El tipo regordete está recostado en su lectus tricliniaris comiendo uvas de un frondoso racimo, mostrando una pasiva indiferencia ante la loca fiesta sexual que se celebra a su alrededor. ¿Imaginan la escena? Es típica de una película sobre Nerón. Los fotogramas de Hollywood han
expandido la idea de la bacanal romana, de un desenfreno casi cotidiano entre las élites de la Antigua Roma. Pero según Paul Veyne, arqueólogo, historiador y experto en la Roma Antigua, los romanos eran mucho más comedidos de lo que imaginamos. Había unas normas precisas alrededor de las relaciones sexuales, algunas bastante chocantes: había que hacerlo solo por la noche, la habitación no podía estar plenamente iluminada y ni hablar de que la mujer se desnudase del todo.
La esposa –cuenta Veyne– «no era nada más que uno de los elementos de la dotación de la casa». Su cometido era tener hijos y redondear el patrimonio familiar. Igual que un patricio romano era dueño de sus esclavos lo era de su mujer y de sus hijas. La esposa era tan insignificante que incluso se podía intercambiar con un amigo. Y si el hombre creía que el hijo que esperaba su mujer no era suyo podía decidir la muerte de la criatura.
La esclava tenía menos consideración todavía. El amo disponía de ella a su antojo: era una muestra de poder y virilidad. Si la chica se quedaba embarazada, lo más probable es que la obligaran a abandonar al recién nacido.
El infanticidio no era cosa solo de ricos, también lo practicaban los pobres, a menudo recurrían a ello porque no podían alimentar una nueva boca y albergaban la ilusión de que algún rico encontrara al bebé y se lo quedara. También en las élites se optaba por el infanticidio si el nuevo miembro de la familia iba a desequilibrar repartos de herencias y fortunas.
En cuanto a la homosexualidad se establecieron distinciones: entre el hombre libre o el esclavo y entre la actividad y la pasividad. Por supuesto, el amo podía sodomizar al esclavo. Igual que el soldado lo hacía con los enemigos vencidos. Ah, pero el homófilo pasivo era despreciado. Mejor que no se lo notaran a quien lo fuera. Si su indumentaria, dicción, gestos o andares lo delataban estaba perdido. Si era soldado, lo expulsaban del ejército. El hombre debía ser viril. Todo debía serlo: los falos estaban muy presenten en ‘graffitis’ y figurillas.
El machismo imperaba en todo. También en el matrimonio, claro. La obligación de la esposa era obedecer al marido. No choca que hubiera una crisis de nupcialidad hacia el año 100 a. C. Como el matrimonio era fundamental, el emperador Augusto dictó unas leyes para impulsarlo.
No se pasaba por capilla, no existía tal ceremonia. El matrimonio era un acto no escrito (sólo existía un contrato de dote). Era incluso informal, un acontecimiento privado, como ahora lo es el noviazgo. Y sin embargo, resultaba crucial establecer si los cónyuges estaban unidos en justas bodas, puesto que el matrimonio creaba efectos de derecho sobre los hijos.
El divorcio era tan fácil de obtener y tan informal como el matrimonio. Bastaba con que uno de los dos quisiera divorciarse para que la separación fuese efectiva.
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