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CINELANDIAS Alfred HItchcock ‘Vértigo’: apoteósica, sensual y bestial Kim Novak

Kim Novak no camina, se desliza. Su sensualidad es de otro mundo en esta película de Hitchcock inigualable. Cuando la actriz cumple 90 años recordamos su papel en Vértigo, de un misterio que va a sacudir nuestros sentidos y nuestra inteligencia, hasta permitirnos penetrar en el corazón de lo sublime.

Viernes, 31 de Marzo 2023, 09:54h

Tiempo de lectura: 4 min

Después de ver Las diabólicas (1955), de Henri-Georges Clouzot, Alfred Hitchcock (1899-1980) expresó en alguna entrevista su deseo de filmar algún día una película basada en una intriga escrita por los franceses Pierre Boileau y Thomas Narcejac. Estos estajanovistas del noir prêt-à-porter leyeron la entrevista de marras y de inmediato confeccionaron una novela que procuraba emular el inimitable estilo –y las muy recurrentes obsesiones—de Hitchcock, ambientada en el París canalla de la Ocupación, con pasiones un pelín abyectas (o tal vez sólo demasiado plebeyas).

Boileau y Narcejac mandaron su novela a Hitchcock, que la leyó con disposición aviesa; y encontró, allá en las entrañas de su corazón gusarapiento, una revisión del mito de Pigmalión que, convenientemente trasplantada a climas menos sombríos –pongamos un San Francisco esplendoroso— y encarnada en personajes menos sórdidos, podría deparar una arrebatadora intriga de amores enfermizos. Así nacería la película que iba a encumbrar a los altares de la adoración a uno de los más bellos animales cinematográficos de todos los tiempos: la irrepetible, rutilante, pasiva y bestial Kim Novak.

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La majestad embriagadora de Kim Novak. Kim Novak confiere a su personaje Madeleine un aura agónica y candente que deja mudas las palabras.

En honor a la verdad, Novak era una actriz de registro más bien limitado; y su belleza nunca volvería a brillar con la majestad embriagadora con que lo hace en Vértigo (1958). No vamos a contar aquí la trama de esta película milagrosa, pues nos da vergüenza injuriar con tamañas menudencias el más pasmoso monumento cinematográfico de todos los tiempos. La aparición estatuaria de Madeleine (Kim Novak), recortándose sobre las cardenalicias paredes del restaurante Ernie’s y deslizándose (más que caminando) sobre el suelo, ante la mirada apabullada y perpleja de Scottie (James Stewart), hiere –a la vez evanescente y carnal como la caricia del sol en una mañana de niebla— la retina del espectador. Desde ese preciso instante, sabemos que vamos a ver una película inigualable, de un misterio que va a sacudir nuestros sentidos y nuestra inteligencia, hasta permitirnos penetrar en el corazón de lo sublime.

Cada vez que vemos 'Vértigo', repetimos con James Stewart: «¡Cuánto te hemos llorado, Madeleine!»

Kim Novak confiere a su personaje de Madeleine, debatiéndose siempre entre el fingimiento más calculado y el imperio oscuro de las pasiones, un aura agónica y candente que deja mudas las palabras. Luego, cuando tras su muerte o desaparición, 'resucite' convertida en la vulgarota (y, sin embargo, tan apetecible) Judy, el atractivo de Kim Novak despierta en el espectador los mismos anhelos contradictorios que en su Pigmalión, ese Scottie empeñado en refinarla. En el personaje de Novak, como en la exaltada pretensión de Stewart, se funden el fatum de la tragedia clásica y la sensibilidad atormentada del romanticismo más desquiciado y necrofílico.

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El sadismo de Hitchcock. Alfred Hitchcock no pudo conseguirla, y con ese sibaritismo sádico que lo caracterizaba se dedicó a hacerle fechorías mientras duró el rodaje.

¡Y mira que nos gusta James Stewart! Pero Kim Novak es como de otro mundo, sensual y a la vez inaccesible en su trono de gelidez; por supuesto, Hitchcock tampoco pudo conseguirla, y con ese sibaritismo sádico que lo caracterizaba se dedicó a hacerle fechorías mientras duró el rodaje. Tal vez por ello toda la película tiene un clima de adoración rendida y mórbida, que en algunos pasajes –con la partitura erizante de Bernard Herrmann— alcanza cotas de sobrecogimiento y emoción estética inefables. Del mismo modo que hay en Madeleine/Judy algo que nos atrae pero nos asusta, sobre la película gravita una amenaza torva y al mismo tiempo liberadora que sólo puede identificarse con la pululación de la muerte, que se adueña de los protagonistas como un dulce elixir o veneno, engulléndolos en su belleza funeral y cuajando en expresiones en verdad perturbadoras, como el paseo por el bosque de secuoyas o el beso 'giratorio' en las caballerizas de la misión; y alcanzando su paroxismo en la célebre secuencia en la que se completa, ante la mirada arrobada de Scottie, la transformación de Judy en Madeleine, nimbada por una luz verde, como si estuviéramos asistiendo a una  resurrección de la carne.

Madeleine/Judy avanza hacia la cámara y James Stewart se vuelve hacia ella (aureolado por la luz mortuoria o fosforescente de un letrero de neón), mirándola con deseo y exaltación idólatra y conmovido alivio y también con lágrimas, y entonces el espectador siente que el tiempo se suspende y las fronteras entre la vida y la muerte se difuminan; y ya no importa saber que Judy y Madeleine son la misma persona, no importa que todo haya sido un embeleco: porque estamos mirando a través de los ojos rendidos de James Stewart.

Es un momento de una emoción arrasadora que ya nunca se borra de nuestra memoria. Y así, cada vez que volvemos a ver Vértigo, repetimos con James Stewart: «¡Cuánto te hemos llorado, Madeleine!».


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