De todas las sorpresas que nos ha deparado la pandemia, una de las más inesperadas no fue cosa del virus sino de nosotros mismos: a finales de junio, cuando el uso de mascarilla al aire libre dejó de ser obligatorio excepto en las calles llenas ... de gente, buena parte de la población apostó por seguir con la boca y la nariz tapadas; es decir, se resignó a la incomodidad con tal de incrementar la seguridad. Aquel anhelado día en el que íbamos a vernos las caras de nuevo se quedó en una jornada muy parecida a las anteriores y hubo que esperar semanas e incluso meses para que las costumbres se relajaran. Estos días se está observando un fenómeno similar: a la vez que algunos políticos, como el lehendakari, están abogando por imponer de nuevo el tapabocas en la vía pública, en las calles de Bilbao se aprecia un retorno decidido a la mascarilla. No es un fenómeno universal, eso está claro, pero la proporción de personas que optan voluntariamente por cubrirse se ha elevado de manera notoria en la última semana.
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«Justo veníamos comentándolo. La vuelve a llevar más gente», asiente Marisol, que pasea por Moyua con su marido, José María. Abordar a la gente para preguntar por la mascarilla permite comprobar las distintas maneras en que las personas han incorporado estas protecciones a sus rutinas: hay quienes -como este matrimonio- las llevan siempre por la calle, otros solo se despojan de ellas si se ven en un entorno extremadamente desahogado, el tercer grupo se las pone exclusivamente en situaciones de aglomeración y los demás, en fin, se han habituado ya a no usarla más que en interiores. «Yo no me la he quitado ni en verano, pero es que somos de alto riesgo», detalla la mujer. «La gente tiene miedo. No quieren quedarse sin cenar, sin viajar, temen pasar la Navidad encerrados», argumenta Enrique, que la usa en el centro pero se la quita a menudo en su barrio, Rekalde. Y Maribel, en la parada del Bizkaibus, asiente: «Estos días se ve más mascarilla, ya lo creo. La ómicron nos ha asustado, estamos en unos días de mucha gente por la calle y la gente prefiere andar con precaución. Yo me la he quitado muy poco: a lo mejor en Mungia, cuando no veo a nadie en dos kilómetros a la redonda».
Lo más interesante son los grupos de personas que mantienen posturas más o menos discrepantes. Por ejemplo, Mentxu y Maite, que son tía y sobrina: la primera va con la mascarilla impecablemente colocada y la segunda, con la cara al aire. Maite no contempla con buenos ojos un hipotético retorno a la obligatoriedad: «¿No estaba clarísimo que la gente no se contagiaba en la calle? Volver a eso es ir en contra de lo que las propias autoridades nos han contado. Va a resultar que en un bar te tomas un pintxo sin mascarilla y en la calle tienes que ponértela», rechaza.
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También Isabel, Alberto y Urtzi, compañeros de trabajo, representan diferentes actitudes, pese a que ahora mismo los tres lucen mascarilla. Isabel nunca ha dejado de llevarla y en las últimas semanas, a medida que empeoraba la situación, se ha vuelto más estricta: «Yo fui de las que la mantuvieron en su momento, por inercia, y la llevo siempre. En la última semana o así, no quiero quitármela aunque quede con gente», expone. Alberto es uno de los recién incorporados al colectivo enmascarado: «En la calle ya no me la ponía nunca, pero tengo bastantes conocidos que han dado positivo y quiero disfrutar de las fiestas. Estamos muchos igual: hoy he visto a tanta gente con mascarilla que he dudado si no habrían cambiado ya la normativa. Pero me siento horriblemente mal con ella. Como obliguen a llevarla, me pego un tiro». Y Urtzi mantiene una actitud menos tajante, se la quita cuando está solo y se la pone si se ve rodeado de gente, pero no tiene claro por qué este asunto ha reaparecido en el discurso político: «Me gustaría saber si de verdad hay algún dato sobre la cantidad de gente que se contagia al aire libre por ir sin mascarilla», cuestiona.
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Uno acaba haciendo estadísticas de andar por casa: en el semáforo del Gobierno Civil, de once personas que esperan la luz verde, llevan mascarilla nueve. En Ercilla, de los primeros veinte ciudadanos que pasan, quince van cubiertos. Imanol, que baja del trabajo a tomar un café, es uno de los que prescinden del tapabocas: «Suelo ir 'sin', pero esta mañana he salido del metro y me la he dejado puesta, porque te sientes raro cuando estás en minoría», admite. Y Borja, que pasea a su perro 'Malko', se apresura a colocarse la protección al verse abordado por el inoportuno periodista: «A mí siempre me ha sorprendido la cantidad de gente que seguía llevando la mascarilla en Bilbao. Para mí ha sido lo peor de la pandemia y, mientras pueda, continuaré sin ella: la llevo todo el día en el trabajo y, cuando salgo, no veo el momento de quitármela y respirar. Trato con muchos médicos y me dicen que no te vas a contagiar por cruzarte con gente, aunque hay que tener cuidado con las aglomeraciones: yo creo que con esa recomendación ya basta».
Claro que, por supuesto, hay personas que rechazan la tesis de partida: Maite y Mari Mar, carteras, no tienen la sensación de ver más mascarillas, sobre todo si no contamos las mal colocadas. «Nosotras podemos hablar del horror de ir a una casa a entregar un paquete y que te salgan sin mascarilla. Lo hacen todos. Y en el ascensor la gente baja sin mascarilla: el Gobierno vasco dice que apuesta por la responsabilidad, pero la gente pasa olímpicamente», se queja Mari Mar. ¿Partidaria de la mascarilla obligatoria, entonces? «Sí, y con un cartel bien grande en todas las casas para recordar que hay que ponérsela para abrir al cartero, a otros servicios de paquetería, al repartidor que trae la comida...».
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