El barco era una fiesta
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VACACIONES en el mar ·
O de cómo es mucho más difícil hidratarte con agua que con daiquirisLas mañanas son para las ciudades y las tardes son para el barco. Y para el alcohol: si naufragamos, la mayoría del pasaje estará tan cocido que ni se dará cuenta. Es difícil no sucumbir ante el chispazo de felicidad casi inmediata que proporcionan los ... cócteles. Tampoco hacen nada para evitarlo: el paquete de bebidas solo incluye un botellín de agua por persona y día, pero a lo largo del crucero te puedes tomar 999 cafés, 999 combinados, 999 cervezas y 999 vinos. Por eso pasa lo que pasa: a las seis de la tarde, un treintañero que pasea un carrito de bebé nos pregunta dónde puede comer algo. «Es que estoy borracho. Muy borracho», nos dice. Solícitos, le indicamos el lugar más próximo en el que encontrar algo que echarse a la boca, al tiempo que le mostramos toda nuestra solidaridad como padres que también hemos intentado compatibilizar una buena jumera con el cuidado de los críos. Dar una papilla estando piripi no es cosa menor, que es cosa mayor.
En el bar de popa no admiten niños. Y está permitido fumar. Es el bar perfecto, el cielo en la tierra. O en el mar. Una chica pincha música de los 70 pasada por una batidora, y la gente se agolpa en la barandilla del barco para hacerse una foto con el sol poniéndose. Mientras esperamos turno, Ana, Marga y yo nos pedimos un daiquiri de fresa. Esa es nuestra ración diaria de fruta.
«Oye, te has dejado el móvil en la mesa», le dice Carlos a un tipo que se dirige hacia la barra. «Gracias, quillo, pero no pasa ná. ¿Quién me va a robar un móvil aquí?». Y el payo se enrolla. Que si es de Cádiz. Que si han venido cinco parejas de amigos con los chiquillos. Que si nos dice cuál es el mejor sitio para comer morrillo de atún a buen precio en Barbate. Y sigue: «Tengo a mi mujer y a las dos crías en el camarote, que con lo que tardan ellas en arreglarse a mí me da tiempo a tomarme cuatro cervezas». Y va a por la quinta. Olé. Al gaditano nos lo encontraremos varias veces más a lo largo de la tarde. También a mi esteticista, la mujer que lucha a brazo partido contra la flacidez de mi rostro. De momento, va perdiendo.
Por la cubierta revolotean parejas, familias y grupos de amigos. Los que aún van en bañador se mezclan con los que ya se han emperifollado para la cena. Cerca de la barra, el único tipo solitario del bar fuma para ver y ser visto. Tiene que ser italiano: solo un italiano llevaría una chaqueta blanca con una camisa negra. Y solo un italiano se echaría un pitillo como si Oliviero Toscani le estuviera apuntando con el objetivo de la cámara, o como si la viuda de un notario le mirara con ojos golosos.
No sé si entre las abuelas que contemplan la puesta de sol habrá alguna viuda adinerada dispuesta a mejorar la vida del fumador, pero ahí están todas, sentadas junto a los suyos. Parecen un tanto fuera de lugar, extrañadas de ser ellas las servidas después de pasarse toda la vida sirviendo a los demás. Por eso agradecen con tantos aspavientos la bebida que les lleva el camarero y que deposita en sus manos con un «Your drink, madam». Y por eso han rescatado del armario el vestido de madrina de boda por lo civil del pequeño y le han dicho a sus vecinas que sus hijos las han invitado a hacer un crucero por el Mediterráneo porque son unos muchachos muy rumbosos. A la vuelta, y con todo lujo de detalles, contarán la travesía en la panadería y en la peluquería, y dirán que ha sido un viaje maravilloso porque no han tenido que pasar una escoba, ni poner un puchero al fuego, ni ocuparse de los nietos. Y que ya era hora de disfrutar un poco.
En la cubierta se mezclan acentos muy distintos, pero se oyen muchos 'prego' y muchos 'hola'. La mayoría del pasaje procede de España y de Italia, mientras que la tripulación se organiza en castas determinadas a partir de la nacionalidad: los indonesios realizan los trabajos más físicos, los filipinos y los latinos atienden al público, y los mandos son, sobre todo, italianos. Agradezco que no haya venido el heredero, o ya nos estaría soltando una clase magistral acerca de los males del imperialismo, de las lacras del capitalismo y de cómo el barco es un reflejo de un sistema en el que el tercer mundo es oprimido por el primero. No descarto que el tío organizara un motín a bordo y nos acabaran paseando por la plancha.
Pero ahora no me viene bien que me sometan a un consejo de guerra: tenemos que ir a cenar. Al fin voy a saber cómo sigue el culebrón de la italiana de labios morcilleros. Desafortunadamente, no aparecen en toda la cena, y tampoco voy a preguntarle por ellos a Wilson, el encargado de nuestra mesa, que nos atiende con las estiradas maneras de un mayordomo de 'Downton Abbey': discreto, solícito y atento, nos sirve agua y vino y nos informa sobre el menú. Pronto se da cuenta de que su formación en protocolo y buenas maneras es muy superior a la nuestra, y comienza a relajarse y a bromear con nosotros.
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Rosa Palo
Rosa Palo
Mientras ellos charlan con Wilson, yo miro el tríptico con las actividades. Ahí está la quintaesencia de la diversión organizada: una noche dividida en períodos de cuarenta y cinco minutos de alegría impuesta por decreto ley que van desde el bingo hasta la música en directo. «A ver si hay un concurso de Miss Costa Madura y te presentas», dice Ana. Sabe que, como mártir del periodismo 'verité' que soy, estoy dispuesta a desfilar mostrando mis lorzas en bañador con tal de transmitirle a los lectores la experiencia. Afortunadamente para mí (y para ustedes), no existe tal cosa. En cambio, encuentro un karaoke en el que apuntarse para participar en el concurso 'The Voice of the Sea'. Es perfecto para Ana. Porque Ana es capaz de plantarse en el escenario para honrar a la Jurado. Porque un karaoke es su hábitat natural, el suyo y el de los bendecidos con un chorro de voz. Para ellos, siempre es su gran noche. Para el resto de los mortales, los que tenemos poquita voz pero desagradable, es la noche en la que aúllan los perros.
Nos acercamos a la sala donde se celebran las audiciones. «No, hoy ya está todo cerrado. Dentro de dos días puede presentarse su amiga», me dice un filipino jovencísimo. Es uno de los animadores del sarao, y vaya si anima. Poseído por la mismísima Beyoncé, baila con un movimiento de caderas que ya quisiera yo. Qué arte, qué alegría; qué lejos queda el hieratismo momificado de la Preysler. Al chico aún le aguardan ocho meses de estar embarcado, pero le gusta. Y no me extraña: entre los animadores del crucero, todos monísimos, tiene que haber más amoríos que en un instituto.
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Oímos cantar a la que será la competencia de Ana. «Nada, esos no lo hacen tan bien como tú, chata. Ni te preocupes», le decimos. Sin darnos cuenta, nos hemos convertido en el séquito de Rocío Jurado: somos Rosa Benito, Amador Mohedano y su cuñado José Antonio animando a la estrella. Nos vamos al camarote. Esa noche, soñaremos con el triunfo y la fama.
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