Bajo el volcán
VACACIONES EN EL MAR ·
Bella, caótica y excesiva, el mayor peligro de Nápoles es que se te desencaje la mandíbula al contemplarlaSecciones
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VACACIONES EN EL MAR ·
Bella, caótica y excesiva, el mayor peligro de Nápoles es que se te desencaje la mandíbula al contemplarlaEstoy acabá, reventá, destrozá y cualquier cosa que termine con acento en la 'a'. Yo, indolente de nacimiento, hago más actividades en un solo día de crucero que en Cartagena en un mes: levantarme a las siete de la mañana, ducharme, saltarme la dieta en ... el desayuno, subirme a un bus, bajarme del bus, patear una ciudad a cuarenta grados, saltarme la dieta en la comida, beber, volver al barco, ver salir el barco, beber, ducharme, ir a un espectáculo, beber, saltarme la dieta en la cena, beber, volver al camarote, escribir, leer y dormir. Esto último lo hago poco, claro.
Curiosamente, y contra todo pronóstico, aquí sigo. Solo caben dos posibilidades: o he desarrollado superpoderes con la premenopausia, que lo dudo, o ha empezado a irme el rollo masoca, que lo dudo más aún. La tercera posibilidad, la de estar disfrutando del crucero, ni siquiera la contemplo: no quiero darle esa satisfacción a mis señoritos. Me quedo con la primera opción. Y, ya puesta a gozar de superpoderes, me gustaría tener el de comer sin engordar. Pero no. Cuando a la vuelta me pille mi nutricionista, un tipo que convierte al doctor Mengele en un aprendiz, me va a reducir la dieta a 5 calorías diarias.
Para ver si quemo los daiquiris de fresa, hoy nos vamos a recorrer Nápoles, ciudad que arrastra fama de peligrosa, tanto que un pasajero que habla por teléfono le dice a su interlocutor que ha elegido una visita en la que no se baja del autobús porque en Nápoles hay muchos tiroteos. Mira, ya me quedo más tranquila.
Desde Nápoles puedes hacer diferentes excursiones: Paco y Marga, amantes de la historia, se van a Pompeya; Ana y Carlos, más partidarios del lujo atómico, se van a Capri, reino de la jet set. Leo que ya están allí Naty Abascal y Rosario Nadal, alojadas en el yate de Valentino. Y vaya yate: cinco camarotes dobles, cuadros de Warhol en las paredes y una tripulación compuesta por once maromos como once soles. Naty sí que sabe elegir bien a sus amigos.
Mi santo y yo no tenemos duda alguna: queremos ver Nápoles. Enamorados de Italia de cintura para abajo (es decir, desde Roma hasta el sur), la perspectiva de recorrer la ciudad nos sulibeya. Nos inclinamos por una de las excursiones del crucero, 'Un día como un partenopeo'. No sé qué significa 'partenopeo', porque en alta mar no puedes consultar Google sin tener que rehipotecar la casa. Espero que no quiera decir 'panoli al que le van a sacar los cuartos'. Qué mala es la ignorancia.
En la descripción de la excursión prometen que vamos a recorrer Nápoles durante más de una hora, y que la guía nos irá desgranando la historia de la ciudad a través de sus monumentos más importantes. Nada más bajar del barco nos recibe Fabiana, nuestra cicerone, y la visita comienza con una subida a la colina de Posillipo en autobús. Durante el trayecto, Fabiana nos ilustra sobre el origen de Nápoles. Y nos descubre el significado de 'partenopeo': el término griego deriva de Parténope, el nombre de una sirena que, enamorada de Ulises, intentó seducirle con su canto. Pero Ulises, conocedor de su influjo, permaneció atado al mástil para no sucumbir bajo su hechizo y arrojarse al mar. Al no ser correspondida, Parténope murió, y su cuerpo llegó hasta la bahía de Nápoles, donde fue encontrado por unos pescadores que lo enterraron y erigieron un monumento en su honor. Así fue cómo nació Nápoles, la antigua Parténope. Y una ciudad fundada sobre los cimientos de una trágica historia de amor solo puede ser una ciudad llena de exceso y desgarro.
