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Natividad Rodríguez, viuda de Fernando Buesa, y su hija mayor, Marta, se cogen de las manos antes de empezar la entrevista. Han pasado veinte años desde que ETA les arrebató a su marido y a su padre. Fue en pleno corazón de Vitoria. Un ... coche bomba acabó con la vida del dirigente socialista y ex vicelehendakari en el Gobierno de José Antonio Ardanza aquel 22 de febrero. También con la de su escolta, el joven ertzaina Jorge Díez. «Fernando llevó la vida que quiso, defendió la libertad, y matarle fue el peaje que le hicieron pagar», resume Natividad.
Ella nació en Vitoria. Pero con trece años, el trabajo de su padre les llevó a trasladarse a Barcelona. «Volvíamos a menudo en vacaciones. Recuerdo que en una Semana Santa fuimos a las piscinas cubiertas de la calle Landazuri. Fue salir del agua y ver a Fernando», evoca. Un primo suyo, con el que Fernando compartía cuadrilla, les presentó. «Y empezamos enseguida». Tenían 17 años y residían en ciudades diferentes. Ella, en Barcelona. Y él, en Madrid. Se fue para estudiar Derecho. «Nuestra relación fue muy epistolar», sonríe Natividad.
- ¿Y cómo lo llevaron?
- Muy mal. Mi madre, además, era de las de guardar las ausencias y si venía un compañero a estudiar a casa siempre me decía: ¿Pero tú no tienes novio?
Fernando Buesa decidió estudiar el último año de carrera en Barcelona para estar cerca de Naty -como la conocen en su círculo cercano-. «El problema fue que dejó Madrid justo cuando sus padres se fueron a vivir allí. Sus caminos se cruzaron y le dijeron 'Pues tendrás que buscarte la vida'». Y eso hizo. «Lo pasó mal, incluso a veces solo podía hacer una comida al día. Las relaciones no eran como las de ahora. Entonces no se entraba en casa tan rápido y él me esperaba en el portal», relata Naty. «Sacrificamos los viajes de estudios y muchas más cosas... Siempre digo que no tuvimos juventud. Fuimos siempre muy adultos, muy responsables. Decíamos que ya viajaríamos cuando nos jubiláramos. Fiamos todo a eso y también nos lo quitaron», se sincera.
A Fernando le tocó hacer la mili en Araca. Naty dejó a toda su familia en Barcelona, buscó trabajo -tiene estudios de Pedagogía y Psicología- y se establecieron en Vitoria. «Esa decisión marcó nuestras vidas», asume su viuda. En 1970, con 23 años, se casaron. Tuvieron tres hijos: Marta, Carlos y Sara. Cuando la más pequeña de la casa tenía ya siete años, Fernando le comentó: «Oye, esta niña se está haciendo ya muy mayor, ¿no vamos a tener más?». «Los dos veníamos de familias numerosas y éramos muy niñeros. Recuerdo que siempre me decía: 'Naty, lo mejor que hemos hecho juntos son nuestros hijos'».
La primera en llegar fue Marta. «Y la que más se parece a él», apunta su madre sin soltarla de la mano. «Siendo pequeña me dejaba sentarme en el asiento del copiloto del coche -el primero que tuvieron fue un 600- y yo pensaba: 'qué importante'. Nos hablaba y nos trataba como si fuéramos mayores. Nunca tenías esa sensación de que por ser pequeño no podías hacer algo», explica la hija mayor del que fuera secretario general del PSE alavés. Marta recuerda los cuentos que se inventaba su padre. «Yo era 'la chiclera', porque me encantaban los chicles, y Carlos era 'el risitas' -Sara es nueve y siete años menor que sus hermanos-. Iba por el pasillo cantando 'porrón porrón porrón pero, aquí viene el cuentero a contar cuentos a los niños...' Nosotros gritábamos: '¡Buenos!'. Y él nos respondía: '¡No, feos!'», rememora Marta.
