La duquesa 'cachonda'. Eso era para la mayoría de los ingleses la duquesa de Argyll, nacida Margaret Whigham, cuando en 1993 leyeron su necrológica; una mujer que había protagonizado uno de los procesos de divorcio más sonados y feos del siglo XX. El caso «Argyll contra Argyll» causó sensación en los años sesenta e hizo que la duquesa –por entonces tan famosa como una estrella de Hollywood—viviera tiempos aciagos. Al leer su resolución judicial, el magistrado lord Wheatley dejó a Margaret por los suelos. La tachó de «mujer con frenéticas apetencias sexuales, quien ya no se sentía satisfecha con las relaciones normales y empezó a darse a unas prácticas que tan solo puedo describir como repugnantes, destinadas a satisfacer unas ansias depravadas».
Una opinión basada en los diarios de la propia duquesa, robados por su marido, en los que Margaret venía a decir que había cometido adulterio con 88 hombres. Con el complemento de unas fotografías Polaroid en las que aparecía sin más vestimenta que unas perlas, en compañía de un hombre cuya cabeza no aparecía en la imagen. Y cuya identidad ella nunca reveló.
Ahora, una serie dirigida por Sarah Phelps, con el título de A very british scandal, trata de enjuiciar a la duquesa de Argyll de forma más ecuánime.
Nacida en 1912 en Renfrewshire Oriental, Ethel Margaret Whigham, hija de Helen y George, fue una niña mimada desde la cuna. Su padre se había hecho millonario en el sector textil y la familia se trasladó a vivir a Nueva York cuando Margaret tenía solo unos meses. Fue una niña solitaria, rebelde, nerviosa, cuyos padres no se entendían. George, al que la pequeña idolatraba, era un libertino, mientras que Helen, de temperamento inestable, vivía obsesionada por que su hija encontrara un buen partido. De ahí que se sintiera consternada cuando Margaret desarrolló una pronunciada tartamudez después de que la obligaran a escribir con la mano derecha (la niña era zurda por nacimiento). La llevaron a la consulta de Lionel Logue, el conocido logopeda que trató al rey Jorge VI. «Da lo mismo que seas guapa o que te compremos unas ropas preciosas –advertía su madre–. Si sigues con esa tartamudez, no saldrás adelante en la vida».
La madre se equivocaba. El tratamiento no funcionó, pero los pretendientes encontraban que el tartamudeo tenía su gracia. Un tartamudeo que, por otra parte, desaparecía cada vez que Margaret se enfurecía. Durante la vista del divorcio, en la que estuvo prestando declaración nada menos que 13 horas, no tartamudeó una sola vez.
Los Whigham volvieron a Londres en 1925. Corrían los felices veinte, y a los 15 años Margaret se quedó embarazada en el curso de unas vacaciones en la isla de Wight, de resultas de una aventura con David Niven. Niven por entonces tenía 18 y aún estaba lejos de convertirse en una estrella de Hollywood. El padre de Helen pagó el aborto, y Margaret algo después participó en un baile tradicional de la Casa Real para jóvenes casaderas (y se entendía que vírgenes).
En 1930, el padre desembolsó la friolera de 40.000 libras esterlinas para su fiesta de presentación en sociedad. La prensa la elogió como la joven más elegante y distinguida de Londres. La debutante del año no tardó en relacionarse con una sucesión de novios de la nobleza, pero Margaret se enamoró perdidamente de Charles Sweeny, un apuesto corredor de Bolsa estadounidense de origen irlandés. En 1933 se casó con él delante de 2000 invitados... y otras 2000 personas que se colaron para ver la ceremonia con sus propios ojos.
El padre de Margaret se cuidó de que los recién casados fueran a vivir en una casa de estilo georgiano con seis pisos, compró a su hija un Rolls-Royce, con chófer incorporado, y el compositor Cole Porter rindió tributo a la joven reina de la alta sociedad en su famosa canción You're the top, del musical Anything goes. Margaret recibía a embajadores, príncipes y figuras de la política. El príncipe de Gales la sacó personalmente a bailar... cuatro veces.
Aunque no todo eran alegrías. Margaret sufrió ocho abortos naturales (y tuvo un hijo que nació muerto) antes de dar a luz a una niña, Frances, en 1937, y a un niño, Brian, en 1940. Más tarde revelaría en su biografía que «Charlie no se sintió tan afectado por esta serie de pérdidas, pero yo estaba devastada. Me obsesioné, me sentía fracasada como mujer». Y aquello afectó decisivamente a su matrimonio.
