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No era nada raro que la sociedad vizcaína de principios del siglo XX se movilizase para pedir el indulto de un condenado a muerte: si repasamos, por ejemplo, las actas históricas del Ayuntamiento de Bilbao, nos encontraremos con numerosas resoluciones en las que se solicitaba ... el perdón del monarca para algún sentenciado a la pena capital. Aun así, en pocos casos existió tanta unanimidad como en el de José Hormaechea, el campesino de Ermua al que declararon culpable de alta traición en 1907. El pobre Hormaechea no había matado a nadie, ni siquiera era consciente de haber delinquido, y su escasísima fluidez en castellano le llevó a declarar en contra de sus intereses durante el consejo de guerra: cada vez que le brindaban la posibilidad de disculpar sus actos, él insistía con obstinación en dar la peor respuesta posible. «Es uno de los mayores 'coitados' que han existido y existen bajo la capa del cielo», lo describió 'El Nervión', uno de los diarios que hicieron campaña en su favor.
Hormaechea servía como soldado de la brigada sanitaria en un poblado de Filipinas que fue atacado durante el alzamiento contra el dominio español, a finales del siglo XIX. Según uno de sus superiores, médico militar, al vizcaíno lo hicieron prisionero, pero los resúmenes de su caso que publicó la prensa tendían a presentar su paso al otro bando como una deserción inocente, sin mayor motivo, alimentada solo por la ignorancia y la incultura. «Con los insurrectos se fue, para seguir prestando sus servicios –relató 'El Noticiero Bilbaíno'–. A los tres días del ataque del poblado se hizo la paz y poco después Hormaechea regresaba a España, sin haber concedido importancia al acto que realizó». De hecho, una vez de vuelta en su pueblo, se apresuró a reclamar al Estado todo lo que se le adeudaba y, de esta manera, poco menos que se entregó a las autoridades.
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Carlos Benito
Desde Madrid comisionaron al alcalde de Ermua para detenerlo y meterlo entre rejas. El regidor cumplió la orden, pero, quizá porque conocía a José y sabía que aquella acción cometida en el otro extremo del mundo no tenía ninguna trascendencia, «le dio la población por cárcel», es decir, dejó que el improbable traidor continuase con su vida habitual en la localidad, «sin que pasara por su imaginación la idea de huir». Así transcurrieron años, hasta que la denuncia de un vecino puso en marcha la implacable maquinaria de la ley: la Guardia Civil detuvo a José Hormaechea en Ermua y lo trasladó a la cárcel bilbaína de Larrinaga. El 16 de octubre de 1907, fue sometido a un consejo de guerra en el cuarto de banderas del cuartel de San Francisco y condenado a muerte.
Su caso dio lugar a múltiples manifestaciones de lástima y compasión por parte de la sociedad vizcaína. Una comisión de diputados acudió a visitar al reo en Larrinaga. Según 'El Noticiero', la conversación permitió a estos próceres convencerse «de que es un infeliz y de que solamente la ignorancia y la candidez pueden llevar a un hombre como ese a cometer actos de cuya grave responsabilidad no tiene una noción exacta». Uno de los diputados, que hablaba euskera, mantuvo con el condenado la siguiente conversación:
–¿Entendías las preguntas que te hicieron en el consejo de guerra?
–No, señor, todo no.
–¿Y cómo es que contestabas?
–¿Qué iba a hacer más que contestar?
Esas dificultades de comunicación explicaban algunos detalles que, de otro modo, parecían inconcebibles: el tribunal del consejo de guerra preguntó en tres ocasiones al acusado «si el motivo de su deserción fue por haber sido apresado por los insurrectos de Filipinas», tal como aseguraba su superior, pero él «lo negó terminantemente» las tres veces y les cerró a los militares esa vía para exculparlo. Los diputados rogaron al director de la cárcel que «se atendiese al preso del mismo modo que pudiera hacerlo la familia de este si la tuviese aquí», ya que tanto su madre como su hermano residían fuera de Bizkaia, y emprendieron una campaña para evitar el fusilamiento del «humildísimo aldeano», tal como lo expresaba 'El Nervión'.
Diversas instituciones y particulares, desde la Casa de Misericordia hasta las diputaciones de Bizkaia y Gipuzkoa, se sumaron a la movilización. «Pueblo entero aplaudirá benignidad regia», argumentó en un telefonema el marqués de Acillona, diputado por Markina. El Ayuntamiento de Bilbao adoptó el acuerdo unánime de interceder por Hormaechea, al que definía en su escrito como un «pobre aldeano que apenas habla castellano y de tan corta inteligencia que no se da cuenta de la gravedad del delito ni de la terrible situación en que se encuentra». La presión no tardó en dar el fruto deseado: tan solo una semana después de que se dictase sentencia, Alfonso XIII firmó el indulto.
'El Nervión' celebró la medida con otro de esos artículos que, a la vez que se apiadaban del duro trance sufrido por José, prácticamente recurrían al insulto a la hora de explicar su conducta a través de la simpleza de carácter. «La real prerrogativa ejercida por nuestro joven soberano –planteaba el texto– ha evitado que José Hormaechea pague con su vida la tontería que hizo en Filipinas y las tonterías que hizo después para poner bien de relieve su primera tontería. Y véase de qué modo ha llegado a la cumbre de la notoriedad quien jamás aspiró a alcanzarla, un ser insignificante».
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