear. «De él —le dijeron—. Del Chapo».
Y Hogan y Diego empezaron a blanquear billetes. Llegaban en constantes remesas: 544.000 dólares, 560.000 libras esterlinas, 800.000 dólares canadienses… Transferían la ‘pasta’ a una cuenta del Deutsche Bank en Nueva York y, de allí, a otra en México.
Hasta que un día el Chapo solicitó un nuevo encargo: ¿podían entregar 1,2 millones de dólares en un parking de México D. F. al día siguiente? El Chapo les pedía que cruzaran la frontera y bajaran a México: su territorio. Hogan transportó el dinero en un avión privado y condujo hasta el aparcamiento. El hombre del Chapo tenía una cicatriz bajo un ojo. El tipo cogió el dinero y, poco después, Hogan solicitó el traslado a México.
¿Qué sentía entonces? Es preciso recordar lo que le sucedió a Enrique Camarena Salazar, un agente de la DEA que se infiltró en un cártel mexicano en los ochenta. Desenmascarado, a Camarena le hicieron trizas la nariz y los pómulos, le fracturaron las costillas, le estrujaron la tráquea y le perforaron el cráneo con un taladro mientras le inyectaban metanfetamina para que no perdiera el conocimiento. Hogan estaba casado y tenía hijos pequeños. «Si eres de la DEA, ya sabes que trabajar en un país extranjero conlleva peligros reales —dice—. Debes evaluar riesgos minuto a minuto, fijándote en lo que sucede alrededor. Nunca sabes quién puede estar vigilándote: miembros del cártel o el propio Gobierno. Debes andar con los ojos bien abiertos, como un patrullero por un barrio peligroso».
El cazador hace entonces una pausa. «A veces te entran escalofríos. El truco está en manejarte con el miedo, en abrazar el miedo, respirar a través del miedo que sientes; y en continuar adelante y dar el siguiente paso. Es la vida que he escogido. Siempre estoy dispuesto a dar el siguiente paso».
Una vez en Ciudad de México, Hogan se acostumbró a moverse como un patrullero por un barrio peligroso. Observaba a la gente, los coches, trataba de detectar a un fulano con una cicatriz en la cara… Y fue haciendo progresos.
En 2012, época de su traslado, la DEA se había infiltrado en el sistema de mensajería de las BlackBerry del cártel. Con un GPS, vieron que el móvil del ‘señor de los narcos’ se hallaba en una de sus mansiones, en una calle sin salida de la turística Cabo San Lucas. La Policía Federal rodeó la calle, registraron la vivienda…, pero se escabulló. Una vez más.
En el D. F., Hogan peinó los mensajes de las BlackBerry. Los SMS rebotaban de uno a otro destinatario, hasta llegar a los lugartenientes del Chapo. Comprendió que necesitaba desenmarañar el funcionamiento de toda la estructura organizativa del Chapo. Llamó a especialistas en tecnología del Departamento de Interior y de la DEA. Obtuvo las órdenes judiciales pertinentes, que las telefónicas estaban obligadas a acatar. Efectuó un análisis estadístico: frecuencia de mensajes a los números tal, localización por GPS… Leyó los SMS. Descifró los códigos, los patrones a partir de los apodos de los destinatarios. Puso una pizarra en la pared y elaboró un gráfico. «Me fijo en los detalles, las pequeñas cosas —revela—, pero con la imagen de conjunto siempre presente».
Hogan seguía adelante. Reparó en que los mensajes seguían patrones específicos: había núcleos principales y elementos periféricos. Prestó atención a los apodos: Tocallo, Lic F, Lic Oro, Chuy, Sixto, Pepe, Fresna, Turbo. Chuy se hacía con la coca en Colombia y Venezuela. Pepe operaba en las selvas de esos países. Sixto era un piloto. Fresna se encargaba de las pistas de aterrizaje.
Tocallo, posiblemente, tenía que ver con la palabra ‘tocayo’. Hogan se dijo que quizá se tratara de uno de los hijos del Chapo, conocido por sus Ferraris y sus pistolas engastadas con piedras preciosas. Y quizá el Suegro era el padre de la quinta esposa del Chapo, Emma Coronel Aispuro, una chica de 20 años.
Con la ayuda de un funcionario de Interior estadounidense, al que llama Brady Fallon, Hogan comenzó a reconstruir la vida entera del Chapo. El estudio de los mensajes le indicó que había alguien situado un escalafón arriba: el Cóndor. Los demás enviaban mensajes al Cóndor y le decían que saludara al Gerente o al Señor de su parte. Hogan concluyó que era el asistente personal del Chapo y ahora se encontraba en situación de leer los textos dirigidos al propio Chapo… Con las respuestas de este último.
