El extraordinario don de Rebeca Atencia
Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
El extraordinario don de Rebeca Atencia
Estaba marcando árboles, poniendo carteles con sus nombres para luego anotar los datos de alimentación de los chimpancés. Rebeca Atencia, veterinaria española, clavaba los marchamos en los troncos y el tac-tac de sus martillazos se expandió por la selva. «De repente oigo algo a mi izquierda. Y lo veo a mi lado. Todo hinchado. Enorme. No reaccioné bien porque, en vez de alejarme o mostrar sumisión, lo miré y le dije: '¿Qué pasa?'. Y me eché un poco hacia delante. Se lo dije en castellano, imagínate. Fue como retarlo. Por eso saltó y me mordió en la cabeza», cuenta Rebeca.
Chinois, un chimpancé macho adulto, la atacó porque él también hacía tac-tac sacudiendo árboles para atraer a una hembra en celo. El ruido de Rebeca le pareció la provocación de un rival. Y la mordió. La cabeza de Rebeca hizo crac y la sangre le caía en cascada por la cara. «Un poco más y pierdo un ojo», dice. Pero el peligro no había terminado. Desde el suelo oyó a Chinois hacer la llamada de ataque. De caza. «Y yo era la presa. Vi una hilera de chimpancés que se acercaban, todos erizados. Venían hacia mí enfadadísimos. Pensé: 'Ya; se acabó'.
De repente, el que iba el primero se paró, puso los brazos en el suelo, se dio la vuelta y se encaró con Chinois. Estaba delante de mí con una espalda enorme. ¿Sabes que los chimpancés adultos parecen gorilas? De repente se gira, me mira a los ojos y me hace saber que es mi amigo. Era Kutú: yo lo había curado durante un montón de tiempo. Con la mirada me dijo: 'Vete'. Lo entendí. Me levanté y me fui».
Kutú le salvó la vida, se interpuso entre ella y los atacantes. La protegió porque la conocía y estaba agradecido. Rebeca anduvo casi dos horas hasta llegar al campamento empapada en sangre, temiendo desmayarse: «Iba pensando: 'Si consigo sobrevivir a esto y tengo un hijo, lo llamaré Kutú'», cuenta.
Este incidente es una de las muchas aventuras que Rebeca ha vivido en los veinte años que lleva en la República del Congo trabajando con chimpancés. Ella y el fotógrafo Fernando Turmo llegaron en 2004 a trabajar en un proyecto de reintroducción de primates heridos de la ONG Help Congo. Cuando la primatóloga Jane Goodall visitó el centro y vio cómo se desenvolvía esta gallega de Ferrol, entonces de 27 años, le propuso dirigir el centro de Tchimpounga del Instituto Jane Goodall, donde se ocupan de la protección del hábitat y la rehabilitación y reinserción en la selva de chimpancés y otras especies. Es un santuario de 90.000 hectáreas donde trabajan más de cien empleados. Dirigir aquello es todo un reto.
En el libro Viviendo entre chimpancés (Ediciones del Viento), Fernando Turmo relata e ilustra con sus fotografías las mil vicisitudes que han vivido allí. En esos años fueron padres de los mellizos Kutú y Carel, que vivieron hasta los 7 años en el Congo y que cuando se mudaron a España no sabían qué era granizo, tranvía o escaparate.
Ahora los niños, de 12 años, residen en Madrid y sus padres (separados) se turnan para atenderlos. Rebeca no puede pasar mucho tiempo lejos de Tchimpounga. Va y viene. Tiene mucho que hacer. Al principio, lo más complicado, cuenta, no fueron las tareas veterinarias o los peligros habituales (serpientes, elefantes, ataques de chimpancés salvajes, fugas de los animales que ellos cuidan, las peleas o las enfermedades), sino la gestión de un centro con trabajadores de distintas tribus. Una de sus prioridades fue la organización. Nombró jefes de sección y dio responsabilidad a mujeres, e incluso las eligió para conducir los todoterrenos (y disminuyeron los accidentes).
No ha sido fácil. Costó mucho que aceptaran los cambios. «Aprendí francés leyendo la legislación, redactando cartas disciplinarias. Me lo sé todo, leyes y reglamentos. Tenían el concepto de que el jefe tiene que ser alguien muy fuerte y yo nombré a chicos delgaditos que se entendían bien con los chimpancés. No hice diferencias de tribus, de sexo o de fortaleza física, me fijé en las cualidades. Ha sido un aprendizaje de vida. Soy veterinaria, no me enseñaron finanzas o gestión, las aprendí sobre el terreno», explica.
