Sábado, 25 de Septiembre 2021
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Sucedió hace muchos años, una clase de latín. Sí, era el tiempo en que estudiabas griego y latín y hasta francés. Ese tiempo. El profesor se llamaba Solano y era un hombre de una intensidad bestial. Todavía resuena en mi cabeza su voz, siempre al borde del quebranto y hasta del alarido, pronunciando con acento tenebroso las inmortales palabras de Medea tras matar a sus hijos: «¡Medea nunc sum!». '¡AHORA SOY MEDEA!'.
Recuerdo su mirada enfebrecida, los ojos saltones, la mano levantada, mirándonos inquisitivo, fiero, como si fuéramos sus hijos agonizantes. Sus explicaciones, que nos dejaban boquiabiertos: «Medea no mata a sus hijos para vengarse; no hay ni un asomo de venganza en ese acto: los mata para SER, porque sólo una mujer sola, despojada de todo rastro de feminidad, de maternidad, una mujer que ha vuelto a ser YERMA, puede enfrentarse a la traición suprema del hombre que ama».
A veces lo recuerdo. Creo reconocerlo en el metro, dándome cuenta de que ahora tendrá ochenta años y su pelo no será negro azabache, como el que tenía en el instituto
Y así seguía hablando como en trance, alzando las manos, mirando al cielo, como si fuera Irene Papas en una película en blanco y negro de Cacoyannis. Nosotros le temíamos. Para mí, ir a su clase era siempre una sacudida. Me daba miedo y, a la vez, me daba cuenta de que sus explicaciones o, a veces, la ausencia de ellas eran un desafío a las teorías de interpretación de los clásicos, que él se saltaba del temario y nos ponía delante de situaciones incómodas para que intentáramos pensar por nuestra cuenta: esa era su manera de hacernos vivir las obras de los clásicos, de que entendiéramos su intemporalidad.
Una de sus clases consistió en hacernos imaginar cómo sería nuestro estado de ánimo en el momento justo antes de arrancarnos los ojos como Edipo. El grado de desesperación que sentiríamos. Esos instantes antes del acto de automutilación supremo. Había alumnos que se reían de él. Que ya en ese momento cuestionaban en voz alta la utilidad de sus clases.
Uno de ellos, un día, le dijo que no veía el menor interés en estudiar una lengua muerta. Solano se lo quedó mirando unos segundos, que fueron eternos para todos. Luego abrió la puerta de la clase, le indicó que se fuera y, con una voz atronadora, empezó a decirle que el que estaba muerto era él y que él –el profesor Solano– no quería muertos en su clase, porque, de quererlos, daría clase en un cementerio. Luego nos miró a todos: «¿Hay algún muerto más en esta clase?». No se movió nadie. Dio un portazo y se pasó el resto de la clase hablando en latín sobre la muerte, la vida y los muertos en vida.
Era un hombre intenso, contradictorio, apasionado, enfadado con un mundo en el que ya intuía que no iba a tener un lugar. A veces lo recuerdo. En el tono de ciertas voces que oigo por casualidad en un bar o un restaurante o en la radio. Cuando veo determinados gestos en actores en películas o en el teatro. Creo reconocerlo en el metro, dándome cuenta de que ahora tendrá ochenta años y su pelo no será negro azabache, como el que tenía en el instituto, siempre pulcramente peinado a un lado con brillantina, vestido con un pullover gris y un pantalón de pana verde. Y, en todos estos años, nunca he olvidado esa manera de levantar la mano, sus ojos cerrados y el lamento solemne en su voz declamando: «¡Medea nunc sum!».
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