Cada dos semanas, durante cuatro años, Arturo Pérez-Reverte publicó en XLSemanal su serie Una historia de España. Comenzó con iberos y celtas y, de ahí, hasta el final de la Transición, convirtiendo su sección Patente de Corso en una pedagógica travesía al pasado.
Con rigor histórico, pero sin la ortodoxia narrativa del género, el escritor y académico combina en sus artículos una visión tan ácida como lúcida del pasado patrio, con sentido del humor (cáustico mayormente) y la equidistancia necesaria para combatir los dogmas históricos que han poblado el relato de nuestra historia. Compruébalo aquí mismo...
Fue a principios del siglo XVI, con España ya unificada territorialmente y con apariencia de Estado más o menos moderno, con América descubierta y una fuerte influencia comercial y militar en Italia, el Mediterráneo y los asuntos de Europa, paradójicamente a punto de ser la potencia mundial más chuleta de Occidente, cuando, pasito a pasito, empezamos a jiñarla. Y en vez de dedicarnos a lo nuestro, a romper el espinazo de nobles -que no pagaban impuestos- y burgueses atrincherados en fueros y privilegios territoriales, y a ligarnos reinas y reyes portugueses para poner la capital en Lisboa, ser potencia marítima y mirar hacia el Atlántico y América, que eran el futuro, nos enfangamos hasta el pescuezo en futuras guerras de familia y religión europeas, donde no se nos había perdido nada y donde íbamos a perderlo todo.
Y ahora, ante el episodio más espectacular de nuestra historia, imaginen los motivos. Usted, por ejemplo, es un labriego extremeño, vasco, castellano. De donde sea. Pongamos que se llama Pepe, y que riega con sudor una tierra dura e ingrata de la que saca para malvivir; y eso, además, se lo soplan los Montoros de la época, los nobles convertidos en sanguijuelas y la Iglesia con sus latifundios, diezmos y primicias. Y usted, como sus padres y abuelos, y también como sus hijos y nietos, sabe que no saldrá de eso en la puñetera vida, y que su destino eterno en esta España miserable será agachar la cabeza ante el recaudador, lamer las botas del noble o besar la mano del cura, que encima le dice a su señora, en el confesionario, cómo se te ocurre hacerle eso a tu marido, que te vas a condenar por pecadora.
Fue durante el siglo XVI, con Carlos I de España y V de Alemania, cuando se afirmó la lengua castellana, por ahí afuera llamada española, como lengua chachi del imperio. Y eso ocurrió de una forma que podríamos llamar natural, porque el concepto de lengua-nación, con sus ventajas y puñetas colaterales incluidas, no surgiría hasta siglos más tarde.
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