Aprendió también a soldar, a arreglar motores, a calcular los ladrillos y cemento necesarios para levantar un dormitorio de chimpancés... «De pequeña me daba miedo subir en ascensor y ahora conduzco un todoterreno, me voy a la selva y si hay un tronco bloqueando mi camino me bajo, lo corto con una motosierra y sigo».
Lo normal es la falta de rutina. «Lo bonito de este trabajo es que nunca sabes dónde vas a dormir. A lo mejor te llaman porque hay una tortuga con un anzuelo en un parque vecino. Cojo el coche y venga. Por el camino compramos unas sardinas y dormimos con una mosquitera donde sea». O toca reunión con un ministro en la ciudad de Pointe-Noire, dar una charla en una aldea, viajar a otro parque a atender a un gorila o emprender algo nuevo. Han puesto en marcha varias iniciativas, como un equipo de perros (adiestrados en Galicia) para localizar el tráfico ilegal de fauna salvaje.
Detectan marfil, pelo de chimpancé, de gorila o escamas de pangolín. Desde que los perros entraron en acción se han multiplicado los rescates, sobre todo de pangolines. Y tienen también un programa educativo para concienciar contra la caza y la domesticación de chimpancés. «El chimpancé no es solo un termómetro de la selva, también lo es del planeta. Si permitimos que se extinga, habremos cruzado una línea roja que nos pone en peligro», explica Fernando Turmo. Y están en serio peligro: se calcula que quedan 300.000 y ya han desaparecido de Togo, Benín y Ghana.
La Policía recupera a algunas crías supervivientes de las cacerías. «Cuando llegué, robaban entre diez y doce chimpancés al año, que parece muy poco, pero por cada chimpancé recuperado sabemos que han muerto otros diez porque matan a toda la familia. Las crías ven cómo descuartizan a sus madres. Quedan traumatizadas. El proceso de rehabilitación y de reintroducción en la selva luego es muy largo y difícil», explica Rebeca.
En Tchimpounga acogen a las crías rescatadas. Llegan aterradas, con la mirada perdida. Gritan si las tocan. «Huyen de ti. Lo primero que tenemos que hacer es curar ese trauma», dice la veterinaria. Les asignan una madre humana que se ocupa de la cría día y noche. Con el tiempo van confiando. «Llega un momento en el que se dan cuenta de que los estás protegiendo y se vuelven lapas», explica Rebeca. Poco a poco se van integrando en grupos.
No es fácil: hay peleas, rechazos... Su regreso a la vida salvaje es gradual. El recinto está vallado y los chimpancés duermen en dormitorios hasta que están listos para volver a la selva. Entonces los sueltan en tres islas del río Kouilou, en un entorno controlado. Aun así, a menudo sucumben a los ataques de chimpancés salvajes. Así murieron Chinois y Kutú. «Las reintegraciones son difíciles. Tienes que crear una comunidad donde haya diversidad de machos y hembras y ya esté hecha la dominancia», explica Rebeca.
Luego les toca lidiar con la ley de la selva. Un gran peligro son los elefantes. «Frente a ellos te sientes nada. Si te empieza a perseguir uno, tienes que correr en zigzag. Pero en la selva no es fácil moverte: nosotros usamos las sendas que abren los elefantes».
Los han atacado varias veces. «Yo me comunico con los chimpancés y ellos conmigo. Si hay un peligro, es para todos. Me avisan cuando viene un elefante», cuenta Rebeca. Una vez casi la matan. Fue a por ella un ejemplar enorme. Y una chimpancé de 4 años que estaba muy unida a ella se le subió encima buscando protección. Se aferraba a su cuello y le impedía correr. Rebeca se salvó de milagro colándose en una guarida de animales, en un estrecho pasillo entre zarzas. «Crees que vas a morir y la adrenalina te sube a tal nivel que cuando ha pasado es una increíble sensación de supervivencia», cuenta Rebeca.
«Los chimpancés también nos atacan. Es raro, pero ocurre. Formas parte de la selva y te puede pasar. Las hembras cambian de una comunidad a otra buscando machos nuevos. Los machos dan muestras de dominancia y si te pilla en medio te pueden hacer daño», asegura la veterinaria. Es lo que pasó cuando Kutú la salvó.
En su día a día hay riesgos, imprevistos, disgustos, papeleo, adrenalina... Pero está encantada. Vive su sueño: «Desde pequeña quise trabajar con animales salvajes y darles libertad y bienestar, y lograr un equilibrio entre la selva y la humanidad. Mi sueño no ha cambiado».