Las expectativas para estas vacaciones eran muy altas, pero la pandemia ha vuelto a llevarse la ilusión por delante. En los principales destinos de los vizcaínos se nota que la gente está tensa, irascible. «Estamos hartos»
Este verano no tendría que haber sido así, medio tristón. Debería haber sido el momento de regresar a la vieja normalidad, de derrotar a la pandemia por la vía vacunal. Debería haber sido tiempo de descompresión tras 16 meses terribles. Las expectativas, en fin, eran ... muy altas para este verano. Pero llegó la quinta ola de contagios y, con ella, más de lo mismo. Miedo y restricciones que, además, son diferentes y cambiantes en según qué sitios. El desengaño y la confusión han generado una frustración difícil de medir pero fácil de palpar en el ambiente. Sobre todo, en los grandes destinos vacacionales de los vizcaínos. A la gente se la nota irascible. En los bares perciben la tensión, igual que en las playas cuando toca cerrar por exceso de aforo: los encargados de poner orden hasta reciben insultos. Quienes trabajan de cara al público huelen ese ambiente mustio. Y el público, también.
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«Nos encontramos igual que en el verano de 2020, y eso nadie se lo esperaba», admite Adrián Serna, alcalde de Villarcayo. En Las Merindades, destino de miles de vizcaínos, se nota que «la gente está cansada. Mi sensación es que hay cierto nerviosismo tanto por parte de quienes buscan más libertad como por los sectores económicos que preveían un verano normal y no lo tienen». Se refiere sobre todo a la hostelería, que se mantiene en Burgos con limitación horaria a la una y media de la madrugada y con aforos restringidos. Tampoco hay grandes fiestas, al margen de ciertos actos puntuales y controlados. Eso sí, en estos enclaves castellanos al menos se felicitan de que las penalidades son menores que en los destinos costeros. «Aquí hay más espacio repartido en muchos pueblos». Suficiente, dice el alcalde, para recibir con cierta holgura a los visitantes: «En la comarca pasamos de 22.000 a 120.000 habitantes».
Uno de los nuevos vecinos es María Luisa, médica de Barakaldo que pasa la temporada estival en Medina de Pomar. Este verano ha reducido su círculo de relaciones al mínimo. «Sé lo que hay...», suelta. Ha visto muchas cosas en su consulta durante demasiados meses. Por el lado anímico, percibe hastío. «Cuando vas al supermercado, o a cualquier sitio, en el trato con la gente se ve que estamos todos más irascibles, más enfadados; estamos a la que salta». Menciona esa «agresividad» con la que le han contestado cuando ha pedido a alguna persona que cumpla con las normas, que se ponga la mascarilla. Se enfadan quienes reclaman más prudencia, y también quienes buscan más laxitud cuando les llega el reproche. «La gente está harta».
Ya advertía de esta situación la Confederación de Salud Mental de España en un informe publicado cuando se cumplió un año de pandemia. Alertaba sobre los costes psicológicos de una crisis sanitaria que se está prolongando mucho. Y ahora, este verano, la cosa se pone aún más fea. «Es por la gran diferencia entre la expectativa y la realidad», apunta la psicóloga clínica Carolina Lavandero. Se refiere a que hace un año se asumieron las restricciones estivales con más sosiego porque era algo esperado. Pero ahora «pensábamos que sería un agosto más o menos normal, había una esperanza brutal en las vacaciones». No se ha cumplido. Y ya estamos cansados de desengaños. «La capacidad de resistencia se está agotando; a unos les pilla trabajando y a otros de vacaciones, y chocan unos con otros. Por un lado, la necesidad de descanso y relax, y por otro, la necesidad de cumplir con las normas». De fondo, posibles ERTE que se conviertan en ERE y una incertidumbre por el lado económico que no da tranquilidad. «Se están cronificando ciertos niveles de estrés. Es algo que está pasando en todos lados», dice desde el Mediterráneo.
