La historia del más heroico de los fracasos

La expedición británica al Polo Sur

La historia del más heroico de los fracasos

El británico Robert Scott y sus hombres pretendían ser los primeros en alcanzar el Polo Sur. Fracasaron. Cuando llegaron, en enero de 1912, comprobaron que el noruego Amundsen lo había logrado 35 días antes. La terrible decepción acabó por agotarlos. No lograron regresar. Murieron los cinco. Pero eso no impidió que fuesen considerados unos héroes ni que aún resulten conmovedoras las cartas que Scott escribió a su mujer mientras agonizaba. Recordamos su gesta.

Jueves, 21 de Noviembre 2024, 16:08h

Tiempo de lectura: 7 min

Mi queridísima esposa: estamos en una situación muy difícil, y albergo serias dudas sobre si seremos capaces de salir de ella... Si algo me ocurre, me gustaría que supieras cuánto has significado para mí y cuántos maravillosos recuerdos me acompan

̃an en la hora de mi partida. También quiero que te consueles sabiendo que no he sufrido ningún daño y que abandono este mundo libre de sufrimiento y lleno de salud y vigor. [...] Querida, no es fácil escribir por el frío: estamos a –70º C y la tienda es nuestro único refugio. Sabes que te he amado, que mis pensamientos han estado siempre contigo y debes saber que para mí lo peor de esta situación es saber que no te volveré a ver. Hay que afrontar lo inevitable. Tú me animaste a liderar esta expedición y sé que eras consciente del peligro que entrañaba. Lo he hecho bien, ¿no crees? Dios te bendiga».

Dentro de una pequeña tienda en medio de la ventisca, a 70 grados bajo cero, Scott escribía a su mujer: «Hay que afrontar lo inevitable»

Estos fragmentos de la última carta del capitán Robert Scott a su mujer –con el encabezamiento «A mi viuda»– son el epílogo de una de las mayores y más heroicas gestas polares de todos los tiempos. En una carrera por ser los primeros en llegar al Polo Sur, ingleses y noruegos realizaron una durísima travesía por el interior de la Antártida. Por parte de los noruegos, la empresa estaba encabezada por Roald Amundsen, gran experto en travesías polares, magnífico esquiador y un veterano en el uso de trineos arrastrados por perros. Por parte de los ingleses, la dirección recaía en Robert Falcon Scott, capitán de la Royal Navy, hombre de salud delicada pero de gran determinación y con una importante experiencia en expediciones polares.

Robert Facon Scott. «Nuestros cadáveres contarán nuestra gesta» escribía en el desierto polar poco antes de morir.

Cada uno tomó sus decisiones creyéndolas acertadas y cada uno jugó sus cartas como mejor supo. El resultado es el ya conocido. Cuando Scott y sus hombres llegaron al Polo Sur al borde del agotamiento el 13 de enero de 1912, encontraron con que Amundsen se les había adelantado: había logrado llegar el 14 de diciembre de 1911, apenas un mes antes, arrebatándoles la gloria de la victoria.

La tragedia paso a paso

Preparando el viaje

El capitán Robert Scott escribe su diario en su refugio cerca del Polo. La Expedición Antártica Británica, que él protagonizó, también es conocida como Terra Nova por el nombre del barco que los llevó hasta allí. Este espacio y su contenido se conserva en homenaje a Scott y su equipo.

La despedida

9 de febrero de 1911. Los hombres de Scott dicen adiós al barco Terra Nova, que abandona la Antártida. El equipo inicial lo integraban 30 personas. Para el tramo final fueron elegidos cuatro, además de Scott. En total, recorrieron más de 2000 kilómetros en condiciones inhumanas.

El cumpleaños

Scott, presidiendo la mesa, celebra su 43 cumpleaños –el 6 de junio de 1911– en el cabo Evans. El capitán sabía que Amundsen estaba intentando llegar al Polo Sur al mismo tiempo que él, pero eso no lo detuvo. Tampoco lo hicieron las condiciones climatológicas, que fueron nefastas, con 70 grados bajo cero y tormentas.

¿El error?

