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Quédense con los paisajes cuando paseen por La Magdalena, las Marismas de Santoña o la kilométrica playa de Laredo. En 2050 ya no serán los mismos. Terrenos ahora visibles, tanto ahí como en Somo, Piélagos, Suances o la propia capital cántabra, estarán sumergidos bajo ... las aguas. Otros sufrirán cambios drásticos como consecuencia de los embates de los temporales, cuya frecuencia dejará de ser anecdótica para convertirse en una rutina. Lo acaba de avisar el último estudio sobre los efectos del cambio climático en las costas, elaborado por 104 científicos internacionales y publicado en octubre en la revista Nature Communications. Arroja unos resultados peores de los calculados hasta hora, que tampoco eran buenos, con muchas más áreas inundadas e inundables en todo el litoral cántabro. Su virtud es la de poner imágenes a un futuro antiutópico, frágil, ya que usa una aplicación tecnológica de alta fiabilidad para predecir qué lugares quedarán anegados y el año en que sucederá. Y ya se sabe que una imagen vale más que mil palabras. Lo certifica Dionisio Luguera, alcalde de San Vicente de la Barquera, donde el mar invadirá parte del puerto y de la playa: «Se ve con miedo».
De todo el Cantábrico, Santander es la capital que sale peor parada de estos pronósticos que la comunidad científica da por absolutamente válidos. Aquí no hay ciencia ficción. El estudio considera zonas en riesgo de inundación el Paseo de Pereda, Peñacastillo, Castilla-Hermida, Nueva Montaña, Raos y parte de El Sardinero. Y Maliaño y El Astillero. Es decir, todas la que se encuentran en primera línea han sido ganadas al mar mediante rellenos o rayan con marismas. La península de La Magdalena se verá más cercada por las aguas. Y si el calentamiento global no se frena, será casi un islote a finales de siglo, tan solo unido al resto de la capital por una estrecha línea de tierra.
Todo ello afectará evidentemente a la población santanderina, que formará parte de ese contingente de 290.000 perjudicados previstos en toda España dentro de treinta años por la elevación del mar. La mayoría se concentra en el área mediterránea, donde abundan las construcciones al borde de la orilla. Los efectos serán más palpables que en aquellos otros puntos del litoral deshabitados o con menor presión poblacional: no es que las aguas dejen de subir, sino que las playas podrán retroceder al no existir barreras urbanísticas.
Si el dibujo del cambio climático queda así a este lado de la bahía, en el extremo opuesto también habrá drásticas modificaciones. El planeta azul crece. La lámina de agua ocupará una extensión superior del estuario del Miera y se extenderá por Pontejos, Somo y Pedreña. Y a mayor velocidad de la prevista. Si hasta hace dos décadas crecía 1,4 milímetros por año ahora el ritmo es de 3,3 –más del doble de la media registrada durante todo el siglo pasado– y los expertos no descartan que se intensifique.
Cómo calcularlo depende en buena medida del termómetro. Según los indicadores actuales la subida de las aguas debido al deshielo de los polos será de medio metro a finales de este siglo. Es la previsión más optimista, siempre que el calentamiento global del planeta no llegue ni supere los dos grados. Si los gases causantes del efecto invernadero continúan en aumento la temperatura ascenderá en consonancia y con ella los océanos: entre ochenta y algo más de cien centímetros en el peor de los escenarios. Pereda y el parque de Mesones serían sendas piscinas.
En el supuesto favorable, ¿medio metro es mucho o es poco? Respuesta: es una barbaridad. «Éste es uno de los mayores retos a los que se enfrenta la Humanidad», sentencia Bernardo García, portavoz de Ecologistas en Acción. Sólo basta hacer una comparación. Durante todo el siglo XX el nivel del mar creció 16 centímetros y han desaparecido islotes que ya nadie recuerda –sin ir más lejos, en la vecina costa vasca–, Venecia se enfrenta al riesgo de ser engullida por las aguas –la ciudad sufre además un efecto de hundimiento en el fondo marino– y Holanda, que no deja de ser un delta habitado, ha tenido que desarrollar en medio siglo una espectacular obra de ingeniería a base de diques y esclusas para no correr esa misma suerte. La tragedia hizo que 1.800 holandeses se ahogaran en 1953 a causa de una marea viva coincidente con un potente temporal, el cóctel natural que amenazará de modo frecuente las costas españolas en menos de un siglo.
Si se amplía la lupa sobre Cantabria, puede comprobarse que los únicos rincones limítrofes al mar exentos de riesgo de inundación son los acantilados. Por el contrario, los mismos estuarios y ríos que magnetizan el paisaje constituyen canales susceptibles de desbordarse si el Cantábrico se embravece. El efecto es parecido al de verter una botella de agua en un suelo agrietado. Por eso, las predicciones científicas señalan en rojo a Oyambre, San Vicente de la Barquera y Santoña –ambas con una vertiente marina y colindantes a marismas–, Comillas, Laredo, Noja, Cicero, Colindres, Oriñón, Suances y Miengo.
