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Jerónimo Núñez, en la residencia La Loma de Castro Urdiales en la que ejerce como médico. luis calabor

De desactivar bombas de ETA a sanar ancianos con covid en una residencia

Un exTedax reconvertido en médico en un geriátrico de Castro relata sus vivencias en ambas guerras, a cual más cruenta

Domingo, 21 de febrero 2021, 05:14

Hay personas con varias vidas en una. Es el caso de Jerónimo Núñez, cántabro nacido en Bárcena de Cicero hace 64 años y afincado un tiempo en Euskadi. Durante 33 años, en los conocidos como años del plomo, se dedicó a neutralizar bombas de ETA ... como agente Tedax (Técnico Especialista en Desactivación de Artefactos Explosivos) de la Policía Nacional en el País Vasco. «Nunca llevé la cuenta de las que quité», admite humilde. Cayeron cuatro de sus compañeros directos en acto de servicio. Pese a todo, le queda un buen recuerdo. «Guardo grandes amigos. Éramos una familia. Estuve muy contento una época».

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Mientras desactivaba explosivos, se licenció en Geografía e Historia y después en Medicina. «Estudiaba los apuntes en el coche mientras esperábamos a que desalojaran los edificios». En la actualidad, trabaja como médico en una residencia que acoge a ancianos con graves demencias y a otros pacientes psiquiátricos crónicos de distintas edades, «con cargas de agresividad, agitación nocturna... Hemos tenido a un chico de 19 años y a una mujer de 37 años con Alzheimer», revela. Como la mayoría de los geriátricos, se ha visto azotado por el Covid.

Si se pone a comparar ambas guerras, a cual más cruenta, «lo de ahora tiene un componente emocional que te deja más poso. A un cascarrabias le acabas cogiendo afecto. Algunos procesos de muerte son muy lentos y es duro asistir a ellos. Las bombas eran más el instante y tenían hasta su atractivo por lo que suponían de reto personal. Era como una droga», admite desde la distancia por el tiempo transcurrido.

ETA mató a cuatro Tedax y a otros muchos otros policías nacionales. «A uno le ametrallaron y en el atentado de Zorroza murieron dos policías nacionales y un ertzaina, Hortelano, que había sido antes compañero», recuerda. Ocurrió el 24 de mayo de 1989. Los terroristas habían colocado un explosivo junto a un concesionario 'Renault' del barrio bilbaíno y en las proximidades dejaron también un coche-bomba. Mientras los agentes intentaban desactivar uno de los artefactos, el otro estalló. Él se libró. «Estaba en clase presencial de Geografía e Historia», recuerda. Jerónimo cree en el azar. «Son momentos muy duros. Conocía a sus mujeres, a sus hijos. Sabía sus planes. Uno había comprado un 'apartamentito' en Isla...», se duele. Muchas de las bombas tenían «trampa». «Incluían dos dispositivos, el primero de ellos desconectado para que te confiaras». En aquella época, desactivaban los explosivos «a mano. Arriesgabas tu vida, pero era nuestro trabajo». Una noche tuvieron tres avisos. Al último no llegaron a tiempo y la bomba estalló.

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Morir de pena

La primera ola del Covid dejó 62 contagios y 18 muertos en el centro asistencial La Loma, donde trabaja. «¡Si no llega a estar él, nos morimos todos!», agradece espontánea la directora del centro. «Alguno murió de angustia, de pena porque le habían quitado lo único que le quedaba en la vida, ver a su familia». Pero «ninguno se fue sufriendo», se enorgullece, en referencia a los «cuidados paliativos» que les brindaron para reducir el dolor. La segunda ola, cuando ya «algo habíamos aprendido», el virus infectó a 31 personas, de las que cuatro perecieron. En la tercera y última curva hasta el momento ha habido sólo dos casos de contagio, que enseguida quedaron aislados y no ha fallecido nadie. «Esto no es un sanatorio para infecciosos. Tenemos buenísimos gerocultores, pero no eran auxiliares de una planta de infecciosos. Tuvimos que aprender sobre la marcha. Había que asearles nueve y diez veces al día. Fue tremendo. El virus cogió a un grupo vulnerable y provocó una catástrofe. Nos pilló sin formación, sin recursos y con el material de protección que quedaba en el mercado», relata de forma descarnada.

Él mismo se contagió «al décimo día. Tuve una fiebre de Dios Padre. Por la noche me ponía a morir». Posteriormente, cuando se sometió al test comprobó que tenía anticuerpos. Había pasado el virus. Hoy ya está vacunado e inmunizado, aunque sigue utilizando la mascarilla por protocolo. «La vacuna es el único camino que tenemos. Cuanto más tiempo pase, más posibilidades de mutaciones y cosas raras habrá», advierte.

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Jerónimo Núñez entró en el Tedax en 1985 y pidió como destino el País Vasco, el más arriesgado del cuerpo. «Era fácil que me lo concedieran», asume con sorna. «ETA implantó la dictadura del terror y sufríamos también el hostigamiento social. Tuve que cambiar varias veces de domicilio». Conoció a una chica de Santurtzi y allí se asentaron y formaron una familia. Tuvieron tres hijos. «Mi mujer enfermó pronto y murió aquí en la residencia, donde conocí a mi actual esposa».

Cuando había detenciones, «pedíamos hablar con ellos y era raro que no h ubiera uno del comando que no aceptara». Ha charlado con muchos etarras. «Nos contaban cómo habían preparado el mecanismo trampa viéndonos desactivar en La Peña». En esas conversaciones, un terrorista reconoció que había hecho fallar el explosivo a propósito porque la víctima «era de su escalera», «y él se había metido en la banda por su novia». A otro le preguntó por su ideología . «Yo de política nada. Lo mío son las 'ekintzas' (atentados)», le espetó.

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- ¿Pasó miedo?

- Sí. Si alguien lo hace sin miedo, que pida la baja. Otra cosa es pánico. Se necesita adrenalina para que no se te escape nada.

Cronología

  • 1985. Después de tres años en la Policía Nacional, pidió ir destinado como Tedax en el País Vasco.

  • 2000. Un mando decidió que los artificieros se especializaran también en Defensa Nuclear, Radiológica, Biológica y Química (NRBQ), y el pensó que era hora de marcharse.

  • Actualidad. Tras ejercer como médico en una UVI móvil, ahora trabaja en la residencia La Loma, en Castro Urdiales.

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