Fumador de puros y aficionado a la lectura, le gustaban todo tipo de juegos de mesa, con lo que disfrutaban en familia. Y le encantaba viajar. Tenían una caravana con la que se hacían escapadas de camping. Siempre conducía él y las maletas también eran cosa suya. «Me decía que pusiera sobre la cama todo lo que había que meter y él se encargaba, tenía su sistema», se ríen Naty y Marta. En su primer cumpleaños tras el atentado, los tres hijos regalaron a su madre una maleta. «Para que la hiciera ella y la llenara de ilusión y de cosas nuevas», prosigue Marta. «Me pegué una llorera... Me habían roto la vida y ahora tenía que continuar sola; cuidar a nuestros hijos, tomar decisiones, conducir, viajar … Incluso creí que nunca volvería a ir al cine», reconoce la viuda de Buesa.
Con la llegada de la Transición, Fernando Buesa decidió dar el paso a la política -ejercía de abogado-. En 1977 se unió a Democracia Cristiana Vasca. «Aquello acabó siendo una quijotada», describe Naty. Un año después se afilió al Partido Socialista. «ETA mataba, pero no sintió de verdad la amenaza hasta que empezó a tener cargos de relevancia». Llegó a ser diputado general de Álava, consejero de Educación y vicelehendakari en el Gobierno de coalición que lideraba el jeltzale José Antonio Ardanza. «Vinieron a casa y le pusieron una serie de medidas, hasta sus escoltas subían con la pistola en la mano desde el portal. Pero él intentaba que su familia viviera con normalidad», asegura su viuda. El último año fue el peor. «Yo le notaba reservado. Le preocupaba la seguridad de los concejales, porque él, a su manera, se sentía protegido», reconoce.
Aquel 22 de febrero de 2000, Naty salió de trabajar y se pasó por el supermercado antes de ir a comer a casa. Fernando y sus hijos Carlos y Sara estaban ya de sobremesa. «Recuerdo que estaba recogiendo las bolsas de la compra cuando él se acercó a darme un beso antes de marcharse. Nunca pensé que ya no le volvería a ver. Me ha quedado la pena de no haberle despedido mejor», se lamenta. Fernando Buesa se fue con Carlos, aunque en el trayecto se separaron. El político socialista, que se dirigía a una reunión del comité electoral del PSE, enfiló la zona del campus universitario. 16.38 horas. Una furgoneta-bomba puso fin a su vida y a la de su escolta, Jorge Díez.
«Estaba con Sara cuando estalló. Nos miramos. Lo primero que pensé es que se había llevado la vida de los dos, de Fernando y de Carlos», relata Naty. Bajaron corriendo a la calle y se encontraron con su hijo: «Ha sido papá». «Venía llorando y nos abrazamos. Me da cosa decirlo, pero sentí alivio al ver que él estaba bien», reconoce. Se toparon de bruces con el cordón policial. «Es mi marido», les dijo. Pero no les permitieron el paso. En una furgoneta les confirmaron todo y después les llevaron a casa. Sara tenía 19 años y Carlos 26. «Tenía la misma edad que Jorge, por eso entiendo cómo se sentía Begoña», explica Naty, en alusión a la madre del escolta de Buesa.
Marta, la mayor con 28 años, estaba ya casada. Aquel día fue más tarde a trabajar al despacho -siguió los pasos de su padre- porque les iban a montar un armario en casa. Al llegar escuchó sirenas. Levantó la vista y vio «una columna de humo». «Eso es cerca de casa de mis padres», pensó. Marta llamó por teléfono al domicilio familiar pero no le cogió nadie. Insistió hasta que escuchó la voz de Carlos: «Ha sido papá, le han matado». «Me llevaron en coche hasta allí, la puerta estaba abierta, no tuve ni que llamar», evoca. «Entraste llorando y nos abrazamos», prosigue Naty. «Tengo imágenes muy definidas de quiénes estuvieron, de la pena que nos transmitían, de lo que nos dijeron... Me acuerdo perfectamente de lo que le dije a Jaime Mayor Oreja». Entonces era ministro del Interior.
- ¿Qué le dijo?
- No le habéis protegido.
