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Fue el primer hijo, el primer sobrino y el primer nieto». El nacimiento de Jorge Díez Elorza fue «todo un acontecimiento familiar». Y eso que se retrasó veinte días y el parto fue «complicado». «Cuando le mataron, me decía: con razón no quería salir, con ... lo bien que estaba en la tripa de su madre». Begoña Elorza y José Antonio Díez son los padres del joven ertzaina al que ETA arrebató la vida con una bomba el 22 de febrero de 2000 en Vitoria, cuando acompañaba al exvicelehendakari socialista Fernando Buesa. Era su escolta. Tenía solo 26 años.
«De pequeño quería ser veterinario. Pero eso era cuando se creía que ser veterinario era jugar con los animales», recuerda Begoña. «Le encantaban». Su madre, de San Vicente de Arana (Álava). Su padre, de Bilbao. Y Jorge nació en Vitoria. Al igual que lo haría diez meses y medio después su hermana Lorena. La infancia de uno no se entiende sin el otro. «Salían en la misma cuadrilla. Jorge era su hermano, su protector. Si para nosotros el atentado fue terrible, para ella... Cuando le asesinaron, Lorena era azafata de vuelo -tras el atentado cogió pánico a volar-. Cada vez que volvía a casa, dormían los dos en la misma cama y yo les escuchaba hablar y hablar. No tenían secretos», comparte Begoña. Al igual que para Lorena, para Jorge el mundo empezaba y terminaba en el pueblo de su familia materna. Sus abuelos tenían vacas y perros -«se le metió que quería llevarse uno a casa»-. Su grupo de amigos estaba allí. «Cogían las bicicletas y eran felices». Aficionado a la escalada, le gustaba mucho el monte. «A través de la Diputación fue a los Alpes suizos, que era un sueño para él. Pero no vino contento. Dijo que les habían hecho pasar hambre. Era un tragoncete...», evoca José Antonio. «No tenía paciencia para estudiar, era muy inquieto», reconoce su padre. Pese a ello, eligió la rama de ciencias puras. «Cuando acabó el Bachiller dijo que no quería seguir. Me senté con él y le pregunté: ¿La alternativa es no hacer nada?», relata José Antonio. «Su objetivo era IVEF (Educación y Deporte), pero no consiguió entrar», prosigue Begoña. Se matriculó en Ingeniería Técnica, pero lo dejó al año. El parque junto al campus universitario lleva desde el atentado su nombre. Fue precisamente en esa zona donde ETA colocó la furgoneta-bomba que acabaría con su vida y la de Buesa.
«Llegó un día y nos dijo que se había apuntado a las pruebas de la Ertzaintza». Era la decimotercera promoción. Tenía 19 años. «De 8.000 fue el 113», apunta Begoña. Sacó la plaza y José Antonio se encargaba de llevarle a la academia. «Yo no pensé en ETA, pero mi padre -abuelo de Jorge-, sí». «¿Pero no sabes lo que ocurre aquí?», le preguntó. «Su idea era dirigir su profesión a grupos de rescate, quizás eso nos tranquilizaba. Pero nunca sabes por dónde te van a llevar los derroteros», asume José Antonio. Al final se formó como Berrozi, la unidad de élite de la Policía autonómica. Aprobó a la segunda. «Venía agotado, se tiraba todo el fin de semana durmiendo», rememora su madre. Estuvo destinado en la comisaría de Deusto (Bilbao) y en Hernani. «En aquella época no podían entrar en cualquier bar. Recuerdo que nos dijo que se habían hecho amigos de un señor de un caserío y que les invitaba a almorzar», revela Begoña.
Su cuadrilla de amigos del pueblo solían ir los fines de semana a Salvatierra. Pero cuando entró en la Ertzaintza todo cambió. «Hubo gente que le dejó de hablar, y eso era algo que no entendía porque él seguía siendo el mismo. Un día entró en un bar, apagaron la música y un grupo empezó a insultarle. Tuvo que marcharse», lamenta Begoña. Otro día, llegó a casa con heridas y con el ojo hinchado. «Le habían agredido, y no fue la única vez. Él no nos lo contaba, nos enteramos después. Aquella vez le ayudó un chico que no le conocía de nada. Los demás, ni se movieron», reprocha. «A mucha gente del entorno de ETA le importaba más que se talara un árbol que el hecho de que se matara a una persona», censura.
Jorge formó parte del equipo de escoltas del lehendakari José Antonio Ardanza. También trabajó con el exalcalde de Laguardia Javier Sampedro, con quien descubrió el buen vino, y con el ex secretario general del PSE de Gipuzkoa, Manuel Huertas. «Vestía muy de 'sport', siempre en zapatillas. Cuando empezó a ser escolta, con sus trajes y sus zapatos, le entró el gusanillo de ir formal y se volvió más coqueto», apunta su madre. Tras la ruptura de la tregua de ETA en 1999 fue cuando le asignaron a Fernando Buesa, entonces líder de los socialistas alaveses y portavoz del partido en el Parlamento vasco. «Desde el Gobierno vasco se intentó que los berrozis pudieran estar cerca de sus casas. Jorge estaba feliz por volver a Vitoria». Estuvo pocas semanas con el secretario general del PSE alavés. ETA acabó con la vida de ambos. «Naty, la viuda de Buesa, se acercó a nosotros en el tanatorio. Recuerdo que solo repetía: 'No hay derecho, tan joven...'», recuerda José Antonio. Jorge tenía la misma edad que su hijo Carlos. Poco antes de que estallara la bomba, la víctima se cruzó con su padre en un restaurante. «Yo entraba a comer con un compañero de trabajo y él se iba. Me dijo: 'Tenemos que hablar».
