Yana Yaroshovych reparte, con sus manos pequeñitas, agua, café, fruta y comida a otros refugiados en la estación central de tren de Katowice, una ciudad de 300.000 habitantes a una hora al oeste de Cracovia. Sólo tiene 15 años y ya sabe lo que ... es tener que salir huyendo de una guerra. Vivía en Leópolis, la ciudad más grande del oeste ucraniano, a 70 kilómetros de Polonia. Hace una semana su madre hizo sus maletas y las de sus dos hermanas pequeñas y llegaron a Przemysl, el municipio polaco más cercano. Allí tienen familia.
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«Tardamos 21 horas en cruzar la frontera en autobús», relata. Sus enormes ojos azules se enrojecen al recordar a su padre, de 43 años, que ha tenido que quedarse en Ucrania. «No está luchando, pero no puede dejar el país. Está bien», relata. Ahora, se cobija junto a su familia en un apartamento esperando poder volver a su casa cuanto antes. Estos días se han unido al equipo de voluntarios que desde el viernes ha tomado la estación central de la ciudad.
«Tuve que irme y ahora ayudo a otras personas como yo». Varios locales se han convertido en puntos solidarios atendidos por voluntarios con chalecos amarillos donde ofrecen comida, ropa y carritos de bebé a las personas que llegan. Incluso pienso para mascotas, que muchos llegan acompañados de sus perros y gatos.
Es tal el tapón en la frontera que Polonia ha habilitado un servicio de transporte público gratuito para que los refugiados se desplacen por el país. Los primeros días de invasión empezaron a cobijarse en las ciudades más cercanas a la línea divisoria entre ambas naciones, donde ya es misión imposible hallar alojamiento. Luego fueron desplazándose hacia la capital, Varsovia, o hacia Cracovia. Después llegaron hasta este municipio a 330 kilómetros de la frontera. Katowice es la primera ciudad polaca que visito con el equipo de Galdakaoko Boluntarioen Gizarte Elkartea con el que viajo en autocaravana hasta Przemysl, la población mas cercana a Leópolis. Quieren cooperar con la crisis.
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Ambas están conectadas por la carretera E-40, que se ha convertido en la principal vía de escape de los ucranianos, abocados al mayor éxodo desde la Segunda Guerra Mundial. La asociación a la que acompaño se propone habilitar un punto seguro de recogida para los ucranianos que quieran dirigirse a Euskadi desde este municipio, a seis horas de tren de la frontera
«Ya hay dos millones de refugiados en el país», explica Krzystof Mlotek, un sacerdote de 36 años que desde septiembre dirige la parroquia de la Sagrada Cruz. El templo se erigió en recuerdo de 14 mineros asesinados por el Gobierno en los años setenta, tras unas protestas en las ciudad.
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Mlotek estudia un doctorado en derecho canónico en la Universidad de Navarra y hasta que arrancó la pandemia ejerció durante año y medio como capellán de las Carmelitas Descalzas de Hondarribia. Explica que el Ejecutivo quiere rebajar la tensión que hay en la frontera, «mayor que la que había en Grecia. Hay mucha gente necesitada», lamenta. Es tal la saturación, explica, que en la frontera muchas personas no pueden registrarse y en la central de Cáritas de la ciudad reciben el número de identificación provisional para poder viajar dentro de la zona Schenguen.
Allí también acogen a refugiados y hay un almacén en el que clasifican los productos donados, que después se reparten por toda Katowice. En general, en todas las parroquias de la Archidiócesis están atendiendo refugiados.
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La frontera está llena de agentes de Policía desde que se alertó de la presencia de mafias y de la llegada de autobuses desde burdeles alemanes que se llevaban «a las guapas. Es horrible», cuenta.
Álex Goñi, un conserje de la UPV residente en Hernani que conocimos el día anterior en una gasolinera alemana, deja la carga solidaria de su furgoneta en la congregación religiosa de las hermanas siervas de la Santísima Virgen María, un enorme convento que sirve de refugio ahora para los desplazados. Allí tienen una escuela infantil y ahora mismo acogen a 48 refugiados -28 mujeres y 20 niños-, que van a la escuela con el resto de alumnos. Ya han atendido a 88 personas distintas. El trabajo no cesa.
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Los sábados a la tarde, las religiosas se quedan con los niños para que sus madres puedan descansar. «Ahora tenemos una familia que estuvo en el tren 6 días hasta recalar aquí y a una chica que ha conseguido llegar pero que está esperando a que sus padres de 70 años puedan cruzar la frontera tras dos horas de caminata a pie», relata la priora, Bonomía Lazar. Este monasterio recibirá el material de ayuda humanitaria recopilado por los ertzainas que nos acompañarán estos días y es probable que el convoy con 30.000 kilos de material higiénico, ropa y alimentos que partirá el lunes de Bizkaia de la asociación Galdakaoko Boluntarioen Gizarte Elkartea también abastezca a las hermanas.
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