El robo y el asesinato que acabaron en pena de muerte en Amurrio
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La localidad alavesa fue escenario de dos ejecuciones públicas excepcionales, una de ellas múltiple, a finales del siglo XIXManuel Montero
Domingo, 5 de diciembre 2021
En el último cuarto del siglo XIX hubo dos ejecuciones en Amurrio, una circunstancia totalmente excepcional (en el periodo hubo otras dos en Álava y una en Vizcaya). Tuvieron lugar en 1877 y 1884. Les fue aplicada la pena de muerte a cuatro personas por crímenes cometidos en ese partido judicial, un homicidio con robo y un asesinato con alevosía.
La ejecución de 1877 castigó un crimen cometido en 1872, a comienzos de la guerra carlista. Fue después del convenio de Amorebieta, que desactivaba en mayo la insurrección estallada a fines de abril. Por lo que se sabe, José Buñuel, brigada carlista, llegó al pueblo de Sojo, en la cuadrilla de Ayala, la mañana del 8 de julio. Era el momento en que se estaba desmantelando el ejército sublevado. Le acompañaban tres soldados de caballería y seis de infantería. Sabemos que entró en tratos con la autoridad local, el regidor Bernardino Ortega, al que al parecer entregó un cinturón con dinero. Los soldados carlistas llegaron a la conclusión de que estaba pensando entregarse, para obtener el indulto, y le reclamaron los 30.000 o 40.000 reales que decían que llevaba, quizás para gastos relacionados con el levantamiento. Buñuel logró escapar y, disfrazado –le ayudaba Francisco Barredo–, logró ocultarse en un arroyo hasta que marcharon sus compañeros de partida.
Por la tarde volvió a estar con el regidor, que le advirtió anduviese con cuidado, no sólo con los carlistas, también con Barredo, a «quien juzgaba de malos antecedentes». Al llegar la noche, Francisco Barredo le organizó la marcha a Valmaseda, donde efectivamente pensaba entregarse, y le puso como guías a su hijo Domingo y a su yerno Pedro Ortega (hijo a su vez del regidor, que en su momento llegó a estar detenido, aunque fue sobreseído). Al parecer, pensaban que José Buñuel llevaba una gran cantidad de dinero, seguramente una fortuna mayor que la que ellos habían visto nunca: habían planeado robarle.
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Francisco marchó disfrazado detrás del oficial y de sus guías –le siguió su hijo Fructuoso, menor de edad, que contempló los sucesos pero no intervino en ellos–. Antes de llegar a Arciniega le asaltaron entre los tres, golpeándolo con piedras, un palo y al final hiriéndole con una navaja. Buñuel aseguró que había dejado el dinero en casa del regidor y que llevaba sólo una pequeña cantidad, que les entregó. Les suplicó por su vida, alegando que tenía cinco hijos, pero no sirvió de nada. El oficial carlista resultó muerto.
Hubo un testigo, «un pastorcillo», y un vecino los vio volver a casa antes de amanecer. El 11 de julio se supo del cadáver y pronto fueron detenidos los autores del crimen, incluso Francisco, que había huido y fue localizado en el valle de Losa. Se entregó sin resistencia y asumiendo que le daban el alto por el asunto del carlista.
El juicio tardó en celebrarse, sin duda a causa de la guerra. Se dijo que, en tanto no terminó esta, los acusados no declararon y que lo hicieron al llegar la paz, pensando que la justicia sería menos rígida. No fue así. En noviembre de 1876 se celebró el juicio y los tres fueron condenados a muerte en base a sus declaraciones, corroboradas por pruebas. La apelación al Tribunal Supremo no cambió la sentencia, que fue definitiva desde el 31 de agosto del siguiente año.
La ejecución tuvo lugar el 11 de septiembre de 1877 en Amurrio, la cabeza del partido judicial. Según las crónicas, todo el acto estuvo impregnado de religiosidad, entre los condenados y en el público asistente. Por entonces, las ejecuciones eran públicas, tenían una finalidad ejemplarizante y solían ser seguidas por multitudes. Eso ocurrió en Amurrio. Como era habitual, hubo repudio de la pena de muerte y peticiones de indulto. Francisco Barredo proclamaba que era el único culpable del crimen y que los otros dos resultaban inocentes, aunque la sentencia había dado por probada la participación de los tres.
