Cinelandias 'Tierra de faraones', una película sin corsés en la que Joan Collins ofrece su cuerpo como diezmo
Una película sin corsés de ningún tipo, y muy especialmente artísticos, con un vestuario y una escenografía coloristas que se ciscan en la verosimilitud y en cualquier viso de historicidad. Un guiso de exotismo pulp y kitsch sin un reparto estelar, pero con una Joan Collins memorable en el papel de una pindonga tremenda.
Viernes, 22 de Septiembre 2023, 09:20h
Tiempo de lectura: 4 min
En toda selección subyacen criterios discutibles, incluso arbitrarios, que no tiene demasiado sentido explicar. Desde niño nos fascinó Tierra de faraones (1955), el peplum dirigido por un Howard Hawks (1896-1977) que jamás había cultivado el género con anterioridad, aunque tuviese sobrada experiencia en el cine de aventuras y ambientación exótica. Siempre que los expertos se refieren a esta película de Hawks, tratan de justificarla como un encargo alimenticio, o incluso como un pecado de senectud (aunque Hawks ni siquiera hubiese cumplido los sesenta años cuando la dirigió), en cualquier caso como una obra que no encaja con el resto de su filmografía, una suerte de capricho o concesión ruborosa a un público populachero. Tal presunción siempre se ha antojado tan grotesca como elitista.
La realidad es que Tierra de faraones es una película encandiladora, llena de ese clasicismo vibrante propio de Hawks, que aquí añade unas generosas dosis de exotismo pulp al guiso, sin renunciar a su personalidad ni a los asuntos propios de su cine (así, por ejemplo, la prevalencia e iniciativa sexual de la mujer sobre varones incapaces de anticipar sus manejos). Es cierto que, a diferencia de otras películas de Hawks, carece de un reparto estelar (lo que sin duda influyó en su fracaso) y no hace ascos al kitsch; pero sospecho que una y otra característica contribuyen a acrecentar su atractivo. Tierra de faraones recrea libérrimamente la construcción de la pirámide de Keops, la única de las siete maravillas del mundo antiguo que aún se mantiene en pie, sobre la que apenas sabemos nada; y esta neblina histórica la aprovecha Hawks para realizar una película sin corsés de ningún tipo, y muy especialmente artísticos, con un vestuario y una escenografía coloristas que se ciscan en la verosimilitud y en cualquier viso de historicidad. A esta brisa de libertad creativa se suma un guión muy arrebatadamente fantasioso, a la vez ingenioso e ingenuo, en cuya redacción participó (no sabemos en qué grado de dipsomanía) William Faulkner, que para celebrarlo dio por unos días (¡sólo por unos días, eh!) vacaciones al aburrimiento.
En el guión, arrebatadamente fantasioso, a la vez ingenioso e ingenuo participó (no sabemos en qué grado de dipsomanía) William Faulkner
Tierra de faraones nos narra la obsesión del faraón Keops (a quien interpreta con modales de capataz Jack Hawkins) por construirse una tumba que resista el asalto de los ladrones. Tras desechar los proyectos de sus arquitectos áulicos, hallará en el prisionero Vashtar (el patriarcal y un tanto estólido James Robertson Justice) la mente capaz de urdir un ingenio, tan sencillo como inexpugnable, que garantice la realización de sus deseos. Durante los veinte años que dura la construcción de la pirámide, el faraón tendrá tiempo de enamorarse de una pindonga tremenda, la princesa chipriota Nelifer (Joan Collins), que se presenta en el palacio de Keops ofreciendo su cuerpo como diezmo, ya que las cosechas de sus súbditos han sido muy escasas (oferta que Keops aceptará sin dubitación).
La película avanza entre secuencias que han dejado una marca indeleble en nuestra tierna memoria infantil: las estatuas mastodónticas de los dioses de Egipto acogiendo con voz cavernosa los cadáveres de los soldados caídos en combate, la simple y eficacísima explicación del artilugio que permitirá sellar herméticamente la pirámide y, sobre todo, las andanzas de Nelifer, a la que vemos revolotear por los aposentos palatinos con su atuendo de corista de opereta, poniendo firme y erecto a todo oficial de la guardia faraónica que se le pone a tiro, y urdiendo alevosísimas maquinaciones que alcanzan su apogeo en la secuencia del asesinato fallido del unigénito del faraón, auténtica obra maestra de la perfidia con cobra y flauta incluidas.
¡Algún lector quisquilloso nos reprochará que nuestra selección de 'Tierra de faraones' la dictaron los sostenes de copa y las negligés de gasa de Joan Collins!
Aunque, sin duda, para disfrutar del momento más abracadabrante de la película, habremos de esperar hasta su desenlace, en el que al fin la sinuosa Nelifer reciba su merecido, rodeada de una cohorte de sacerdotes mudos (a los que Keops había cortado la lengua, para que no pudieran revelar los secretos de la pirámide) y ataviados con pellizas de leopardo que –a juzgar por sus ceños fruncidos y el brillo lúbrico de sus calvorotas– parecen dispuestos a infringir el celibato e infligir a Nelifer (úsese esta frase para ilustrar a los ignaros sobre el uso diverso de los verbos 'infringir' e 'infligir') las sevicias más salaces, bajo la mirada impasible del sumo sacerdote Hamar.
¡Al final algún lector quisquilloso nos reprochará que nuestra selección de Tierra de faraones la dictaron los sostenes de copa y las negligés de gasa de Joan Collins! Pero, llegado el caso, alegaremos que las pellizas de leopardo de los sacerdotes mudos y calvorotas también tuvieron su peso.
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