Una de las diferencias entre Scott y Amundsen fue el transporte. Amundsen usó solo trineos tirados por perros, mientras que Scott los combinó con otros tirados por personas. Para los exhaustos hombres de Scott, tirar de los trineos con material científico –al que no renunciaron– y provisiones resultó una tortura.

El final

Primero murió Evans; luego, Oates. Scott, Wilson y Bowers caminaron un mes más, hasta que una ventisca les impidió seguir. Murieron en marzo de 1912. Ocho meses después, un equipo de rescate descubrió los cadáveres en una tienda. Levantaron un montículo de nieve sobre el que fijaron una cruz de madera con sus nombres.

Aquello fue el principio de una de las tragedias que siguen conmoviéndonos como si hubiera sucedido ayer. Agotados y desalentados por la derrota, Scott, el médico y zoólogo Edward Adrian Wilson, el contramaestre Edgar Evans, el teniente Henry Robertson Bowers y Lawrence Edward Grace Oates emprendieron una lenta marcha de regreso de la que ninguno saldría vivo.

Oates, con una herida gangrenada, no quería ser una carga. El día que cumplía 32 años, salió de la tienda. No volvió jamás

El 17 de febrero Evans, enfermo de escorbuto, herido en la cabeza al caer en la grieta de un glaciar y con las facultades mentales perdidas desde hacía días, murió agotado cerca del glaciar Beardmore. Aunque sabían que su situación era irreversible, ninguno de sus compañeros dudó en arrastrarlo en un trineo durante sus últimos días, cuando ya era imposible que avanzara por sí mismo, a pesar de que todos necesitaban reservar sus fuerzas para intentar salvarse.

Un mes después, tras largos días sufriendo congelaciones, mala alimentación, deshidratación y agotamiento, Oates llegó a la conclusión de que una antigua herida de guerra,  que se le había gangrenado a causa del escorbuto, lo dejaba sin opciones de salvación. Oates sabía que sus compañeros no lo abandonarían jamás y sabía, igualmente, que ya no les quedaban energías para heroísmos, así que decidió darles una oportunidad a sus compañeros librándolos de su pesada carga. Al anochecer del 17 de marzo, día de su 32 cumpleaños, salió de la tienda comentando con ligereza: «Voy a salir. Posiblemente, me quede algún tiempo». Luego se alejó en medio de la ventisca para no volver jamás.

Un amigo. Tom Crean, ‘el gigante irlandés’, de gran fuerza física y mental, participó en tres de las cuatro expediciones antárticas inglesas. Scott contó siempre con él. Aunque no integró el equipo final, fue condecorado por caminar 30 millas solo y con escorbuto para salvar a un compañero. Luego formó parte del equipo que encontró los cadáveres de Scott, Wilson y Bowers. Después regresó a Irlanda y abrió un pub.

Por desgracia, su sacrificio fue en vano. Trece días más tarde Bowers, Wilson y Scott, completamente exhaustos, desnutridos y congelados, morían en su tienda a apenas 11 millas del Depósito de una Tonelada, la reserva de alimento y combustible que los habría salvado. Fue en la tienda durante sus últimos días donde, incapaces de salir debido a una terrible tormenta, Scott terminó su diario y escribió las cartas que conmoverían al mundo.

Murieron exhaustos, desnutridos y congelados a solo 18 kilómetros de la base que los habría salvado

A la madre de su amigo Wilson, al que veía agonizar junto a él, le escribió: «Mi querida señora Wilson, si esta carta llega a sus manos, sepa que Bill y yo hemos fallecido juntos. Tenemos las horas contadas y deseo que sepa el espléndido comportamiento que ha tenido Bill en los últimos momentos. Se ha mostrado en todo momento alegre y dispuesto a sacrificarse por los demás, y no me ha dirigido una sola palabra de reproche por haberlo metido en esta situación... En sus ojos brilla una serena mirada de esperanza y su mente está tranquila por la confianza que le da considerarse parte del gran orden divino. No puedo brindarle otro consuelo que el de decirle que ha muerto como vivió: como un valiente, un hombre a carta cabal, un excelente compañero y un fiel amigo».

