Domingo, 4 de septiembre 2022, 00:54
Al leer los periódicos de hace un siglo, a menudo nos sorprende la brusquedad con la que describían a los protagonistas de las noticias, empleando un tono a la vez cándido y despiadado que hoy nos suena irrespetuoso. No hay más que ver, por ejemplo, ... cómo remataba 'El Nervión' su presentación del sereno José María Sanjurjo: «Siempre fue querido por sus jefes y era reconocido por su afable trato y conducta intachable. Entre sus compañeros fue también muy querido, pues era el desgraciado Sanjurjo lo que vulgarmente se dice un infeliz». Teniendo en cuenta que el pobre Sanjurjo había sido asesinado de un tiro pocas horas antes, esa última frase no parece un alarde de diplomacia, aunque también es verdad que nadie puede decir que se tratase de una apreciación equivocada.
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Otra beneficiaria Cuando el Ayuntamiento concedió una anualidad de sueldo a la viuda del sereno Sanjurjo, algunos concejales hicieron notar que debía aplicarse la misma medida al caso de César Varela, un barrendero que había fallecido asfixiado en 1899 cuando limpiaba la alcantarilla general de la Gran Vía. Así se acordó. Varela tenía 34 años y procedía de Torrelavega.
José María Sanjurjo, un gallego de 37 años que vivía con su mujer y sus cuatro hijos en la calle Autonomía, no era un hombre con buena suerte. El infortunio ya le había golpeado con fuerza en una ocasión: en agosto de 1900, un carro que circulaba por Autonomía se llevó por delante a su hija de 6 años, Nicolasa, que murió aplastada por el vehículo. Menos de un año después, a las dos de la madrugada del 12 de junio de 1901, fue el propio Sanjurjo quien perdió la vida en el curso de una noche que se torció de manera absurda.
Aquel día era miércoles, pero en Bilbao no escaseaban los vividores que trataban de sacar todo el jugo a las veladas del final de la primavera. Uno de ellos era Celestino Gutiérrez Barquín, un viudo de 35 años nacido en la localidad burgalesa de Espinosa de los Monteros, que se hizo notar más de lo habitual en una taberna de la Ribera. Al parecer, había bebido «con algún exceso», según confirmaría más tarde un testigo, y en determinado momento había exhibido una navajita que portaba. El sereno Sanjurjo, encargado de velar por el orden en la zona, lo cacheó a la salida del bar y le confiscó el cortaplumas.
A Celestino no le sentó nada bien aquel encontronazo con la autoridad: eso, ciertamente, era previsible. Según relataron algunos de los presentes, profirió juramentos y feroces amenazas contra el sereno, y tampoco esa reacción puede sorprender a nadie. Lo inesperado (y ahí asoma la mala suerte de Sanjurjo) es que Celestino debía de ser el único borracho de Bilbao dispuesto a emprender la trabajosa tarea de vengarse. Tras pasar un rato con amigos en el Café de la Unión, se acercó a la vivienda en la que compartía un cuarto de alquiler. Le abrió la puerta su casero, el maletero Pedro Monteagudo, que le notó «algo bebido». Su compañero de cuarto, el barbero Víctor López, acertó a distinguir «entre sueños» cómo Celestino se cambiaba el blusón por una chaqueta y se marchaba de nuevo a la calle. En el bolsillo se llevaba su revólver Smith & Wesson del calibre 44.
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Celestino, a quien 'El Liberal' catalogaba como individuo «de malos antecedentes», buscó a José María y logró dar con él a eso de las dos menos cuarto de la madrugada en la propia calle de la Ribera. Sin más, le disparó tres veces. El sereno, herido, lo persiguió cojeando por el puente de La Merced, pero se desplomó al llegar al otro lado de la ría: alcanzado en la cadera, fallecería a los pocos minutos de ser trasladado a Basurto. Varios compañeros suyos que tenían asignadas las zonas más cercanas –Santa María, Hernani, San Francisco...– acudieron a la carrera al oír las detonaciones y también fueron recibidos con disparos, pero uno de ellos logró golpear al agresor con el chuzo y puso fin a su huida junto a la fábrica de harinas La Ceres, en el muelle de La Merced. El chuzo, un palo terminado en un pincho que utilizaban los serenos, se rompió por la fuerza del impacto.
En el juicio, celebrado en abril de 1902, Celestino atribuyó su reacción violenta a los «malos tratamientos» que le habían infligido los serenos al requisarle la navajita. Aseguró también que había disparado de manera accidental cuando los vigilantes «se cebaban en él a puñetazos y golpes de chuzo». En el alegato final, su abogado defensor sostuvo que el tiro mortal había salido en realidad del arma de otro sereno e insistió en denunciar como habituales las agresiones a los detenidos. Este planteamiento no surtió efecto y el tribunal condenó a Celestino a 17 años y 4 meses de prisión y a indemnizar con 8.000 pesetas a la viuda y los hijos de su víctima.
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La situación económica en la que quedaba la mujer, Mauricia, tenía tintes dramáticos, ya que el sereno Sanjurjo no estaba inscrito en el montepío municipal y, por tanto, su muerte no generaba derecho a pensión de viudedad. El alcalde abrió con 250 pesetas una suscripción pública en favor de Mauricia que, en el plazo de diez días, recaudó más de 4.600 pesetas. El Ayuntamiento acordó además concederle una anualidad completa del sueldo de su marido, pero dejó en suspenso la propuesta de asignarle la portería de alguna dependencia municipal.
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