Borrar
Mi hermosa lavandería

El espacio que no ocupas

Isabel Coixet

Domingo, 02 de Enero 2022

Tiempo de lectura: 2 min

En la película Compartimento número 6, una mujer finlandesa monta en un tren en Moscú hacia el norte y se ve obligada a compartir vagón con un minero hosco y violento. Nada más entrar en el vagón, la mesa situada entre su asiento y el de él está invadida por las botellas, pieles de naranja, colillas y salchichas que el minero devora, mientras no deja de mirarla con un descaro provocador. No hay ni un resquicio para las cosas de ella, nada. La película avanza como el tren que los lleva a San Petersburgo y más allá. Hay tormentas de nieve, pasajeros que suben y bajan, encuentros improbables. Es una cinta interesante, a veces hasta poética,  con interpretaciones excepcionales, que no plantea dilemas fáciles… Y, sin embargo, yo no pude apreciarla porque me pasé toda la proyección obsesionada con el detalle de la mesa invadida con basura de él.

Me ponía en el lugar de la finlandesa y me daban ganas de gritarle: «¡Huye, no seas boba!»: si un hombre no te deja espacio ni para apoyar un libro, no te hará un lugar en su corazón

Hay en la película la cuestión de cómo dos seres completamente opuestos pueden llegar a converger de alguna manera. Pero yo, por más que lo intentaba, no conseguía deshacerme de esa imagen, como si en ella se concentraran todas las cosas que me molestan profundamente en el mundo. Todas las veces que alguien –un hombre en el 95 por ciento de los casos, esto es así– ha ocupado todo el espacio que en teoría deberíamos haber compartido en el tren, en los aviones, en habitaciones de hotel, en restaurantes, en las salas de espera…  Todas las veces que no he dicho nada ante esas invasiones. Todas las veces que he pretendido que no pasaba nada. Que estaba todo bien. Me ponía en el lugar de la finlandesa y me daban ganas de gritarle: «¡Huye, no seas boba!», porque si un hombre no te deja espacio ni para apoyar un libro, no te hará un lugar en su corazón. Por desgracia, los personajes de la pantalla no escuchan nuestras advertencias.

Otra imagen: mi hija, de pequeña, todas las veces que íbamos a un restaurante empezaba a desplegar sobre la mesa un arsenal de cuadernos, pegatinas, rotuladores, reglas, lápices de colores, gafas de juguete, muñecos de peluche. A mí me ponía nerviosa lo que hacía; sufría cuando los camareros protestaban porque no había espacio para los platos en la mesa. Ahora, cuando lo recuerdo, la entiendo. Entiendo su afán de recrear un ambiente conocido dentro de un  ambiente hostil. Su manera de decir: esta soy yo y este es mi espacio, aquí y en todas partes. Su manera de reclamar un terreno que a su madre le costó Dios y ayuda reclamar y aún le cuesta.

Jack Nicholson, en Wolf, de Mike Nichols, una vez lo ha mordido un lobo, empieza a mear en el suelo de un aseo público para marcar su territorio como hacen algunos animales. Yo nunca he querido marcar el territorio, pero esa imagen desquiciada de Jack Nicholson meándole los pantalones a James Spader se me quedó grabada. Todos los espacios que no he ocupado por vergüenza, miedo, delicadeza, qué sé yo, tienen un lugar privilegiado en mi abultada carga mental. Igual tendré que esperar a que me muerda un lobo para reconquistarlos. O a volver a tener seis años.


MÁS DE XLSEMANAL