La viuda. «Querida, quiero que lleves esto de una forma serena. Nuestro hijo te servirá de consuelo», le escribía Scott, agonizante, a su mujer, Kathleen –escultora–, y la animaba a volver a casarse. «Cuando aparezca el hombre adecuado, debes volver a ser feliz». Lo hizo: diez años después se casó con un político. Su hijo, Peter, fue un celebrado ornitólogo y conservacionista que logró el título de Sir que su padre no obtuvo, pese a su gesta.

Scott, con su último aliento, quería dejar en sus cartas constancia del valor y el esfuerzo que habían realizado. A su viuda le decía: «Espero ser un buen recuerdo para ti. Tengo la certeza de que mi final no es nada de lo que avergonzarse y creo que será motivo de orgullo para nuestro hijo».

A un buen amigo, padrino de su hijo, le escribió: «Mi querido Barrie, vamos a palmarla en un lugar muy incómodo. Espero que alguien encuentre esta carta y te la mande. Te envío unas palabras de despedida. No temo en absoluto la muerte, pero me entristece perderme muchos de los modestos placeres que planeaba disfrutar durante nuestras largas marchas. Puede que no haya demostrado ser un gran explorador, pero hemos realizado la marcha más extraordinaria que se haya hecho nunca y hemos estado muy cerca de alcanzar un enorme éxito. Adiós, mi querido amigo»

Y por último: «Si hubiéramos vivido, habría podido contar una historia acerca de la resolución, la entereza y el coraje de mis compañeros que habría conmovido el corazón de todos y cada uno de los ingleses. Tendrán que ser estas improvisadas notas y nuestros cadáveres los que la cuenten».

Puede que no fueran los mejores exploradores polares, puede que no consiguieran llegar primero a la meta del Polo Sur, puede incluso que la historia les designe el papel de perdedores. Pero más allá de la vanidad efímera de una meta geográfica, de lo que no cabe duda es de que Scott y sus hombres fueron, y serán para siempre, unos héroes.


Mi queridísima esposa: estamos en una situación muy difícil, y albergo serias dudas sobre si seremos capaces de salir de ella... Si algo me ocurre, me gustaría que supieras cuánto has significado para mí y cuántos maravillosos recuerdos me acompan

̃an en la hora de mi partida. También quiero que te consueles sabiendo que no he sufrido ningún daño y que abandono este mundo libre de sufrimiento y lleno de salud y vigor. [...] Querida, no es fácil escribir por el frío: estamos a –70º C y la tienda es nuestro único refugio. Sabes que te he amado, que mis pensamientos han estado siempre contigo y debes saber que para mí lo peor de esta situación es saber que no te volveré a ver. Hay que afrontar lo inevitable. Tú me animaste a liderar esta expedición y sé que eras consciente del peligro que entrañaba. Lo he hecho bien, ¿no crees? Dios te bendiga».

Dentro de una pequeña tienda en medio de la ventisca, a 70 grados bajo cero, Scott escribía a su mujer: «Hay que afrontar lo inevitable»

Estos fragmentos de la última carta del capitán Robert Scott a su mujer –con el encabezamiento «A mi viuda»– son el epílogo de una de las mayores y más heroicas gestas polares de todos los tiempos. En una carrera por ser los primeros en llegar al Polo Sur, ingleses y noruegos realizaron una durísima travesía por el interior de la Antártida. Por parte de los noruegos, la empresa estaba encabezada por Roald Amundsen, gran experto en travesías polares, magnífico esquiador y un veterano en el uso de trineos arrastrados por perros. Por parte de los ingleses, la dirección recaía en Robert Falcon Scott, capitán de la Royal Navy, hombre de salud delicada pero de gran determinación y con una importante experiencia en expediciones polares.

Robert Facon Scott. «Nuestros cadáveres contarán nuestra gesta» escribía en el desierto polar poco antes de morir.

Cada uno tomó sus decisiones creyéndolas acertadas y cada uno jugó sus cartas como mejor supo. El resultado es el ya conocido. Cuando Scott y sus hombres llegaron al Polo Sur al borde del agotamiento el 13 de enero de 1912, encontraron con que Amundsen se les había adelantado: había logrado llegar el 14 de diciembre de 1911, apenas un mes antes, arrebatándoles la gloria de la victoria.

