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Animales de compañía

Totalitarismo democrático

Juan Manuel de Prada

Viernes, 31 de Enero 2025, 11:35h

Tiempo de lectura: 3 min

En un artículo anterior señalábamos que la democracia se ha convertido en un autoritarismo blando o amable en las formas, pero en un totalitarismo duro en el fondo, según los dictados del reinado plutocrático mundial. Sin embargo, los analistas y analistas más obtusos confunden ambas degeneraciones; pues consideran que totalitarismo y democracia son categorías antípodas e irreductibles.

El totalitarismo democrático adormece y uniformiza a sus sometidos

Habría que empezar por señalar que 'totalitarismo' no es lo mismo que tiranía, autocracia o dictadura, por más que en el pasado los regímenes totalitarios utilizasen estas formas de ejercicio del poder. El totalitarismo no se caracteriza por un ejercicio despótico del poder, sino por que impone una explicación totalizadora y articulada del mundo al modo hegeliano; y esa imposición se puede servir de formas nada despóticas, sino más bien suavonas y amables, incluso euforizantes y liberadoras. Lo que interesa al totalitarismo es supeditar a un único sistema de principios, creencias y valores todas las realidades humanas, de tal modo que cualquier forma de disidencia quede anulada, o reducida a la insignificancia; y quienes la sostienen sean primero relegados a la irrelevancia, después al desaliento, o bien a la estigmatización y el ludibrio colectivo (también, por supuesto, a la cárcel o al cadalso en caso de necesidad, pero estas formas de 'anulación' de la disidencia son más propias de los totalitarismos antañones).

En sus expresiones democráticas, el totalitarismo trata de determinar el sentido de la vida conforme a ideologías que configuran el ethos colectivo. Y en las democracias actuales (no importa que el negociado ideológico gobernante sea de izquierdas o derechas) el ethos es invariablemente progresista; pues el concepto de naturaleza humana que consagran (siempre a la caza de 'nuevos derechos') es progresista. Ese ethos se establece como verdad incontrovertible que deja a los disidentes atenazados por aquel «terror antropológico» del que hablaba Carl Schmitt. Así, la democracia se convierte en un totalitarismo que declara lo que es bueno y malo, justo e injusto, al modo de una religión antropólatra; y todos sus adeptos –entusiastas o reticentes– se integran en esa explicación totalizadora del mundo, en un proceso inevitable de uniformización y conformismo social que no se resiste ni siquiera ante las formas de ingeniería social más perversa. Lo hemos comprobado en la aceptación colectiva de 'derechos' que hasta hace poco conveníamos en considerar crímenes; también en la sumisión a las imposiciones dementes que se sacaron del magín durante la plaga coronavírica; y, por supuesto, en la creación mediante la propaganda de una 'opinión pública' que exige posiciones tajantes sobre lejanos conflictos bélicos o dudosos 'procesos democráticos', aunque estén acaudillados por carniceros.

Pero, a la vez que adormece y uniformiza a sus sometidos (para que su pensamiento renuncie a interrogar la realidad de las cosas), el totalitarismo democrático también necesita movilizarlos y disciplinarlos. Así, se fomentan ciertas formas de activismo, se jalean las movilizaciones y reivindicaciones que contribuyen a la consolidación de esa visión totalizadora de la realidad que se desea imponer. Este totalitarismo democrático fue vislumbrado sagazmente por el más lúcido de los apóstoles de la democracia, Alexis de Tocqueville, cuando avizoró una nueva «forma de opresión que amenaza a los pueblos democráticos, que no se parecerá en nada a las que la han precedido en el mundo» y que describió con estas palabras de sobrecogedora vigencia: «Por encima de ellos [de los ciudadanos] se eleva un poder inmenso y tutelar, que se encarga él solo de asegurar sus goces y velar por su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y dulce. Se parecería a la potestad paterna si, como ésta, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero no procura, por el contrario, más que fijarlos irrevocablemente en la infancia; quiere que los ciudadanos disfruten con tal de que no piensen sino en disfrutar. Trabaja de buen grado para su bienestar, pero quiere ser el único agente y el solo árbitro. Provee a su seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias. ¡Por qué no podría quitarles por ejemplo el trastorno de pensar y el esfuerzo de vivir!». 

Los analistas y analistas nos hablan de derivas autocráticas de la democracia para hacernos creer que se solucionarán cambiando al autócrata de turno; Tocqueville, mucho más clarividente, nos anticipó el totalitarismo democrático que hoy padecemos.


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