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De las cinco elecciones autonómicas que se han celebrado en Cataluña en menos de ocho años, ésta es la más atípica de su historia reciente. La campaña desarrollada en condiciones tan excepcionales -con unos candidatos huidos de la justicia y otros en prisión provisional- para acudir hoy a las urnas en una convocatoria efectuada por el Gobierno central ha sido, sin embargo, muy aleccionadora.
Los representantes de la última Generalitat saben que, después de todo el atropello a la legalidad que protagonizaron desde setiembre, la política catalana, gane quien gane, ya no podrá ser la misma. Aunque los independentistas quieran volver a intentar su proyecto de ruptura unilateral con el resto de España se van a ver obligados a respetar y cumplir la Constitución. Como hacen los gobernantes de otras autonomías, incluida la vasca. Esta campaña ha sido muy distinta a las demás porque la otra mitad de los ciudadanos, prácticamente inexistentes a ojos de los gobernantes secesionistas, han decidido romper el cordón del silencio para hacerse presentes, ocupar la calle como ellos y actuar sin complejos a la hora de reclamar sus derechos y aspirar a dirigir Cataluña de otra manera.
Hoy los catalanes se juegan el cambio o la continuidad independentista. Si ganasen los que han gobernado siempre, saben que no van a poder volver a intentar otro golpe a la Constitución y a su propio Estatut. Porque los procesos judiciales abiertos a los políticos presos y huidos les recordarán su deber de respetar la legalidad.
Esta noche no se despejarán más que las primeras incógnitas. Sabremos quién logra mayor número de votos y quién consigue mayor número de escaños, que no tiene por qué coincidir. Pero si las encuestas no yerran en la previsión de las tendencias, parece claro que, en un Parlamento tan fragmentado, con siete partidos, nadie se podrá plantear un Gobierno en solitario. Porque ningún bloque logrará la mayoría necesaria. Ni los independentistas sumando a la CUP. Ni los constitucionalistas aún dando por hecho que Iceta se viera forzado a corregir su veto a Inés Arrimadas. Por eso toda la atención se centra en los comunes de Podemos y sus contradicciones entre el discurso de Iglesias y el de Domènech a la hora de hacer decantar la balanza en las alianzas de posibles gobiernos transversales. Esquerra Republicana y Ciudadanos han llegado al final de esta carrera como los referentes de los dos polos opuestos mientras Puigdemont solo quiere jugar a una carta: la reválida de su presidencia. Si no lo consigue, lo demás no le interesa. Ni siquiera se plantea tener que votar a Junqueras como su posible sustituto.
Si las votaciones de hoy en Cataluña no dan una clara mayoría para poder pactar un Gobierno, la posibilidad de volver a celebrar elecciones (y van 6) es una opción que nadie se atreve a descartar. Ocurre cuando unos políticos bloquean a otros. Tenemos, en clave nacional, un precedente muy reciente cuando el socialista Pedro Sánchez se empeñó en su «no es no» a Rajoy con los resultados tan desastrosos para todo el país y para su propio partido de los que algunos aún no se han repuesto.
Reconducir la crisis, que vuelvan las empresas que huyeron del ‘procés’ , recuperar la convivencia y gestionar la comunidad con responsabilidad y sin sectarismo. Parece una carta a los Reyes Magos. Pero es justo lo que necesita Cataluña: un Ejecutivo capaz de devolverles la estabilidad.
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