La tragedia paso a paso

Preparando el viaje

El capitán Robert Scott escribe su diario en su refugio cerca del Polo. La Expedición Antártica Británica, que él protagonizó, también es conocida como Terra Nova por el nombre del barco que los llevó hasta allí. Este espacio y su contenido se conserva en homenaje a Scott y su equipo.

La despedida

9 de febrero de 1911. Los hombres de Scott dicen adiós al barco Terra Nova, que abandona la Antártida. El equipo inicial lo integraban 30 personas. Para el tramo final fueron elegidos cuatro, además de Scott. En total, recorrieron más de 2000 kilómetros en condiciones inhumanas.

El cumpleaños

Scott, presidiendo la mesa, celebra su 43 cumpleaños –el 6 de junio de 1911– en el cabo Evans. El capitán sabía que Amundsen estaba intentando llegar al Polo Sur al mismo tiempo que él, pero eso no lo detuvo. Tampoco lo hicieron las condiciones climatológicas, que fueron nefastas, con 70 grados bajo cero y tormentas.

¿El error?

Una de las diferencias entre Scott y Amundsen fue el transporte. Amundsen usó solo trineos tirados por perros, mientras que Scott los combinó con otros tirados por personas. Para los exhaustos hombres de Scott, tirar de los trineos con material científico –al que no renunciaron– y provisiones resultó una tortura.

El final

Primero murió Evans; luego, Oates. Scott, Wilson y Bowers caminaron un mes más, hasta que una ventisca les impidió seguir. Murieron en marzo de 1912. Ocho meses después, un equipo de rescate descubrió los cadáveres en una tienda. Levantaron un montículo de nieve sobre el que fijaron una cruz de madera con sus nombres.

Aquello fue el principio de una de las tragedias que siguen conmoviéndonos como si hubiera sucedido ayer. Agotados y desalentados por la derrota, Scott, el médico y zoólogo Edward Adrian Wilson, el contramaestre Edgar Evans, el teniente Henry Robertson Bowers y Lawrence Edward Grace Oates emprendieron una lenta marcha de regreso de la que ninguno saldría vivo.

Oates, con una herida gangrenada, no quería ser una carga. El día que cumplía 32 años, salió de la tienda. No volvió jamás

El 17 de febrero Evans, enfermo de escorbuto, herido en la cabeza al caer en la grieta de un glaciar y con las facultades mentales perdidas desde hacía días, murió agotado cerca del glaciar Beardmore. Aunque sabían que su situación era irreversible, ninguno de sus compañeros dudó en arrastrarlo en un trineo durante sus últimos días, cuando ya era imposible que avanzara por sí mismo, a pesar de que todos necesitaban reservar sus fuerzas para intentar salvarse.

Un mes después, tras largos días sufriendo congelaciones, mala alimentación, deshidratación y agotamiento, Oates llegó a la conclusión de que una antigua herida de guerra,  que se le había gangrenado a causa del escorbuto, lo dejaba sin opciones de salvación. Oates sabía que sus compañeros no lo abandonarían jamás y sabía, igualmente, que ya no les quedaban energías para heroísmos, así que decidió darles una oportunidad a sus compañeros librándolos de su pesada carga. Al anochecer del 17 de marzo, día de su 32 cumpleaños, salió de la tienda comentando con ligereza: «Voy a salir. Posiblemente, me quede algún tiempo». Luego se alejó en medio de la ventisca para no volver jamás.

Un amigo. Tom Crean, ‘el gigante irlandés’, de gran fuerza física y mental, participó en tres de las cuatro expediciones antárticas inglesas. Scott contó siempre con él. Aunque no integró el equipo final, fue condecorado por caminar 30 millas solo y con escorbuto para salvar a un compañero. Luego formó parte del equipo que encontró los cadáveres de Scott, Wilson y Bowers. Después regresó a Irlanda y abrió un pub.

Por desgracia, su sacrificio fue en vano. Trece días más tarde Bowers, Wilson y Scott, completamente exhaustos, desnutridos y congelados, morían en su tienda a apenas 11 millas del Depósito de una Tonelada, la reserva de alimento y combustible que los habría salvado. Fue en la tienda durante sus últimos días donde, incapaces de salir debido a una terrible tormenta, Scott terminó su diario y escribió las cartas que conmoverían al mundo.