Por lo demás, esta vez la escenificación de la ejecución estuvo condicionada por la faceta religiosa. 'El Noticiero Bilbaíno' aseguró que los tres fueron conducidos al patíbulo – «en el alto llamado fuerte de Amurrio» - «en extremo contritos y arrepentidos». Alcanzaron cierto protagonismo los jesuitas de Orduña, «que desplegaron todo su celo evangélico». El periódico bilbaíno no quiso publicar los pormenores de la ejecución «para relegar más fácilmente estos sucesos al olvido». No quiso caer en el morbo.
Tenemos un relato minucioso de un cura, que en el periódico 'El siglo futuro' (de cariz carlista) se hizo lenguas de la fe y del arrepentimiento de los condenados, así como de la serenidad de los Barredo al despedirse de su familia. El artículo presentaba la ejecución como una especie de auto de fe, dirigido a enaltecer la religiosidad, alabando «el sincero dolor y arrepentimiento del que han dado muestras y la admirable resignación cristiana con que han sufrido el castigo». Seguramente hubo un trasfondo de este tipo, pero quizás la crónica se deja llevar por el entusiasmo religioso del autor, que atribuye a los condenados frases solemnes y profundas, así como una serenidad y capacidad reflexiva que suenan a estereotipo. Sabemos que oyeron misa –sin poder verse entre sí– y que fueron conducidos al patíbulo de forma espaciada. No lo menciona la crónica, pero fueron ejecutados al garrote vil.
La ejecución del 1 de marzo de 1884 fue muy distinta, como también el crimen, particularmente sórdido. Ocurrió en Artomaña, cerca de Orduña, también en el partido judicial de Amurrio., donde vivían tres hermanos, Marcos, Pedro y Juan Orúe Eguiluz, de 21, 23 y 27 años, cuyos padres habían muerto. El asesino fue el segundo, Juan. Por lo que se declaró probado, concibió la idea de deshacerse de sus hermanos, para hacerse con toda la herencia, entre 6.000 y 7.000 reales. Se quedaría como dueño de la casa y se libraría de la quinta. Sobre todo: podría casarse con su novia, «por la que –declaró la sentencia– sentía una pasión amorosa irresistible», lo que, aseguró, fue el arranque la decisión del asesinato. Meditó por la noche durante cuatro días, desechando la idea de utilizar una escopeta. Se decidió por un medio más rudimentario, quizás para evitar que los tiros alertasen a los vecinos.
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Ocurrió la víspera de San Juan, el 23 de junio de 1882. Juan Orúe asistió de lejos a la hoguera, donde vio que estaban sus hermanos. Se ocultó en casa, detrás de la escalera. Cuando estaban dormidos les atacó violentísimamente con un hacha. Marcos murió al día siguiente, Pedro tardó meses en curar, quedándole secuelas.
Fue juzgado en mayo del 83 y condenado por asesinato e intento de asesinato con alevosía y los agravantes de parentesco, premeditación y nocturnidad. En el acto de casación el abogado de oficio no recurrió, por no encontrar motivos. Enseguida la sentencia fue firme.
El 29 de febrero de 1884 Juan Orúe fue enviado a Amurrio, acompañado por tres parejas de la guardia civil. La llegada provocó conmoción, pues era un hombre conocido y, según el periódico, un joven de buena figura. Se desplegó después la habitual parafernalia, que incluía la llegada del verdugo y, en este caso, la de tropas venidas de Vitoria (batallón de cazadores de Madrid y escuadra de caballería de Albarán), para garantizar la seguridad. El relato incluyó alusiones a la serenidad y arrepentimiento del condenado, a la visita que le hizo el hermano que había sido herido, así como a los auxilios espirituales que recibió.
A la ejecución acudió numerosísimo público, de Amurrio y de pueblos vecinos. En esta ocasión no hubo el despliegue de religiosidad de siete años antes. Las crónicas tampoco muestran similar disconformidad social con la ejecución, quizás por la proximidad y naturaleza del crimen, un fratricidio con una víctima conocida en el pueblo.
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José A. González y Álex Sánchez
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