Plantea un lector, echando mano de una metáfora entomológica, el que acaso sea el meollo de la revolución que en nuestras vidas ya ha introducido la tecnología y que podría llevar al límite la irrupción de la inteligencia artificial. Y es que tal vez la
pregunta habitual acerca de esta última esté mal planteada. «¿Podrá sustituir a los seres humanos?», nos cuestionamos. Cuando quizá la cuestión sea otra: ¿aceptarán los humanos el sucedáneo de sí mismos que la IA les va a ofrecer en tantos ámbitos de la vida? Con eso basta para que las personas, así hackeadas, pierdan su lugar, las máquinas las reemplacen y los programadores y los dueños del invento –ya sean grandes corporaciones o Estados autoritarios– alcancen el más querido de sus sueños: apropiarse de la existencia ajena.
La orquídea martillo se ha especializado en un método de polinización que solo puede hacer una clase concreta de avispa. Estas plantas imitan a la hembra de las avispas, con su labelo similar en color y en estructura al abdomen del insecto, al mismo tiempo que producen feromonas para atraer a los machos. Cuando el macho es atraído por las feromonas liberadas por las orquídeas, pone instintivamente el tórax en contacto con el polen pegajoso de la planta, de esa manera, mientras vuela de una flor a otra, realiza la polinización. Lo curioso de esta extraña colaboración es que los machos de avispa prefieren a las imitaciones producidas por la orquídea que a las hembras verdaderas. Aunque esto pueda parecer extraño, algo parecido nos está pasando a nosotros con la realidad virtual y con los personajes creados mediante la inteligencia artificial. Cada vez son más quienes pasan su tiempo jugando a ser personas que les gustaría ser, en entornos generados mediante tecnología informática. Saben que esas realidades y los personajes que en ellas habitan son artificiales, pero, al igual que la avispa, las prefieren a la realidad que les ha tocado vivir. Cada cual tiene derecho a encontrar la felicidad a su manera, aunque me preocupa, al imaginar el futuro, hasta dónde podrá llegar la desconexión social y el distanciamiento de la realidad en las generaciones venideras.
Zigor Eguia Lejardi. Elgoibar (Guipúzcoa)
Ayer estuve en la segunda planta del hospital, pasé por donde nos sentamos, al menos en cuatro ocasiones. ¿Te acuerdas? Parece que ha pasado tanto y de ello hace tan solo tres meses y medio. Tú, cansado, muy cansado, y yo esperanzada y también un poco enfadada porque presentía que tu cansancio haría que volviéramos a casa de nuevo sin poner el tratamiento de inmunoterapia. Llegábamos temprano y regresábamos a casa siempre tarde y con esa sensación de derrota que nos dejaba sin ganas de nada. «Se habrán olvidado de nosotros», me decías. «No, papá, es que hay mucha gente citada». «Es verdad». Volvías a bajar la mirada con la cara entre tus manos y tus codos apoyados en las rodillas. «No te rindas, papá», pensaba yo. No te lo decía con palabras porque me daba miedo oírte decir que ya te estabas rindiendo. Luego entendí que no te rendiste, nunca lo hiciste. Solo te dejaste ir cuando entendiste que eso era lo que tenías que hacer. Ayer volví, por otro motivo, a esa segunda planta y todo estaba igual. Gente esperando, gente acompañando, unos hablando, otros más callados y, quizás también, alguien estaría diciendo en silencio, al igual que yo, «no te rindas». Y así, pensando en lo mucho que te echo de menos, me fui alejando de la segunda planta del hospital. ¡Te quiero, papá!, hasta que se acaben los números.
Ana Lavado Molina. Correo electrónico
LA CARTA DE LA SEMANA
El día está plomizo, el aire no mueve nada, terminará en tormenta. Aprovecho y me voy a dar un paseo en bicicleta por la vía verde. Por el camino voy librando alguna piedra, un par de escarabajos que cruzan al otro lado de la pista lo más rápido que pueden. Esquivo un abejorro y dos caracoles estresados. Intentan llegar a la otra parte, sin saber que ya no hay monte. Ahora es autopista. A su ritmo, creyéndose a salvo, confiados de que por allí no pasa nadie, de repente se encogen y quietos, ahora sí, ante el ruido de mi bicicleta. No se mueven y espero. En mitad del camino, uno delante y otro detrás, y con los cuernos en casa, también esperan. Me digo: «A ver qué hacen». Se ponen en marcha, esta vez un poco más ligeros. «Mirad, majetes, os devuelvo al monte, que ahí abajo no hay hierba ni nada. Solo camiones y coches». Los agarro, y al prado. En una esquina, un caracol apachurrado, con el caparazón roto: lo intentó, pero no llegó. Me pasa al verlos. Cruzan sin ver, lentos, indefensos. Cruzar un metro de monte en una hora, un riesgo. No te digo si es cemento.
Magdalena Calvo de los Santos. Santurtzi (Bizkaia)
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