Murieron exhaustos, desnutridos y congelados a solo 18 kilómetros de la base que los habría salvado

A la madre de su amigo Wilson, al que veía agonizar junto a él, le escribió: «Mi querida señora Wilson, si esta carta llega a sus manos, sepa que Bill y yo hemos fallecido juntos. Tenemos las horas contadas y deseo que sepa el espléndido comportamiento que ha tenido Bill en los últimos momentos. Se ha mostrado en todo momento alegre y dispuesto a sacrificarse por los demás, y no me ha dirigido una sola palabra de reproche por haberlo metido en esta situación... En sus ojos brilla una serena mirada de esperanza y su mente está tranquila por la confianza que le da considerarse parte del gran orden divino. No puedo brindarle otro consuelo que el de decirle que ha muerto como vivió: como un valiente, un hombre a carta cabal, un excelente compañero y un fiel amigo».

La viuda. «Querida, quiero que lleves esto de una forma serena. Nuestro hijo te servirá de consuelo», le escribía Scott, agonizante, a su mujer, Kathleen –escultora–, y la animaba a volver a casarse. «Cuando aparezca el hombre adecuado, debes volver a ser feliz». Lo hizo: diez años después se casó con un político. Su hijo, Peter, fue un celebrado ornitólogo y conservacionista que logró el título de Sir que su padre no obtuvo, pese a su gesta.

Scott, con su último aliento, quería dejar en sus cartas constancia del valor y el esfuerzo que habían realizado. A su viuda le decía: «Espero ser un buen recuerdo para ti. Tengo la certeza de que mi final no es nada de lo que avergonzarse y creo que será motivo de orgullo para nuestro hijo».

A un buen amigo, padrino de su hijo, le escribió: «Mi querido Barrie, vamos a palmarla en un lugar muy incómodo. Espero que alguien encuentre esta carta y te la mande. Te envío unas palabras de despedida. No temo en absoluto la muerte, pero me entristece perderme muchos de los modestos placeres que planeaba disfrutar durante nuestras largas marchas. Puede que no haya demostrado ser un gran explorador, pero hemos realizado la marcha más extraordinaria que se haya hecho nunca y hemos estado muy cerca de alcanzar un enorme éxito. Adiós, mi querido amigo»

Y por último: «Si hubiéramos vivido, habría podido contar una historia acerca de la resolución, la entereza y el coraje de mis compañeros que habría conmovido el corazón de todos y cada uno de los ingleses. Tendrán que ser estas improvisadas notas y nuestros cadáveres los que la cuenten».

Puede que no fueran los mejores exploradores polares, puede que no consiguieran llegar primero a la meta del Polo Sur, puede incluso que la historia les designe el papel de perdedores. Pero más allá de la vanidad efímera de una meta geográfica, de lo que no cabe duda es de que Scott y sus hombres fueron, y serán para siempre, unos héroes.


Esta es tu última noticia gratuita de este mes

Suscríbete por 6,95 € al mes. Disfruta de toda la información sin límite ni muros

Me interesa
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión

Mi queridísima esposa: estamos en una situación muy difícil, y albergo serias dudas sobre si seremos capaces de salir de ella... Si algo me ocurre, me gustaría que supieras cuánto has significado para mí y cuántos maravillosos recuerdos me acompan

̃an en la hora de mi partida. También quiero que te consueles sabiendo que no he sufrido ningún daño y que abandono este mundo libre de sufrimiento y lleno de salud y vigor. [...] Querida, no es fácil escribir por el frío: estamos a –70º C y la tienda es nuestro único refugio. Sabes que te he amado, que mis pensamientos han estado siempre contigo y debes saber que para mí lo peor de esta situación es saber que no te volveré a ver. Hay que afrontar lo inevitable. Tú me animaste a liderar esta expedición y sé que eras consciente del peligro que entrañaba. Lo he hecho bien, ¿no crees? Dios te bendiga».

