Creacionismo y darwinismo

Darwin contra FitzRoy, la amistad destruida por la evolución

El 27 de diciembre de 1831 subieron a bordo del ‘HMS Beagle’ dos jóvenes que cambiarían el rumbo de la historia. Charles Darwin, entonces de 22 años, era un desconocido naturalista, y Robert FitzRoy, de 26, un prestigioso capitán de barco. Su camaradería hizo posible un viaje improbable. Pero su destino no pudo ser más distinto. Cuando se cumplen 140 años de la muerte del autor de la teoría de la evolución, recordamos también la historia de su ‘alter ego’.

Martes, 19 de Abril 2022, 13:35h

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El Beagle nació como barco de guerra, pero no participó jamás en una batalla. Era un navío de clase Cherokee, un tipo de embarcación que los marineros apodaban ‘bergantín-ataúd’ porque casi la cuarta parte de los barcos de esta clase que se construyeron en la

época naufragaron o quedaron inútiles al enfrentarse con las inclemencias del mar. El Beagle, sin embargo, vivió para contarlo y para cartografiar las costas más peligrosas del planeta, allí donde el mar y las islas tienen nombres como Tormenta, Hornos, Desolación o Riesgo.

Un velero bergantín. El destino final del Beagle, después de haber sido vendido en 1870 a unos comerciantes de chatarra, sigue siendo un misterio sin resolver. En 2004, Robert Prescott, un prestigioso arqueólogo marino, aseguró haber hallado, con la ayuda de potentes radares, los restos del Beagle en las profundidades del estuario del río Roach (sureste de Inglaterra), cerca de un embarcadero abandonado. Pero no se ha llevado a cabo ninguna expedición para rescatarlo.

Cuando Charles Darwin partió con el Beagle, este era ya un barco experimentado en los mares del cono sur americano. Junto con el Adventure, un navío de mayor tamaño, había participado en un viaje que el Almirantazgo británico organizó en 1826 para inspeccionar las costas suramericanas. Su capitán era Robert FitzRoy, un marino aristócrata de carácter resuelto que había asumido el mando de la nave cuando su anterior capitán, Pringle Stokes, vencido por las dificultades, se pegó un tiro en la bahía chilena de Puerto Hambre.

El Beagle era un navío de clase Cherokee, un barco tan inseguro que era llamado el ‘bergantín-ataúd’

Si Darwin aguantó e incluso disfrutó durante la travesía del Beagle, fue, en gran medida, gracias a los cuidados de FitzRoy. El capitán había solicitado su presencia entre la tripulación y durante los cinco años en los que recorrieron el mundo siempre veló por la seguridad y salud de su compañero. Algo que Darwin necesitó a menudo, porque era una persona que se mareaba nada más pisar un barco. Por eso no extraña que ambos acabaran siendo grandes amigos, pese a que cada uno tenía una forma diferente de ver el mundo.

Robert FitzRoy era el prototipo de personaje victoriano, de aristócrata inteligente y enérgico. Tenía 26 años y, aunque era admirador de todas las ciencias en desarrollo de principios del XIX, creía a pies juntillas que la explicación de cualquier enigma estaba en la Biblia.

En el otro platillo de la balanza estaba Charles Darwin, de 22 años, un licenciado en arte que estaba planteándose convertirse en clérigo. Su destino, sin embargo, iba a estar en el polo opuesto del inmovilismo de la Iglesia de aquellos tiempos. Poco antes de decidirse por los hábitos, una carta del Almirantazgo le ofreció la posibilidad de dar la vuelta al mundo como naturalista del Beagle. No lo dudó, y el 27 de diciembre de 1831 se hizo a la mar junto con FitzRoy.

Para FitzRoy, muy religioso, la publicación de 'El origen de las especies' fue un golpe brutal. Su amigo había herido de muerte el pilar de su fe

Durante los cinco años de viaje, la admiración mutua fue la tónica general entre ambos jóvenes. FitzRoy puso toda su energía y empeño -y parte de su fortuna personal- en lograr la impresionante tarea que le habían encomendado. Darwin, menos ambicioso y con mareos crónicos, se sentía desbordado por la inmensidad, variedad y belleza del mundo que estaban descubriendo. Ambos eran dos jóvenes inteligentes y resueltos con un mundo desconocido y fascinante por delante. Y su misión, arriesgada, excitante y gloriosa, era descubrirlo, catalogarlo y cartografiarlo.

