1496: Juan de Arbolancha y el gran viaje de la archiduquesa
Tiempo de historias ·
El mercader bilbaíno fue elegido para organizar el mundo ambulante de naos, víveres, armas, soldados, nobles, comerciantes y cortesanos que trasladaría a Juana, hija de los Reyes Católicos, a Flandes
igor santos salazar
Lunes, 24 de octubre 2022, 01:49
1496: Juan de Arbolancha y el gran viaje de la archiduquesa
Igor Santos Salazar es doctor en Historia medieval por las universidades de Salamanca y Bolonia, y profesor de la Universidad de Trento (Italia)
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Laredo es hoy la playa de la Salvé, que corta con su guadaña dorada el sur de la bahía de Santoña, pero ... mucho antes de la llegada de los hashtag y de las postales; del turismo desarrollista y de sus horribles torres de apartamentos; de los coloridos bikinis franceses y de los grises ministros del Opus Dei, la imagen de Laredo era muy diferente. De hecho, ese interminable arenal era un espacio tan desierto como sus dunas y los habitantes de la puebla medieval se apiñaban por las escarpadas faldas de La Atalaya hacia el templo de Santa María de la Asunción. El casco urbano, protegido por oriente de la furia del viento y de una mar de la que parecen surgir, hacia el monte, los repechos disfrazados de calles que apenas dan espacio al caserío local, pronto quedó pequeño para contener el complejo mundo que crecía en su interior. La vida rebasó las murallas y fue creando un arrabal que casi igualaba en superficie al casco antiguo de la villa para dar cobijo a una población creciente que, a finales del siglo XV, parece haber sido algo superior a los 2.500 habitantes. Esa misma villa marítima, una de las cuatro de la costa de la mar –así se llamaba entonces a los núcleos urbanos costeros de una Cantabria que era sólo una etiqueta anticuaria para eruditos apasionados de historia romana– iba a ver revolucionados sus trabajos y sus días por la preparación de un evento sin precedentes.
La política internacional de los reyes Isabel y Fernando había decretado el destino matrimonial de sus hijos. En una maniobra que pretendía aislar a Francia, Juan, el único varón de los monarcas, y su hermana Juana, desposaron a los vástagos del emperador Maximiliano de Habsburgo, Margarita y Felipe, respectivamente. La unión debía salvar el escollo logístico de entregar en Flandes a Juana y de aprovechar el regreso de aquel viaje para traer a Margarita a Castilla. La operación era complicada: por un lado, la corte necesitaba de expertos que garantizasen con sus conocimientos y experiencia el éxito de una travesía por el Atlántico muy peligrosa, tan cerca de las costas del enemigo francés; por otro, era necesario congregar en un puerto cantábrico una armada bien pertrechada de hombres y vituallas para demostrar a los nuevos 'parientes' la potencia económica y el prestigio de los monarcas de Castilla y Aragón. Laredo, por su especial situación geográfica, cerca de nada pero nunca demasiado lejos de todo, fue elegido en 1496 como el puerto desde el que hacer partir aquel mundo ambulante de naos, víveres, armas, soldados, nobles, comerciantes y cortesanos. Pero no adelantemos acontecimientos.
Organizar una flota
Un año antes, un grupo de grandes mercaderes fue convocado en Tarazona por la reina Isabel. La reunión, una especie de oposición pública en un mundo de privados y privilegios, sirvió para decidir en manos de quién iba a recaer la responsabilidad (y el honor) de organizar una flota como ninguna antes había surcado las olas del Cantábrico. La elección recayó en el comerciante Juan de Arbolancha, reconocido especialista del tráfico comercial castellano y vizcaíno con la fachada atlántica europea en general y con la de Flandes en particular.
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Juan era miembro del linaje de los Arbolancha de Bilbao, protagonistas de mil desencuentros con el resto de las familias que pugnaban por someter la villa a sus propias voluntades desde las torres que todos ellos poseían en el Casco Viejo: los archivos del reino están repletos de papeles generados por los numerosos pleitos mantenidos por Arbolancha contra bretones e ingleses (y contra otros vizcaínos, claro), prueba de la solvencia de su currículum como armador, marino y hombre curtido en mil lides.