Dentro de una pequeña tienda en medio de la ventisca, a 70 grados bajo cero, Scott escribía a su mujer: «Hay que afrontar lo inevitable»

Estos fragmentos de la última carta del capitán Robert Scott a su mujer –con el encabezamiento «A mi viuda»– son el epílogo de una de las mayores y más heroicas gestas polares de todos los tiempos. En una carrera por ser los primeros en llegar al Polo Sur, ingleses y noruegos realizaron una durísima travesía por el interior de la Antártida. Por parte de los noruegos, la empresa estaba encabezada por Roald Amundsen, gran experto en travesías polares, magnífico esquiador y un veterano en el uso de trineos arrastrados por perros. Por parte de los ingleses, la dirección recaía en Robert Falcon Scott, capitán de la Royal Navy, hombre de salud delicada pero de gran determinación y con una importante experiencia en expediciones polares.

Robert Facon Scott. «Nuestros cadáveres contarán nuestra gesta» escribía en el desierto polar poco antes de morir.

Cada uno tomó sus decisiones creyéndolas acertadas y cada uno jugó sus cartas como mejor supo. El resultado es el ya conocido. Cuando Scott y sus hombres llegaron al Polo Sur al borde del agotamiento el 13 de enero de 1912, encontraron con que Amundsen se les había adelantado: había logrado llegar el 14 de diciembre de 1911, apenas un mes antes, arrebatándoles la gloria de la victoria.

La tragedia paso a paso

Preparando el viaje

El capitán Robert Scott escribe su diario en su refugio cerca del Polo. La Expedición Antártica Británica, que él protagonizó, también es conocida como Terra Nova por el nombre del barco que los llevó hasta allí. Este espacio y su contenido se conserva en homenaje a Scott y su equipo.

La despedida

9 de febrero de 1911. Los hombres de Scott dicen adiós al barco Terra Nova, que abandona la Antártida. El equipo inicial lo integraban 30 personas. Para el tramo final fueron elegidos cuatro, además de Scott. En total, recorrieron más de 2000 kilómetros en condiciones inhumanas.

El cumpleaños

Scott, presidiendo la mesa, celebra su 43 cumpleaños –el 6 de junio de 1911– en el cabo Evans. El capitán sabía que Amundsen estaba intentando llegar al Polo Sur al mismo tiempo que él, pero eso no lo detuvo. Tampoco lo hicieron las condiciones climatológicas, que fueron nefastas, con 70 grados bajo cero y tormentas.

¿El error?

Una de las diferencias entre Scott y Amundsen fue el transporte. Amundsen usó solo trineos tirados por perros, mientras que Scott los combinó con otros tirados por personas. Para los exhaustos hombres de Scott, tirar de los trineos con material científico –al que no renunciaron– y provisiones resultó una tortura.

El final

Primero murió Evans; luego, Oates. Scott, Wilson y Bowers caminaron un mes más, hasta que una ventisca les impidió seguir. Murieron en marzo de 1912. Ocho meses después, un equipo de rescate descubrió los cadáveres en una tienda. Levantaron un montículo de nieve sobre el que fijaron una cruz de madera con sus nombres.

Aquello fue el principio de una de las tragedias que siguen conmoviéndonos como si hubiera sucedido ayer. Agotados y desalentados por la derrota, Scott, el médico y zoólogo Edward Adrian Wilson, el contramaestre Edgar Evans, el teniente Henry Robertson Bowers y Lawrence Edward Grace Oates emprendieron una lenta marcha de regreso de la que ninguno saldría vivo.

Oates, con una herida gangrenada, no quería ser una carga. El día que cumplía 32 años, salió de la tienda. No volvió jamás

El 17 de febrero Evans, enfermo de escorbuto, herido en la cabeza al caer en la grieta de un glaciar y con las facultades mentales perdidas desde hacía días, murió agotado cerca del glaciar Beardmore. Aunque sabían que su situación era irreversible, ninguno de sus compañeros dudó en arrastrarlo en un trineo durante sus últimos días, cuando ya era imposible que avanzara por sí mismo, a pesar de que todos necesitaban reservar sus fuerzas para intentar salvarse.