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«La capacidad de resistencia se está agotando y se están cronificando ciertos niveles de estrés»
Carolina Lavandero | Psicóloga
Colas y confusión
Aquí cerca ocurre muy especialmente en los municipios cántabros donde miles de vascos tienen segundas residencias. Noja, por ejemplo, pasa de 2.500 a 80.000 residentes en verano. Mucha gente en no mucho sitio. El miércoles fue día de mercado y, bajo el sol y la atmósfera húmeda, había colas largas para entrar en la plaza. También para acceder a las tiendas. «¿Es esta cola para la farmacia?». No, para el pan. «Ah». Pablo, controlador de la OTA, cuenta que «el otro día me dijo un señor de Bilbao que viene aquí todos los años que se iba. Solo llevaba cinco días y no le gustaba el ambiente».
Es por lo incómodo de conjugar masificación y prudencia pandémica. «Tenemos lo que nos buscamos», lanza Pedro, bilbaíno. «Las vacunas por sí solas no nos van a sacar de esto, hace falta actitud. Y mucha gente no quiere privarse de nada». Está enfadado este hombre. «Lo que estoy es resentido. Me contagié en el trabajo por un compañero que no se quería poner mascarilla. Estuve seis días ingresado con neumonía bilateral, a punto de entrar en la UCI, y tuve secuelas post covid durante seis meses».
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Como la vacuna no es garantía total, hay que extremar las precauciones, y eso es algo incómodo. Como es lógico, nunca habían pasado nada semejante Alberto Navas y Carmen Sánchez, pareja bilbaína que lleva medio siglo veraneando en Noja. «Tratamos de ir a la playa manteniendo las distancias. Y seleccionamos los bares. Solo vamos si hay mesa en la terraza. Aunque aquí, con el cambio de horarios, pasaporte covid y todo eso... es un lío. Estamos aburridos».
La incertidumbre y la perplejidad son ingredientes que en Cantabria se están sirviendo en abundancia. Todo el mundo habla de aquella semana a finales de julio y principios de agosto en la que, de un día a otro, todo cambiaba en la hostelería: interiores cerrados, abiertos, con pasaporte covid, sin él... Ahora, hasta el último momento, no se ha sabido que el toque de queda entre 01.00 y 06.00 horas se mantiene en vigor. Se ha prorrogado hace dos días, el viernes, a pocas horas de que venciese la prórroga anterior.
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«Nos han vuelto locos», lamenta Iñaki Campelo, hostelero vizcaíno con negocio en Noja. «La gente nos pregunta qué se puede hacer y qué no. Ya casi nadie sigue las noticias». Si la clientela llega de fuera de Cantabria, la confusión es mayor aún. «Viene gente de Bizkaia que no sabe ni que hay toque de queda, o que aquí no se puede fumar en las terrazas». De manera que se alimenta el lío y quizás el desasosiego. «El cabreo se nota en el ambiente, la gente está crispada, poco alegre, cansada». Muchos se enfadan cuando les piden que se pongan la mascarilla en el local. «Creíamos que este verano iba a ser mejor, pero está siendo mucho peor que el anterior». ¿Cómo es eso, si hay hasta colas para entrar en muchos bares y restaurantes? «Sí, pero no hay rotación. Quien coge una mesa lo alarga muchísimo. Y es un estrés tremendo trabajar con una cola de sesenta personas fuera». Por otra parte, con el toque de queda, se acabaron las largas noches de copas.
Rober Urrutxi y Kontxi Blanco, de Amorebieta, ven este panorama y sienten «frustración». «No nos imaginábamos que este verano sería así», se duelen en una terraza frente al mar. De la playa salen Pili, de Bilbao, con su hija Cristina, su yerno Javier y su nieta Aitane. «La gente se agobia mogollón con la mascarilla. No sé por qué». Todos en esta familia la llevan. Pero muchos alrededor, no. «Las normas se están respetando menos que el año pasado. Mucho menos».
