![El pueblo donde no te quitan ojo](https://s3.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/202004/24/media/cortadas/7-mogarraz-k6QH-U1001045944467XzG-1968x1216@El%20Correo.jpg)
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Recuerdo haber aparcado en Mogarraz una soleada tarde de julio, camino de Coímbra hace ya años, y venirme a saludar un lechón. Negro. Lustroso. Chiquito, como se espera de un cochino que acaban de destetar y al que nada le ha preparado para ese mundo de pesadilla que le aguarda a la vuelta de la esquina para mayor gloria de bocadillos y potajes. Nunca supe su nombre, lo preferí así. Siempre se digieren mejor las desgracias cuando son anónimas. Lo traía su dueño, atado con un cordel, esperando que engordase para la rifa de San Antón. Era un premio de cerdo, vamos. Lo recordé el otro día, en tiempos funestos como los que nos ha tocado vivir, asomado al balcón mientras veía pasar la vida por delante. «¡Quién tuviera un cerdo!», pensé. Para sacarlo de paseo y charlar con él de repollos que amarillean en el lodo, de anocheceres enlatados o de esa final de Copa que tendrá que esperar.
En fin. Hablábamos del pueblo salmantino de Mogarraz. Confieso que no es un nombre pegadizo, pero les aseguro que basta con una visita para situarlo en el 'Top Ten' de los pueblos de España; para fantasear con la idea de si uno estaría a dispuesto a prescindir de centros comerciales, de salas de cine, de oficinas del paro donde pegar la hebra sin premeditación ni alevosía. Imprimir a su vida un cambio de timón. El terreno es tan accidentado que cultivan las vides en paredones, y los olivos... bueno, uno estaría dispuesto a apostar que llevan allí desde antes de los romanos. El pueblo es Conjunto Histórico y Artistico, y los macizos de geranios revientan en los balcones sin mesura, como restregándote en la cara lo bonitos que son. La gente calma con vino la sed que ha hecho en el campo y de las cocinas escapa el trajín de ollas y perolos, donde se sumergen en salsa las patatas meneás o espera su turno el cabrito cuchifrito. Las calles empedradas parecen dibujadas con tiralíneas y las recorren regueros chispeantes de agua que escapan de las fuentes.
Pero todo eso pasa a un segundo plano en cuanto uno repara en que le observan. No un par de ojos, no. Cientos. Lo que no deja de ser extraño, porque es la hora de la sobremesa y las calles están vacías. El sol entra de refilón por los cantones, arrancando destellos de las telarañas que se han hecho un hueco entre las vigas y tablones, y de los soportales escapa el zureo de las palomas. Levanto la vista y es entonces cuando lo entiendo. No me quitan ojo, pero no son los vecinos. Al menos no los de carne y hueso, sino todos los que son o han sido. Retratos que parecen salir de un fotomatón, multiplicados hasta la saciedad por fachadas y balcones, torres y muros de iglesia. Robando el protagonismo a cruceros y dinteles. A tabernas donde todavía se rinde culto a Julio Robles , al Niño de la Capea y al toro de lidia. Pregunto a una mujer que carga con una cesta de hortalizas quiénes son esas personas a las que alguien ha decidido encumbrar. Lo hago con la cámara en ristre, como preparándome para un alud de estímulos que viene desde todas direcciones.
La cuestión, me cuentan, es que hace más de medio siglo un fotógrafo retrató a todos los mayores de edad para que se sacaran el carné de identidad. El hombre les hacía posar en la bodega de sus padres con una sábana blanca de fondo: hombres y mujeres, ricos y pobres, jóvenes y viejos. Cumplía con su obligación de la manera en que un albañil va completando hileras de ladrillos, con ánimo casi funcionarial, sin afán alguno de entrar en el panteón de la fama. Aquel fotógrafo se llamaba Alejandro Martín, había sido aviador y por azares del destino acabó convirtiéndose en el primer alcalde de la democracia. Bueno, dirán, alguien tenía que hacerlas. Correcto. Pero si las fotografías pasaron a la historia no fue por su autor, sino por un pintor, Florencio Maíllo, que años más tarde recuperó los negativos y comprendió que ese material era un tesoro.
'Retrata2' es la recopilación de aquellas fotografías, reproducidas como cuadros de gran formato y donados a sus protagonistas, que las han colgado en la fachada de las casas donde vivían. Muchos de ellos han muerto, otros emigraron, los hogares son ahora propiedad de sus descendientes o de gente que un día decidió traerse aquí sus preocupaciones e ilusiones. Para entonces la iniciativa se había visto recompensada con el favor del público, que entendió que 388 retratos se quedaban cortos. Y encargaron más. Y más. Y más.
Ahora son cerca de 700 los que hay repartidos por todo el pueblo, siguiéndonos desde cada esquina y hasta el último rincón de Mogarraz. Sobre todo en la Torre del Campanil y en la iglesia de Nuestra Señora de las Nieves, donde figuran todos aquellos que no tenían casa propia o que la vendieron. Sea como fuere, los retratos se han convertido, medio siglo más tarde de su creación, en la seña de identidad de Mogarraz, la principal atracción de un pueblo que parece anclado en la Edad Media pero donde cada tarde la magia surgida de un cuarto oscuro desbanca a todo lo demás.
La rueda de la fortuna no ha escatimado belleza con Mogarraz, tampoco con los pueblos que lo rodean. Miranda del Castañar, encaramado a un otero del que asoman su fortaleza y la iglesia de San Ginés y Santiago. O San Martín, con sus casas de armadura de madera, sus calles encajonadas y sus estelas. Hasta La Alberca llegan autobuses cargados de turistas ansiosos por comerse esa especie de empanada que le dicen hornazo, o un zorongollo, una ensalada hecha de pimientos asados. También de deambular por su Plaza Mayor, donde los que tienen ya una edad recordarán que se rodó 'Marcelino Pan y Vino', aquel 'hit' del franquismo que lanzó a la fama a Pablito Calvo. Quizá una vez aquí decidan animarse a descender el puerto de Las Batuecas, que separa Castilla de Extremadura, y sumergirse en ese emblema de la España profunda que son Las Hurdes. O de subir a la Peña de Francia, donde un colono descubrió en el siglo XV una imagen de la Virgen que todavía honran por estas tierras. Pasen y vean, a veces lo más sorprendente le espera a uno en su propia casa.
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