Un mes después, tras largos días sufriendo congelaciones, mala alimentación, deshidratación y agotamiento, Oates llegó a la conclusión de que una antigua herida de guerra,  que se le había gangrenado a causa del escorbuto, lo dejaba sin opciones de salvación. Oates sabía que sus compañeros no lo abandonarían jamás y sabía, igualmente, que ya no les quedaban energías para heroísmos, así que decidió darles una oportunidad a sus compañeros librándolos de su pesada carga. Al anochecer del 17 de marzo, día de su 32 cumpleaños, salió de la tienda comentando con ligereza: «Voy a salir. Posiblemente, me quede algún tiempo». Luego se alejó en medio de la ventisca para no volver jamás.

Un amigo. Tom Crean, ‘el gigante irlandés’, de gran fuerza física y mental, participó en tres de las cuatro expediciones antárticas inglesas. Scott contó siempre con él. Aunque no integró el equipo final, fue condecorado por caminar 30 millas solo y con escorbuto para salvar a un compañero. Luego formó parte del equipo que encontró los cadáveres de Scott, Wilson y Bowers. Después regresó a Irlanda y abrió un pub.

Por desgracia, su sacrificio fue en vano. Trece días más tarde Bowers, Wilson y Scott, completamente exhaustos, desnutridos y congelados, morían en su tienda a apenas 11 millas del Depósito de una Tonelada, la reserva de alimento y combustible que los habría salvado. Fue en la tienda durante sus últimos días donde, incapaces de salir debido a una terrible tormenta, Scott terminó su diario y escribió las cartas que conmoverían al mundo.

Murieron exhaustos, desnutridos y congelados a solo 18 kilómetros de la base que los habría salvado

A la madre de su amigo Wilson, al que veía agonizar junto a él, le escribió: «Mi querida señora Wilson, si esta carta llega a sus manos, sepa que Bill y yo hemos fallecido juntos. Tenemos las horas contadas y deseo que sepa el espléndido comportamiento que ha tenido Bill en los últimos momentos. Se ha mostrado en todo momento alegre y dispuesto a sacrificarse por los demás, y no me ha dirigido una sola palabra de reproche por haberlo metido en esta situación... En sus ojos brilla una serena mirada de esperanza y su mente está tranquila por la confianza que le da considerarse parte del gran orden divino. No puedo brindarle otro consuelo que el de decirle que ha muerto como vivió: como un valiente, un hombre a carta cabal, un excelente compañero y un fiel amigo».

La viuda. «Querida, quiero que lleves esto de una forma serena. Nuestro hijo te servirá de consuelo», le escribía Scott, agonizante, a su mujer, Kathleen –escultora–, y la animaba a volver a casarse. «Cuando aparezca el hombre adecuado, debes volver a ser feliz». Lo hizo: diez años después se casó con un político. Su hijo, Peter, fue un celebrado ornitólogo y conservacionista que logró el título de Sir que su padre no obtuvo, pese a su gesta.

Scott, con su último aliento, quería dejar en sus cartas constancia del valor y el esfuerzo que habían realizado. A su viuda le decía: «Espero ser un buen recuerdo para ti. Tengo la certeza de que mi final no es nada de lo que avergonzarse y creo que será motivo de orgullo para nuestro hijo».

A un buen amigo, padrino de su hijo, le escribió: «Mi querido Barrie, vamos a palmarla en un lugar muy incómodo. Espero que alguien encuentre esta carta y te la mande. Te envío unas palabras de despedida. No temo en absoluto la muerte, pero me entristece perderme muchos de los modestos placeres que planeaba disfrutar durante nuestras largas marchas. Puede que no haya demostrado ser un gran explorador, pero hemos realizado la marcha más extraordinaria que se haya hecho nunca y hemos estado muy cerca de alcanzar un enorme éxito. Adiós, mi querido amigo»

Y por último: «Si hubiéramos vivido, habría podido contar una historia acerca de la resolución, la entereza y el coraje de mis compañeros que habría conmovido el corazón de todos y cada uno de los ingleses. Tendrán que ser estas improvisadas notas y nuestros cadáveres los que la cuenten».

Puede que no fueran los mejores exploradores polares, puede que no consiguieran llegar primero a la meta del Polo Sur, puede incluso que la historia les designe el papel de perdedores. Pero más allá de la vanidad efímera de una meta geográfica, de lo que no cabe duda es de que Scott y sus hombres fueron, y serán para siempre, unos héroes.


MÁS DE XLSEMANAL