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Nueva York en los 60 no tenía su Times Square tan pulcro y edulcorado como ahora, que hasta Woody Allen lo critica por impostado. Tampoco ... se podía pasear con aire de turista por ciertas zonas. Pero la juventud es osada y Eduard Punset aún no peinaba canas. Fue entonces, en el metro, cuando leyó un grafiti que decía «Is there a life before death?». Esa frase le acompañó hasta el fin de sus días. Ya anciano, cuando le preguntaban si creía en el más allá, respondía -La pregunta no es si hay vida después de la muerte, sino si hay vida antes de la muerte-. Lleva tanta verdad que la tomé prestada. Y la utilizo. Sin ir más lejos el pasado jueves. Acababa de salir de la radio. Estábamos contando el drama que dejaba a su paso la DANA. Las cifras crecían en muertos y destrucción. Llegó el cambio de turno. Tocaba ir a comer. Pero todos los 31 de octubre suelo acompañar a mi madre al cementerio. Prefiere hacerlo ese día. Hay menos gente. Nos esperaban mi tío y mi tía. Y cuando el sol parecía empeñado en hacernos creer que las inundaciones eran cosa de otro planeta, recordé la frase del difunto divulgador científico.
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Ya he contado que no me gusta el Día de Todos los Santos. Lo respeto y acudo a esa cita familiar. Pero me siento extraño. Allí están nuestros seres queridos, incluido mi padre. Y sin embargo, el 1 de noviembre, en mi caso el día anterior, no los siento cerca. Todo lo contrario a la mañana en que mi hermano, cuñada y sobrinos engalanaron el panteón familiar con banderas del Athletic y cantamos el himno en familia para celebrar la última Copa. Ya lo conté por aquí. Pero el jueves no había nada de eso. Solo paz y murmullos. Bueno, no tantos. La mayoría presente iba justa de oído y el volumen crecía. Eso permitía escuchar los motivos de la visita de cada cual y las discusiones sobre si había sido acertada la elección de las flores. Fue una cita breve. Siempre es así. Media hora después nos íbamos a tomar el aperitivo.
En una mesa, bajo una sombrilla, charlamos de todo y de nada. Cuatro personas de una misma familia compartiendo un buen rato. Y volví a recordar la frase, solo que esta vez lo hice en voz alta. -¿Hay vida antes de la muerte?- Esa es la gran pregunta. Querer saber lo que hay al final del túnel forma parte de las obsesiones de la humanidad. Pero eso, demasiadas veces, no nos deja recordar que el propio recorrido ya es un regalo. Tanto mirar hacia adelante y somos incapaces de hacerlo hacia los lados. De hecho miramos mejor hacia atrás que a nuestro alrededor. No nos paramos para disfrutar y valorar cada minuto, segundo, bocanada de vida. Por eso, desde hace no mucho, he comprendido que me encanta el 31 de octubre. No por la visita al cementerio, que lo hago por acompañar, sino por lo que sucede tanto antes como después. Simples y hermosos instantes. Nada más montar en el coche, mi madre arranca con el discurso sobre lo que quiere que hagamos con sus cenizas. Una decisión que cambia según día y año y genera las primeras risas. Después llegan las discusiones de mi tía con mi tío sobre las prisas del segundo para retomar sus costumbres cotidianas. No falta el eterno debate sobre la ubicación correcta del centro floral. Un poco más a la izquierda, otro poco más atrás. El proceso se termina tras una charla informal con los que están dentro del panteón y los saludos a los conocidos que hacen lo propio con los suyos. Se acabó. Es tiempo de ir a tomar algo.
No habíamos acabado la primera ronda cuando recibí una llamada de la radio. Mi sección había sido eliminada de la programación por razones obvias. Tocaba hablar de la maldita DANA. Del sopapo emocional que supone la muerte y la incertidumbre sobre cuándo y cómo llegará. A esa hora ya se sabía que, además de Valencia, pueblos de Castilla la Mancha y Andalucía empezaban a contar fallecidos. Así que me pidieron cambiar el horario. Eso suponía tener libre hasta las cinco. En ese instante mi tía decidió que comiéramos juntos. No admitía un no por respuesta. Comimos. Y volvimos a hablar de todo y de nada. Pero también de lo que de verdad importa y de lo efímero del ser humano. El día menos pensado la vieja de la guadaña te inunda de mil maneras y te lleva a la tumba. Por eso, al salir, me prometí que todos los años haríamos esa comida. No es el Día de Todos los Santos. Pero es especial. Nos permite brindar por quienes se fueron y siguen estando. De hecho se sentaron en esa mesa. Siempre lo hacen. Para que no nos olvidemos de lo más importante. Que hay vida antes de la muerte.
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