Después de casi 15 años, tras un sinfín de habladurías sobre sus respectivas aventuras extraconyugales, su marido accedió a su petición de divorcio por «abandono de la cónyuge», una de las cuatro bases legales para obtenerlo en aquellos tiempos. (Los otros tres eran: adulterio, crueldad y trastorno mental).
Pero lo peor estaba por llegar. Y fue con su segundo marido, a quien conoció en un tren a París en 1947. Se llamaba Ian Campbell, vivía agobiado por las deudas del juego y residía en un castillo en ruinas. Pero tenía un encanto: iba a convertirse en el undécimo duque de Argyll. Y Margaret se moría por ser duquesa. Antes de casarse, Margaret arrancó 250.000 libras a su padre para pagar las deudas de los Campbell y otras 100.000 para renovar el castillo.
Pero pronto empezó a darse cuenta de que no tenía nada en común con su marido, más interesado en coleccionar mariposas que en la vida social. Pero que, además, podía ser violento, y sufría de alcoholismo después de cinco años de internamiento en un campo alemán para prisioneros de guerra. Para rematarlo, era adicto a las anfetaminas.
Margaret acabó por plantarse. Se acabó eso de firmar cheques sin ton ni son, pero tampoco quería concederle el divorcio y que se quedase con todo su dinero. La relación fue envenenándose y el duque fue reuniendo pruebas de las infidelidades de su mujer con ayuda de investigadores privados para exigirle el divorcio. El proceso se prolongó de 1958 a 1963, con gran eco en la prensa sensacionalista.
Un día que su mujer estaba de viaje, el duque aprovechó para colarse en la casa de su esposa con la ayuda de un cerrajero; tras registrar los armarios, robó sus cartas personales, diarios y fotos Polaroid. Pero lo peor no fue eso. Una madrugada, Campbell volvió a irrumpir en la vivienda, mientras Margaret dormía, valiéndose de la copia de la llave que seguía en su poder. El duque y su hija mayor, Jeanne, esta vez registraron su despacho, en busca de un nuevo diario, y entraron en su dormitorio justo cuando ella despertaba. «Fui a marcar el número de la Policía –escribe Margaret en sus memorias–, pero Ian entonces me retorció el brazo, mientras Jeanne se hacía con el diario. Una experiencia horrorosa».
En vista de tales sordideces, ¿cómo es posible que esta mujer maltratada fuera condenada a la ignominia gracias a unas pruebas que su marido había conseguido de forma ilícita? Un marido que también tenía sus propias amantes. «Estoy convencida de que la castigaron por ser mujer –dice Sarah Phelps, la directora de la serie, que lleva años investigando su caso–. Por ser una mujer tan visible y tan conocida que ni se sometía ni se quedaba callada».
Margaret, en todo caso, también era capaz de comportarse de forma cuestionable. Mintió durante el juicio y trató de falsificar una carta de la segunda mujer de Campbell en la que se sembraban dudas sobre la paternidad de los dos hijos del duque.
«Margaret era dura de pelar, pero lo sucedido la dejó traumatizada de por vida», explica lady Colin Campbell en The Telegraph, quien estuvo casada con uno de los hijos del duque y visitó a Margaret hasta el día de su muerte. «Fue la víctima de un gigoló codicioso y narcisista que se casó con todas sus mujeres por el dinero. Cuando Margaret se negó a concederle el divorcio, este hombre juró que la destruiría. La mayoría de esos 88 hombres con los que supuestamente se acostó eran homosexuales o simples amigos sin más. Pero el juez era incapaz de creer que un duque pudiera mentir. Siempre iban a dar más crédito a su palabra que a la de una rica heredera. Hoy sería al revés. Margaret sería la víctima del caso. La mentalidad actual es distinta».
Pocas semanas después de la separación legal, el duque se casó con una rica divorciada llamada Mathilda Mortimer. Y en 1973 murió de una embolia.
A pesar de que se había convertido en una figura ridiculizada, lo que dificultó la relación con su hija Frances (que hoy tiene 84 años y es viuda del duque de Rutland), Margaret siguió recibiendo en casa y viajando, muchas veces en compañía de su hijo Brian (ya fallecido). De forma inesperada, volvió al candelero cuando el viejo dinero dejó paso a los nuevos ricos. En los años setenta celebraba fiestas en su casa y entre semana organizaba visitas de pago para los curiosos, hasta que se vio obligada a venderla. Margaret acabó en una residencia para ancianos sin más compañía que la de Louis, su negro caniche francés, y alguna visita ocasional. Falleció en julio de 1993 a los 80 años.