La organización de una expedición semejante duró meses. El complejo mecanismo burocrático castellano se activó gracias a la labor del corregidor de Burgos García de Cotes; del obispo de Badajoz Rodríguez de Fonseca (encargado de adquirir bienes en Andalucía); del embajador en Génova, Juan Manuel (encargado de alquilar dos carracas enormes para transportar a Juana, sus joyas y bienes y a su corte), todos ellos coordinados por el primo del rey Fernando, don Fadrique Enríquez, Almirante de Castilla. ¿Y Arbolancha? En una aventura en la que participaba la más alta aristocracia, recorrió las costas de Gipuzkoa y del Señorío y la montaña burgalesa con cargo oficial de pagador y abastecedor de la Armada; mandó cartas a los puertos de Galicia y Asturias; caminó sin descanso muchas millas para convencer y alistar en su flota al mayor número de naos y capitanes dispuestos a embarcarse hacia Flandes con la más preciada mercancía que nunca soñaron fletar: Juana de Castilla, archiduquesa de Austria.
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Aquellos tuvieron que ser días frenéticos. A Laredo continuaban llegando gentes y más gentes. Los cronistas, que son pocas veces fiables, resultan, en este caso, desesperantes: ninguno coincide en las cifras, de modo que tenemos que imaginar, por defecto, la dimensión del tsunami humano que embistió a Laredo. Dos carracas genovesas, quince naos, cinco carabelas, veinte pinazas auxiliares, más otro medio centenar de navíos comerciales, muchos de ellos artillados para dar escolta a la flota, lo que se traduce en un universo de más de doce mil personas al servicio de una ciudad flotante, a las que habría que sumar aquellas que viajaron hasta Laredo para hacer negocio aprovechando la confusión y el jolgorio de un episodio espectacular y alucinado: putas y chulos, vagamundos, buhoneros, predicadores, regateras, saltimbanquis, aventureros, alcahuetes y lazarillos; la novela del reino en unas calles que vieron multiplicada por seis, o por siete, la población de la villa cántabra.
No menos espectacular resulta la lectura de los inventarios de los bienes que junto con la artillería, la pólvora y las vituallas necesarias para soldados, mercaderes y cortesanos (bizcocho, sal, arroz, trigo, aceitunas, azúcar, membrillo, garbanzos, cera, pescados ahumados, cecinas y animales vivos...), fueron estibadas en las naos: joyas, objetos de oro y plata, todo tipo de telas y lencerías, bordados y tapices, esencias, peines, dedales, agujas, espejos, papel, cortinas, tijeras, arcas... No menos interesante la lista de quienes acompañaban a la joven dama para recrear su corte tan lejos de la corte que la había visto nacer: panadero, cocinero, cerero, pastelero, capellán, tesorero, copero, damas de compañía... La carraca de Juana, para quien Ochoa, el sobrino de Arbolancha, había reformado los camarotes, era un reino en miniatura a merced de la mar.
Tales y tantos preparativos hicieron que la expedición sufriese un fuerte retraso sobre la fecha de partida prevista, lo que ocasionó no pocos problemas logísticos y nuevos gastos. Al final, la Armada zarpó el 22 de agosto de 1496. El viaje tampoco fue como había sido previsto. Fuertes tempestades provocaron que las naves tuviesen que buscar refugio en el puerto inglés de Portland (cuya playa tanto recuerda a la de Laredo) nueve días más tarde. Retomada la ruta, ya en las costas de Zelanda, los vientos y los arenales provocaron que una de las carracas genovesas encallase y se hundiese, perdiendo todos los bienes que llevaba en sus bodegas. El peligro fue tanto que doña Juana pasó a la nao de Arbolancha para garantizar mejor su seguridad en un paisaje hostil.
El resto del viaje, del puerto de Middelburg a Lille y de ahí a Bruselas hizo que el retraso aumentase. Tantas peripecias habían iniciado a mermar los efectivos de la flota, que emprendió su regreso meses más tarde (ya en febrero) para llegar a Santander en marzo de 1497, llevando consigo a la nueva princesa de Asturias: Margarita de Habsburgo. Ladero Quesada, el historiador que más ha trabajado la historia de la Armada, calcula en unos 66 millones de maravedís el gasto que comportó semejante aventura diplomática y comercial.
La historia siguió su curso. Margarita, «la flor de Alemaña» de los versos de Juan del Encina, enviudó poco después de su llegada a Castilla. Las esperanzas puestas en el príncipe don Juan fueron enterradas en Ávila junto a sus restos mortales, como enterrados quedaron en Toledo los de su sobrino don Miguel de Portugal, que no llegó a cumplir los dos años. Tras tanta muerte y tanto duelo, la archiduquesa Juana pasaba a ser la heredera de Castilla. El trono iniciaba a desplazarse hacia los Habsburgo: la historia del mundo iba a cambiar para siempre merced a una jornada memorable, inciada en Laredo y organizada por un mercader de Bilbao.
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