Comiera o no en casa, Jorge siempre se pasaba para estar unos minutos con su madre. Aquel día también. «Me voy que he quedado a las cuatro y media en ir a buscar a Fernando Buesa», se despidió de Begoña. Ella se quedó «un poco traspuesta» con la televisión encendida. Cuando se escuchó el estruendo, suspendieron la emisión: 'Atentado terrorista en Vitoria'. Llamó por teléfono a su hijo, pero no daba señal. «Casualidad era martes y había rueda de prensa tras el Consejo de Gobierno en Lehendakaritza, que está a pocos metros. Los periodistas se fueron hasta el lugar del atentado al momento, así que enseguida hubo imágenes», evoca.
Begoña reconoció a Jorge por sus zapatos. «No sabía qué hacer. Empezó a dar vueltas mirando a la televisión y al final me fui a la calle corriendo. No sé si cogí abrigo o no, solo recuerdo que llegué calada y que grité: '¡Soy la madre de Jorge!'. Estaba al lado, lo veía a lo lejos». Una patrulla de policía local la escuchó. «Me agarraron y me metieron en una furgoneta», expresa. «¿Dónde quiere que la llevemos?», le preguntaron. «¡A ningún lado. Es mi hijo!», replicó ella. No la permitieron pasar y finalmente la llevaron a casa. «El jefe de Jorge estaba esperándome en el portal. Y yo me encontré en esa situación sola», se emociona.
José Antonio estaba trabajando en la fábrica. «Oye, ha habido un atentado en Vitoria», le comentó una compañera. Pero todavía no se sabía nada. Su hija Lorena le llamó por teléfono: «Creo que es Jorge», le espetó. «Me trasladaron al botiquín y me dieron algún calmante. Unos compañeros me llevaron a recoger a Lorena, que entonces vivía con unas amigas, y de allí directos a casa. Mi cerebro no supo asimilar lo que vino después», asume. Jorge está enterrado en San Vicente de Arana. Durante un tiempo, la familia trasladó las tertulias de los fines de semana al cementerio. «Íbamos allí y nos poníamos a hablar, como si estuviera él», comparten sus padres.
Echan la vista atrás veinte años y aseguran sentir «vergüenza» por la brecha política que abrió el atentado. «¿Cuál era la prioridad? ¿Protestar contra el asesinato de dos personas y apoyar a sus familias o defender al lehendakari?», pregunta Begoña. Hubo distintas manifestaciones. Una convocada por Juan José Ibarretxe, que movilizó a todo el nacionalismo, y otra, en la que caminaron los allegados de las víctimas, socialistas, populares y miles de personas para condenar el último zarpazo de ETA. Los padres de Jorge no tuvieron fuerzas para asistir. Sí lo hicieron sus familiares. «Mi cuñado se enfrentó con Joseba Egibar, y encima él se le puso chulo. Recuerdo que volvieron a casa destrozados», lamenta Begoña. «Lo peor -prosigue José Antonio- es que hay cosas que no han cambiado».
- ¿A qué se refiere?
- A los 'ongi etorris'. O llamémoslos por su nombre, a los recibimientos apoteósicos. ¡Cómo es posible que haya gente que vaya a aplaudir a una persona por matar! ¡Y que vayan niños! ¡Pero qué educación es esa! El mensaje que les debe quedar a las nuevas generaciones es que matar siempre estuvo y está mal.
«Luego se habla de reconciliación», añade Begoña. «Pero yo no me he enfadado con nadie; son ellos, los terroristas y quienes les jaleaban, quienes han actuado mal y tienen que hacer examen de conciencia para reconciliarse con ellos mismos». Tras el atentado fue «muy duro» intentar retomar sus vidas. «Durante mucho tiempo me costaba hablar con la gente. Sentía envidia sana cuando escuchaba a alguien lo que había hecho con su hijo. Dolía tanto...», reconoce el padre de Jorge. Él se refugió en su trabajo. Begoña lo intentó, pero tras acumular varias bajas, no fue capaz. «Al principio tenía rabia, hablaba con Jorge en alto y José Antonio lo pasaba fatal. Después, no quería hablar con nadie», relata. Un día se topó con una concentración a favor de los presos de ETA. «Me acerque a quienes tenían la pancarta y no sé qué les dije. ¿Sabe lo que me respondieron? 'Española de mierda'. Fíjese, menudo insulto», revela.
Han pasado dos décadas, pero el vacío que dejó Jorge el día que le asesinaron nunca desaparecerá. «He soñado muchas veces que estábamos con él, que nada de aquello había ocurrido», se sincera José Antonio. «Te dicen que pienses en el tiempo que ha pasado con nosotros, lo feliz que ha sido... Pero nada te consuela cuando te quitan a un hijo».
El sindicato de la Ertzaintza Euspel ha remitido un escrito a la viceconsejería de Seguridad en el que solicitan que el edificio de los Berrozi, en Álava, lleve el nombre de Jorge Díez Elorza. Piden al Gobierno vasco que se coloque una placa en las instalaciones de esta unidad de la Policía autónoma y que se inaugure con un sencillo acto institucional en su memoria.
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