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Rosa Palo
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En lo alto de la colina de Posillipo nos sobrecoge la panorámica de la bahía. A la izquierda Sorrento y, en el centro, el Vesubio. Dormido desde 1948, recorta su silueta imponente sobre un cielo extraordinariamente azul. Hacemos fotos y le compramos a unos vendedores callejeros unos cuernos pequeñitos y rojos. Es el 'cornetto', o 'curniciello' en dialecto napolitano. El cuernecito hay que regalarlo para que dé buena suerte al que lo recibe. Y una, a pesar de saber que la fortuna no se atrae con supersticiones, se echa al bolso docena y media.
Bajando de la colina, contemplamos Nápoles desde el autobús. La identificación con la ciudad es inmediata: es caótica, desordenada y decadente. Exactamente igual que yo.
Pasamos frente al monumento a los 'scugnizzi', en la Plaza de la República. «Se puede traducir como el monumento a los pícaros», dice Fabiana. «Ellos salvaron la ciudad de la ocupación nazi antes de la llegada de los aliados». Fabiana nos lo cuenta emocionada, con el orgullo napolitano asomándole a los ojos. Curzio Malaparte hace referencia a aquellos días en 'La piel': «grupos de muchachos se arrojaban contra los 'Panzers' sosteniendo en los brazos cestos de paja encendida y morían prendiendo fuego a aquellas tortugas de acero. Muchachitas con aire inocente mostraban sonriendo racimos de uvas a los alemanes sedientos encerrados en los carros blindados [...] apenas estos levantaban la cubierta de la torrecilla y se inclinaban para recibir el dulce donativo del racimo, bandadas de chiquillos al acecho los exterminaban con una lluvia de granadas de mano quitadas a los enemigos muertos. Muchos fueron los muchachos y las chiquillas que perdieron la vida en aquella cruel y generosa estratagema».
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Dejando a un lado los episodios heroicos frente a los nazis, la novela de Malaparte sobre la liberación de Nápoles descubre una ciudad hambrienta, miserable y abyecta. 'La piel' es negrísima y amarga, como el café napolitano, y tan espinosa y extrema como la biografía del propio Malaparte. El contraste entre las calamidades que leo en mi camarote y la felicidad opulenta que veo en el barco me encoge el estómago.
Abandonamos el autobús y pasamos por la galería Umberto I, el teatro San Carlos, la vía Toledo, los Quartieri Spagnoli. Allí encontramos los primeros homenajes a Maradona: guirnaldas que cuelgan de una fachada a otra con corazones que contienen el rostro del argentino y puestos donde venden camisetas, banderas y bufandas con su nombre. Nápoles es una ciudad que convierte en dios a un futbolista y lo venera en altares callejeros.
Desde hace un rato, nos sigue un tipo con una camisa negra de la que cuelgan docenas de cuernos rojos y pequeñitos formando una indiana. «¡Pasquale, deja de seguirnos! Que estos ya han comprado cuernecitos, y los tuyos son más caros», le dice Fabiana. Esta escena sucede a la entrada de la Basílica de Santa Clara, en la que se encuentra la capilla borbónica donde están enterrados diversos miembros de la dinastía. Los españoles asentimos con la cabeza a las explicaciones de la guía. Sí, los Borbones. Nos suenan de algo.
Tras la visita a la basílica acaba la excursión. Nos ha sabido a poco. A pesar de los riesgos de sufrir un tiroteo, tal y como temía el tipo del teléfono, decidimos no volver aún al barco y seguir callejeando por nuestra cuenta. Empiezo a pensar que el mayor peligro de Nápoles es que se te desencaje la mandíbula ante tanto exceso, tanta densidad, tanta belleza decadente.
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