Piélagos y, en general, todo el área de la ría de Mogro también peligran, con especial riesgo en el caso del Parque Natural de las Dunas de Liencres. «Estamos hablando de previsiones que son, como mínimo, conservadoras. Posiblemente la realidad sea más grave», advierte Bernardo García. El portavoz ecologista observa el porvenir con pesimismo. A su juicio, una de las principales dificultades para amortiguar la tendencia radica en que «el cambio climático no se ha interiorizado todavía a nivel social ni figura en la agenda de los políticos con la urgencia que debería. Hemos perdido demasiado tiempo y se está agotando».
El Gobierno de Cantabria cuenta con un plan estratégico hasta 2030 donde se fijan las prioridades en esta materia. Ha sido dotado con apenas 45 millones de euros, lo que, según García, resulta insuficiente. Puede considerarse una base, un documento de intenciones. La región trabaja ahora con el resto de las autonomías y el Ministerio de Transición Ecológica en un programa de adaptación al cambio climático, que se concretará en medidas a lo largo de 2020. Entre ellas, figura la creación de un fondo interregional para impulsar proyectos en cada territorio.
Precisamente, el tiempo es algo que trata de analizar el Instituto Oceanográfico Español en Santander. Lidera una investigación para determinar el ritmo al que cambia la fauna marina y cómo las especies de zonas más templadas se incorporan a este litoral mientras descienden las nativas, propias de aguas más frías. «No pensé que en mi vida como investigador fuera a ver estos cambios a la velocidad que se producen. Hace sólo unos años nos preguntábamos por el mundo que dejaríamos a nuestros nietos, luego ya hablamos de nuestros hijos y ahora podemos interrogarnos sobre qué mundo veremos nosotros cuando nos jubilemos», reflexiona Antonio Punzón, investigador del Oceanográfico.
BERNARDO GARCÍA, ECOLOGISTAS EN ACCIÓN
Los peces son una baliza climática. El análisis que lleva a cabo el Instituto necesita series de estudio largas para que las conclusiones no dejen zonas de incertidumbre. Y los peces han estado ahí desde siempre, aunque el gallo de puntos o la pintarroja sean una novedad en una franja tan fría. «Conocer la velocidad a la que ocurren los cambios en la fauna piscícola nos marca el ritmo al que debemos trabajar y adaptarnos. La conservación del medio ambiente, la adaptación y la gestión de los recursos, ya sea con normas de pesca adecuadas a las nuevas realidades y la creación de zonas protegidas, sirven para aumentar la capacidad de aguante», explica.
Si el mundo submarino es fundamental, su espejo está en el aire. Los pájaros. La elevación del mar amenaza de modo muy concreto el Parque Natural de las Marismas de Santoña, Victoria y Joyel, la principal reserva húmeda del Cantábrico que da refugio a miles de aves (el mismo peligro pende sobre El Puntal de Laredo, un símbolo de la destrucción que provocan los temporales y cuya desaparición se pronostica en menos de un siglo). El ecosistema es un conjunto de equilibristas en el aire. Si uno cae, todo el sistema se desmorona. Los ornitólogos ya lo advierten: la pérdida de la reserva santoñesa conllevaría una catástrofe natural con consecuencias en media Europa.
Por eso, Seo BirdLife ha propuesto ya a los gobiernos central y cántabro que recuperen los pastizales y terrenos abandonados junto a las marismas con el fin de convertirlos en nuevas lagunas cuando el mar anegue las actuales. Así se protegería el ciclo vital de las aves que anidan o hacen escala en este territorio, atraídas por el agua, la vegetación y el marisco con el que se alimentan cuando baja la marea. «Hay que restaurar los humedales y las zonas de estuario que han sido rellenadas», afirma Felipe González, representante de Seo BirdLife en la región. La organización envió en su día al Gobierno central un inventario para poner en marcha «un plan de recuperación que no es especialmente costoso, puesto que no hablamos de recobrar zonas consolidadas, como el aeropuerto de Parayas, sino de pastos y campos abandonados» .
DIONISIO LUGUERA, ALCALDE DE SAN VICENTE DE LA BARQUERA
«A mí, lo que más me impresiona es que el próximo año será 2020 y no vemos que se planteen soluciones a nivel mundial teniendo en cuenta que 2050 está ahí mismo. Habrá que cuidar la parte sana del planeta», observa el alcalde de San Vicente de la Barquera, a quien le preocupan inundaciones como las ocurridas recientemente en Castro Urdiales y Sarón «cuando hace años llovía durante seis meses y no sucedía nada».
Luguera no descarta que en unos cuantos años sea necesario elevar los muelles de San Vicente para que no queden anegados por el mar. En Holanda, el Plan Delta para protegerse de las inundaciones costó 5.000 millones. «Evidentemente, los ayuntamientos no tenemos capacidad económica para las soluciones costosísimas que exigirá evitar los daños de la subida del mar. En Cantabria, yo creo que el efecto invernadero es pequeño, pero los pueblos vamos a pagar las imprudencias de otros a quienes no les importa seguir cometiéndolas si escuchas a Trump», critica.
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