Son portadas, pero funcionan como espejos. De hecho, al acceder a la sala, ante esos paneles de dos metros de alto, enfrentados y alineados, uno tiene la sensación de entrar en una de aquellas casas de los espejos en las que, mediante distintos juegos ópticos, ... el visitante llegaba a sentir angustia. Con una salvedad: aquí la realidad no está deformada, se muestra tal cual fue, con toda su crudeza y sin ninguna distorsión. Y la imagen que devuelven esos reflejos de tinta, de negro sobre blanco, salpicados de rojo coagulado, es tan cruda que a ratos golpea en el estómago. La muestra 'El terror a portada. 60 años del terrorismo en España a través de la prensa' que organiza la Fundación Víctimas del Terrorismo y la Fundación Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo y que ayer se inauguró en el Centro Cultural Montehermoso de Vitoria es una necesaria e incómoda hemeroteca de la barbarie.
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Ander Carazo
La 'primera' de 'El Correo Español-El Pueblo Vasco' del 29 de junio de 1960 reservaba, en una esquinita, a la izquierda, un espacio a la muerte de la pequeña Begoña Urroz a manos del Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación, el DRIL. Aquella criatura, de sólo 20 meses, fue «víctima de un canallesco terrorismo», tal y como reflejaba el periódico entonces. Con su asesinato se inicia un recorrido de seis décadas por el horror, un viaje ominoso con olor a plomo y amonal que se ha cobrado la vida de 1.300 personas, 800 de ellas a manos de ETA. Las portadas de EL CORREO y de los otros diarios del Grupo Vocento encarrilan esta travesía sin destino que sólo nos ha llevado al dolor.
De sala en sala, las portadas llevan, como en un doloroso 'flashblack', al recuerdo de momentos, a escenarios del horror, algunos a pocas calles de la sala de exposiciones. La 'primera' del 23 de febrero de 2000 captura el instante en el que un ertzaina de paisano, levanta, con cuidado, la sábana que cubría el cuerpo sin vida de Fernando Buesa, tendido en pleno campus de Vitoria. El agente está certificando a través de su teléfono móvil que, sí, que, en efecto, aquel terrible crimen que sacudió a la sociedad alavesa había sucedido. Unas pocas páginas más allá, un paraguas rojo, abierto, el que dejó José Luis López de Lacalle, lleva al momento de su asesinato en Andoain el 7 de mayo, también de aquel mismo año.
Detrás de esas fotografías, detrás de la cámara, se encontraban fotoperiodistas como Javier Mingueza. Tipos dotados de un cuajo especial para enfocar esas escenas teñidas de sangre, de dolor supurante. Su fotografía del cadáver del general retirado Luis Azcárraga, asesinado el 27 de febrero de 1988 en Salvatierra, cuando salía de misa, abrazado a su mujer, invita a pensar en el momento en el que el fotógrafo tenía que mirar al horror apretando mucho los dientes y pulsando el disparador sin titubeos. Tocaba entonces demostrar una profesionalidad fría frente a la víctima todavía caliente. A ellos se les debe imágenes de incalculable valor documental, con primeros planos de cadáveres ensangrentados, de orificios de bala visibles, de coches destrozados.No había morbo en aquellas instantáneas. Eran tiempos, los años de plomo, en los que era imperioso mostrar aquel horror. Hoy, serían impublicables.
La exposición, que se podrá visitar hasta el 28 de marzo, también propone una reflexión sobre cómo a lo largo de estas seis décadas ha cambiado nuestra forma de percibir el terrorismo. Al principio, el fenómeno, directamente, no se concebía. ¿Qué lugar de un periódico se reserva para una atrocidad así? De ahí que el asesinato de José Antonio Pardines, la primera víctima de ETA, no abriera 'El Diario Vasco' del día después, la edición del 7 de junio de 1968. La crónica del asesinato fue incluida en la sección 'Guipuzcoa, hombres y problemas' y el tema se contó en 50 líneas escasas de texto. Poco a poco, a la fuerza, a bombazos y a tiros en la nuca, el periódico, los periódicos, fueron acomodando en sus páginas esta realidad infausta.
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Detrás de cada atentado, cuando el polvo se asentaba, quedaban esas familias hechas fosfatina, ese reguero de viudas, de huérfanos y amistades mutiladas. Todo ese dolor respiran portadas como la que EL CORREO dedicó al funeral de Eduardo Puelles, con su viuda rota en 2009 o esa de 'ABC' en la que la madre del Guardia Civil asesinado Gabriel Cristóbal Vozmediano llora al hijo en 1979.
Entre las portadas, armas incautadas, placas de agentes asesinados y recuerdos familiares, como ese retrato, enmarcado en alpaca del ertzaina Jorge Díez Elorza: un hombre, un hijo, en el que sus verdugos sólo vieron un objetivo. Junto a la fotografía, resulta inevitable que la garganta se haga un nudo al leer la nota en la que, el 11 de marzo de 2002, Joseba Pagazaurtundúa dejó instrucciones precisas por «si muero por mano ajena por motivos de mi militancia política u oficio». Cuatro tiros a bocajarro, en el bar Daytona de su pueblo, acabaron con su vida 11 meses después.
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Esta exposición emociona, conmueve y sacude. A diferencia de todas las series, de las películas que han visto la luz en los últimos tiempos, no hay ficción aquí. No se libra ninguna batalla por el relato: todas estas portadas se limitan a mostrar la realidad desnuda. Por eso muchos evitarán acercarse al vitoriano Montehermoso estos días y a otros tantos les incomodará visitarla. Es lo que tiene ponerse frente al espejo: la mayor parte de las veces te devuelve una imagen en la que jamás te querrías reconocer.
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