A la mañana siguiente se encontraron unas flores amarillas en el felpudo. Nunca supieron quién las dejó allí. Esos días Naty sintió mucho el apoyo de Carlos. «Recuerdo cómo le corté el pelo en casa la víspera y cómo se puso el abrigo azul marino de su padre para el funeral». Cada vez que lo pasaba mal, siempre me decía: 'venga mamá, un paso más'», agradece. Sus tres hijos fueron su «motor». Después llegarían sus siete nietos. La primera en hacerla abuela fue Marta. «Recuerdo que cuando estaba en el hospital ingresada, ETA asesinó a Froilán Elespe. No quisieron decirme nada para que estuviera tranquila», cuenta.
Los ciudadanos, y la gente de Vitoria en particular, se volcaron en protesta por el atentado. El lugar en el que los terroristas hicieron explotar la bomba -se colocó después un monolito en recuerdo de ambas víctimas- amaneció varios días repleto de mensajes de apoyo. De ahí que la familia decidiera hacer público un comunicado de agradecimiento. Para entonces la fractura política entre el mundo nacionalista y el no nacionalista ya se había producido con la firma, por parte de los primeros, del pacto de Lizarra en 1998. La izquierda abertzale ni siquiera condenó el doble asesinato. Aquello derivó en diferentes manifestaciones. Mientras el PNV convirtió la marcha de Vitoria en un acto de desagravio al lehendakari Juan José Ibarretxe, el resto de los ciudadanos caminó en silencio, junto a la viuda y los tres hijos del político asesinado. «Aquello fue tremendo», lamenta Naty. «Yo pensaba en mi padre -continúa Marta-. El hecho de que el lehendakari no estuviera cerca de la familia, que se montara esa otra manifestación a mayor gloria suya, que se pusieran autobuses desde los batzokis y que esos autobuses se metieran entre nosotros sin dejarnos avanzar... Todo aquello nos dolió en el alma. ¡Fue tan indigno!.... Eso era la antítesis de lo que era mi padre. Él nunca hubiera actuado así». «Es una cuestión de humanidad», añade su viuda.
en familia
Asignatura pendiente
«Después, cuando pasan los días y estás en tu casa con tus hijos... Ahí llega la soledad», apunta Naty. «Vas a un comercio del barrio donde has vivido siempre y coincides con gente que sabes que te conoce, pero que ya ni te mira ni te saluda. No sabes si es por timidez, por no saber qué decirte, o si es por miedo a que les vean hablar contigo», explica. Los primeros nueve años fueron «muy duros». Con el cese de ETA, «se notó el cambio». Pero la viuda de Fernando Buesa reconoce que le «duele» que «aún exista sectarismo. Ese los míos, los tuyos, los nuestros... Eso está muy arraigado», advierte.
- ¿Cuál diría que es la verdadera asignatura pendiente?
- Que quienes hicieron tanto daño a la sociedad, a unos más que a otros, digan que lo que hicieron estuvo mal. Así de claro y sin justificación alguna. Es algo imprescindible para la convivencia y lo mínimo que se les debe exigir.
Ya son varios los años en los que el Ayuntamiento de Vitoria retira carteles con fotos de presos de ETA durante las fiestas del barrio de Judimendi. Entre ellos figura la de Diego Ugarte, condenado por el asesinato de Fernando Buesa y Jorge Díez. «Es como los homenajes públicos a los presos... ¡Cómo no se dan cuenta de lo que hacen!», critica Naty. «Los mismos que lideran esas manifestaciones para pedir el fin de la dispersión, que por humanidad lo entiendo, ¿por qué no ven la parte de las víctimas? ¿Por qué no les exigen nada?», pregunta.
«Hay una parte de la sociedad que sigue radicalizada. A los días de ser colocada dañaron la placa en memoria de Gregorio Ordóñez. Esa es la prueba de que hay gente que no está por hacer un esfuerzo. Debe haber un liderazgo político claro para desactivar el discurso del odio», reclama Marta. «Y hay que contar bien a las nuevas generaciones lo que ha ocurrido para que no vuelva a repetirse».
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