Algo empezaba a quedar claro. El Chapo controlaba cada detalle. Seguía el recorrido de los alijos y del dinero; trataba de ahorrar gastos. Pero había más. Recibía informes del Ejército y la Policía con regularidad. Por eso siempre sabía de antemano por dónde iban a venir. Además, estaba obsesionado con «los hoyos»: sus ingenieros habían excavado decenas de túneles, la mayoría bajo la frontera con Estados Unidos, y era un adicto al trabajo. Cuando quería relajarse, hacía que le enviaran un listado de prostitutas; elegía a una de ellas y hacía que un chófer recogiera a la mujer —a la muchacha, con frecuencia— y la llevara a su casa. Poco después se ponía a trabajar otra vez.
Al examinar las coordenadas del GPS, Hogan advirtió que formaban «una diana» con su centro en Culiacán (Sinaloa), cuna de muchos miembros del cártel. En el mapa de Hogan, el centro de la diana no lo ocupaba una casa, sino muchas.
Un día, Hogan se topó con un mensaje especialmente interesante: el Chapo quería ver a uno de sus secuaces. Envió a uno de sus chóferes, el Nariz, a recogerlo. Había desaparecido coca y aquel tipo era el responsable. Hogan siguió el rastro de su móvil con el GPS. ¿Podría el Nariz conducirlo hasta el Chapo? Pero el Nariz desconectó el teléfono mientras trasladaba por Culiacán al miembro del cártel señalado. El conductor se andaba con cuidado, hasta que de pronto volvió a conectarlo para enviar un SMS: «Abra la puerta». La verja automática del Chapo se había quedado atascada. ¡Bingo! Hogan había dado con su hombre.
¿Siguiente paso? Organizar un operativo con la infantería de marina mexicana, que proporcionó helicópteros, camiones y decenas de hombres. Pero el tiempo apremiaba, ya que el Chapo también observaba a Hogan con sus propios informantes. El agente de la DEA indicó a los marines que diseminasen información falsa. Que el despliegue respondía a unas simples maniobras. Estudió las respuestas. La gente del Chapo se lo había tragado. Por el momento.
Los marines y Hogan volaron a Culiacán e irrumpieron en las cinco casas seguras del capo. El mobiliario era barato, con sofás de polipiel, pero las puertas eran de acero reforzado. Encontraron droga; Cialis, un fármaco para la disfunción eréctil; y varias gorras de béisbol del Chapo. Hogan cogió una de ellas y se cubrió la cabeza.
En el cuarto de baño de una de las casas se tropezaron con una bañera que pendía de una polea hidráulica. Y debajo había un túnel. Los marines se aventuraron por el interior. El Chapo se había escabullido por las cloacas de Culiacán.
Le siguieron la pista tres días y lo cazaron. Tras huir en paños menores, uno de sus hombres lo había llevado en coche hasta Mazatlán, donde se refugió en un hotel con su mujer y sus hijas gemelas. Hogan estuvo presente cuando lo encontraron. Había seguido el rastro dejado por la coca. Había seguido el rastro del dinero. Había leído sus mensajes. Y ahora estaban el uno frente al otro, cara a cara. Hogan llevaba puesta la gorra del Chapo. «Hola, Chapo, ¿qué tal?», saludó.
Lo que pasó después ya es historia. Encerraron al Chapo. Se fugó y se ocultó en las montañas. Se reunió con la actriz Kate del Castillo y el actor Sean Penn y volvieron a detenerlo el 8 de enero de 2016. Un año después fue extraditado a Estados Unidos, el día anterior a que Donald Trump tomara posesión, en un intento del Gobierno mexicano por congraciarse con el nuevo presidente.
El 17 de julio de 2019 Joaquín Guzmán fue condenado a cadena perpetua por delitos de narcotráfico, más 30 años por violencia con armas y otros 20 por lavado de activo. Cumple su condena en la prisión ADX Florence, una de las prisiones de máxima seguridad de Estados Unidos, conocida como el 'Alcatraz de las Montañas Rocosas'.
Pero la historia de la organización de el Chapo está lejos de acabar. Aunque más débil respecto a otros carteles de narcotraficantes, no deja de proporcionar titulares. En enero fue detenido Ovidio Guzmán, alias Ratón, uno de los hijos del Chapo, en un operativo que dejó 29 muertos, diez de ellos de las Fuerzas Armadas.
Ahora, ha sido condenado por narcotráfico el que fuera el responsable de la lucha contra el narcotráfico en México. Y no es una errata. Un tribunal de Estados Unidos ha considerado probada la colaboración de Genero García Luna con el cartel de Sinaloa de Joaquín Guzmán entre 2012 y 2016, cuando era el jefe de seguridad pública bajo la presidencia de Felipe Calderón. Es el funcionario mexicano de más alto rango en ser juzgado en Estados Unidos por narcotráfico y el caso muestra los amplios tentáculos de los carteles y por qué llegar a detener a sus líderes es tan difícil.
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