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El mes 0.0: crónica de treinta días sin beber alcohol

El mes 0.0: crónica de treinta días sin beber alcohol

Un repaso en primera persona al 'sobrio curioso', el experimento de volverse abstemio de manera temporal. Cuatro kilos menos, se duerme mejor...

CARLOS BENITO

Jueves, 10 de octubre 2019, 00:36

Una cosa mala de hacer el 'sobrio curioso', ese experimento de dejar de beber alcohol durante un mes para ver qué pasa, es que los demás pueden quedarse con la impresión de que, el resto del tiempo, uno es un avezado borrachín. Y tampoco se trata de eso. De hecho, en mi caso y me imagino que en muchos más, la idea de prestarse a hacer la prueba parece al principio un poco absurda, porque yo no bebo mucho. Bebo poco. ¡Casi no bebo! Otra cosa era en la juventud, cuando cualquier noche podía transformarse en sábado y las Voll-Damm caían en serie como fichas de dominó. Hoy en día, padre y mayorcito, uno bebe de manera episódica, sin mucha convicción, como un perro encadenado a las rutinas del trabajo y la familia. ¿Sobrio curioso? ¡Sobrio forzoso más bien!

Pero, cuando uno se pone a hacer cuentas, descubre que bebe más de lo que pensaba. En mi caso, se trata casi exclusivamente de cerveza: la caña ocasional acaba siendo más o menos diaria, y hay que sumarle las cañas de los viernes con otros padres del cole, las cañas de los conciertos (para otros serán las cañas prepartido y pospartido de fútbol, supongo) y las cañas (o más bien jarras) de ese par de días al mes en los que uno se afloja la cadena y trasnocha un poco. Saldrán de media unas diez o doce cañas a la semana, a las que hay que sumar unos cuantos vermús y el rioja de las comidas con mi padre. Visto así, lo del 'sobrio curioso' empieza a adquirir más sentido, sobre todo después de unas vacaciones en Galicia que lo han dejado a uno con decadente silueta de zepelín.

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Mi caña de despedida fue el 3 de septiembre en el Muelle de Bilbao, viendo al grupo británico The Telescopes. Era una Mahou Maestra y me supo muy rica, para qué nos vamos a engañar. De hecho, fueron más bien las dos últimas cañas. A partir de ahí, el principal problema del 'sobrio curioso' está en decidir qué diablos beber cuando hay que beber algo, porque la cerveza siempre ha funcionado como comodín mágico que se adapta a cualquier situación. De hecho, el gran logro de este experimento es hacerle a uno consciente de cuánto bebe por beber, por entretener un rato de espera o por charlar en el bar y no en un banco de la calle: en el momento que uno corta con la respuesta refleja de pedir una cerveza, la desorientación le lleva a cuestionarse la necesidad misma de tomar algo.

En un cálculo a ojo, eso puede eliminar entre un tercio y la mitad de las consumiciones, y pido perdón desde aquí al sector hostelero por el lucro cesante. En las demás ocasiones, surge la duda filosófica de qué pedir. ¿Con qué podemos sustituir nuestra bebida habitual? Ahí cada uno está sometido a sus procesos mentales, singulares e intransferibles, pero yo solo puedo contar los míos. Está, cómo no, la cerveza 0,0, el placebo por excelencia, pero soy de esos espíritus cerriles a los que les produce tristeza la idea de una birra desactivada. En todo el mes solo me he tomado una, y fue porque San Miguel patrocinaba un concierto en el Kafe Antzokia y regalaba una cerveza con la entrada. También tendré que reconocer que me supo a gloria, para que vean que soy consciente de mis tontos prejuicios.

Bitter y agua con gas

Algunas de las cañas coyunturales se solucionan perfectamente con un café cortado, aunque suponga un radical cambio de paradigma. Y para las más delicadas, las más nocturnas, la promotora del 'sobrio curioso' Ruby Warrington recomienda (yo creo que con razón) las bebidas amargas, incluido lo que ella llama un 'gintónic psicológico', que viene a ser una tónica un poquito emperifollada. A mí me encanta la tónica (y, ejem, también el Bitter Kas, aunque eso me delate como un asombroso vestigio de otra era), pero soy consciente de que el amargor de esta bebida encubre un buen chute de azúcar, así que muchas veces acababa tirando hacia el agua con gas, que tiene la ventaja de que no se suele apurar de un lingotazo. Y aquí me vuelvo a dirigir a buena parte del sector hostelero: incorporen el agua con gas a su oferta, caramba, que es una cosa mucho más normal y más sensata que el Jägermeister.

¿Los momentos más difíciles? Para mí, sin ninguna duda, los conciertos. Que sí, que los Cynics, The Wedding Present o Isotropía son igual de buenos cuando se les escucha sin una cerveza en la mano, pero uno echa de menos ese plus de euforia al que está acostumbrado, esa alianza arrebatadora y reconfortante de música y química. ¿Otro trance delicado? Bueno, no ilusiona mucho ver cómo el padre se trasiega alegremente el vinillo mientras uno le da al agua del grifo (por mucho que fuese también agua de Rioja, que para algo somos de Logroño). Y la mirada atónita del tasquero en mi bar nocturno de cabecera cuando le pedí una tónica, después de dos décadas encadenando jarras y más jarras de cerveza, también hizo flaquear mi convicción: menos mal que en el Mojito logroñés (no se engañen por el nombre, que es un bar heavy) las humildes tónicas parecen combinados de nivelón, con su pomelo y todo.

Se preguntarán ustedes, con razón, si todo esto ha servido para algo. Uno nunca está seguro de los vínculos causales, pero es cierto que el zepelín ha perdido casi cuatro kilos, sin haber adoptado ninguna otra medida deshinchante: han seguido cayendo a diario el pintxo de tortilla de la mañana y la barra casi íntegra de pan. Puede influir que, al reducir las consumiciones líquidas, uno también da esquinazo a la tentación de acompañarlas con algún manjar expuesto en la barra. Además, tengo la sensación de haber dormido mejor, aunque puede que me haya autoconvencido para darme ánimos en el empeño, y mi mujer insiste en que me ha mejorado la piel de la cara, así que no seré yo quien la contradiga en público. En cualquier caso, como decía, creo que la secuela más positiva tiene que ver con la toma de conciencia sobre el propio consumo de alcohol: no tengo ninguna intención de volverme abstemio de repente, ni siquiera de manera gradual, pero tal vez sí deje de hacer mía la cita clásica del periodista estadounidense H.L. Mencken. «Bebo exactamente la cantidad que quiero y una copa más», decía este hombre, que caracterizaba a los prohibicionistas como «las personas con las que uno no querría beber aunque bebiesen». ¡Salud!

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