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«Hay cierto nerviosismo, tanto por parte de quienes buscan más libertad como por los sectores económicos que preveían un verano normal»
Adrián Serna | Alcalde de Villarcayo
Los sectores que tratan de manera habitual con los foráneos detectan muy bien el cambio anímico. Por ejemplo, el mundo inmobiliario tiene un observatorio bueno para comparar con otros veranos. «El ambiente está muy enrarecido, los turistas de todos los años llegan muy estresados», explica una profesional que prefiere no ver su nombre publicado. «Llegan con más exigencias, en las comunidades hay problemas entre los vecinos por la limpieza de los espacios comunes...». En fin, que, para capear la situación, «hace falta mucha más paciencia que otros años».
Limpiar o no limpiar
Es que cada vez parece que hay más distancia entre quienes quieren mayor prudencia y quienes perciben que se está exagerando con todo esto. Las bilbaínas Mari Carmen y Mari Ángeles, que se toman un helado en el paseo de Laredo, están entre quienes piden más libertad. Y lamentan que «hay gente asustadísima, aterrorizada, que no se quita la mascarilla ni estando en el mar». Incluso dan argumentos científicos: «Hay mucho alarmismo, y el miedo genera una bajada del sistema inmune». ¿Están trivializando la pandemia? «Hay que ser prudentes, pero también vivir la vida». Tienen una casa en este municipio y entienden las tensiones a la hora de gestionar los espacios comunes. «Hay quien quiere limpiar mucho sin darse cuenta de que hay sustancias tóxicas en ciertos productos. Esa gente vive en el terror».
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No es terror, sino sensatez, lo de Xabier Rivas y Rakel Unzueta, de Aranguren (Zalla). «Hemos asumido que hay que tener poca vida social». Su piso está frente a la playa de Laredo y cuando bajan a ella van a zonas con poca gente. Otros veranos eran más de restaurantes; ahora se contienen, y siempre en terraza. O se llevan la comida a casa. Están con sus hijos Haizea, Lier y Olatz. Se les ve contentos y se ríen mucho. Y eso que mencionan otro factor relevante a la hora de aplanar el ánimo del personal: «El tiempo. Está siendo malísimo».
Efectivamente, no ayuda la ausencia de sol a fomentar la alegría. Y cuando se van las nubes, llega la avalancha con todos sus riesgos. «El otro día hasta nos insultaron cuando tuvimos que cerrar la playa por superarse el aforo», recuerda Adrián Urquijo, de la patrulla playera de Castro Urdiales. «La gente está cansada del covid, quiere disfrutar, y cuando hace bueno esto se pone hasta arriba». Unai Rincón y Adrián Rubio, socorristas de la DYA en el solárium de esta localidad cántabra, notan este año más tranquilo por los pocos días de sol que hay. Pero cuando despeja... Cuentan que ciertas personas incluso reivindican su derecho al disfrute veraniego cuando se les pide esperar porque el aforo está completo, o porque la zona donde quieren instalarse ya se ha saturado y deben ir a otra. «La gente está cansada e irascible», confirman dos técnicos de ambulancias que vigilan la zona.
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De todo ello está muy pendiente Susana Herrán, alcaldesa de Castro, que apunta un último punto de fricción: «La presión en los centros de salud se ve incrementada porque se está atendiendo a muchos desplazados». Tanto, que en alguno han colgado este cartel: 'Les informamos que no hay médico de desplazados'. «La situación de Urgencias en el Hospital de Laredo también es muy compleja». En cuanto a los botellones, sí recuerda que a principios del periodo estival llegaban cuadrillas de Euskadi para desbarrar ahí, donde las restricciones eran menores. «Pero luego se ha normalizado, y con el toque de queda se ha erradicado».
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- Con la situación sanitaria en la que estamos, alegría hay que tener la justa.
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