La historia tenía reservados destinos diferentes a los dos amigos. A su vuelta a Inglaterra, el viaje del Beagle les dio fama y renombre en los círculos científicos y sociales. Ambos fueron admitidos en la prestigiosa Royal Society. En un principio, la mayor parte de la gloria se la llevó el capitán, pero con el paso de los años su suerte se fue torciendo. FitzRoy publicó en dos volúmenes la epopeya de los dos viajes del Beagle mientras Darwin completó la publicación con un tercer tomo basado en sus descripciones de la naturaleza y sus criaturas. El único libro que se vendió con éxito fue el del naturalista. Y la gloria fue cambiando de bando.

Darwin no desarrolló su revolucionaria teoría hasta pasados dos años de su regreso. Aun así, tuvieron que pasar otros 21 hasta que se atrevió a publicarla. Las implicaciones de aquel pensamiento evolucionista eran demoledoras en la sociedad en la que vivía. Una sociedad que creía de tal forma las palabras del Antiguo Testamento que explicaba la evidencia de fósiles gigantescos por el tamaño de la puerta del arca de Noé: aquellos animales que no habían cabido por la puerta se habían extinguido. Y la mayoría de los científicos de la época lo aceptaban ciegamente.

El 30 de abril de 1865, FitzRoy se levantó, besó a su mujer y a su hija, tomó su navaja y se rebanó el cuello

¿Cómo atreverse a postular una teoría que podía conducir a la idea de una creación sin Dios y a la aún más perturbadora idea de un mono como antecesor de los hombres? Sus pensamientos eran una herejía para la época, una blasfemia, un atentado al orden moral establecido. Y como Darwin se había casado con su prima, heredera del magnate de la cerámica Josiah Wedgwood, y no tenía ninguna necesidad material que le apremiara a hacer publicaciones, prefirió esperar.

Mientras tanto, FitzRoy ya había sufrido distintos avatares en su carrera. Había probado fortuna en política, fracasó como gobernador de Nueva Zelanda, padeció la injusta humillación de la prensa cuando inventó el servicio meteorológico y empezó a hacer predicciones diarias del clima, lo que le convertiría en el primer 'hombre del tiempo'. FitzRoy instaló un sistema de conos de señalización en puntos muy visibles de los puertos para advertir de la aproximación y la dirección de las tormentas. Su sistema se demostró eficaz, pero en su momento no tuvo reconocimiento alguno.

Pero, además, sufrió la muerte de su mujer y de su hija mayor. El destino había sido cruel con él y aquella carga se hacía insoportable para un hombre propenso a la depresión y con antecedentes familiares de locura.

Darwin al final de sus días.Enfermo desde su regreso a Inglaterra, Charles Darwin, ya célebre por la publicación de El origen de las especies, fue convirtiéndose poco a poco en un recluso en su propia casa. Falleció el 19 de abril de 1882, diecisiete años después que FitzRoy.

Cuando FitzRoy se casó por segunda vez, se aferró a la religión de forma desesperada. Por aquel entonces, su antiguo amigo Charles Darwin, apremiado por otros científicos que estaban llegando a las mismas conclusiones que él había postulado años atrás, publicó El origen de las especies, el arma más demoledora contra los creacionistas que haya existido jamás.

Para FitzRoy, el golpe fue brutal. Había ayudado, alentado y dado los medios físicos y materiales a la persona que había herido de muerte el pilar de su fe. Él era corresponsable de lo que consideraba una abominación. Después de sufrir la última humillación intentando rebatir las ideas de Darwin en un foro público de Londres, FitzRoy cayó en una profunda depresión. El 30 de abril de 1865, cuando parecía recuperado, se levantó temprano, saludó a su mujer y a su hija Laura, cogió su navaja y se rebanó el cuello en el vestidor de su habitación.

El tiempo había cambiado a los tres protagonistas de la historia. A Darwin, enfermo desde su regreso a Inglaterra, lo convirtió en un recluso en su propia casa. A FitzRoy lo transformó en un fracasado crónico. Y al Beagle, después de estar anclado durante 25 años en dos ríos de Essex, lo redujo a un desecho naval que en 1870 fue vendido por 525 libras.

El origen de las especies y la teoría de la evolución eclipsaron sus historias y las deformaron. A Darwin lo recordamos como al aburrido intelectual de sus últimas fotografías. Y a FitzRoy —un hombre al que la navegación, la meteorología y la historia le deben gloriosas páginas— ni siquiera lo recordamos, salvo para nombrar un cerro en la Patagonia argentina.


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