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El asesinato de Miguel Ángel Blanco generó en una amplísima mayoría de nuestra sociedad vasca una combinación de zozobra emocional, indignación, tristeza e impotencia. Conmemorar hoy, traer a la memoria aquellos trágicos momentos de julio de 1997, supone un duro reencuentro con la decepción y ... con el hartazgo entonces acumulado entre todos nosotros fruto de la inercia totalitaria de ETA. Ya antes del vil asesinato de Miguel Ángel Blanco ETA sabía que la inmensa mayoría del pueblo vasco repudiábamos y rechazábamos su barbarie como instrumento de acción política, pero el nivel de crueldad mostrado exacerbó esa percepción social y supuso, incluso para muchos militantes de la izquierda abertzale, un punto de inflexión que sacudió internamente unas conciencias y unos valores éticos hasta entonces anestesiados bajo la perversa cosificación de las víctimas, convertidas (y reducidas) dentro del bucle diabólico de la violencia terrorista a la consideración de un mero daño colateral.
Veinticinco años más tarde, muchas de las reflexiones leídas y escuchadas durante estos días con ocasión de esta triste y dura efeméride han sembrado más la discordia y la discrepancia que el consenso. Frente a ello, se puede huir de la equidistancia y a la vez ser imparcial, tomando siempre partido por las víctimas sin que ello imposibilite reconocer que éstas han sido tristemente utilizadas por unos y otros.
Merece la pena sembrar la semilla del bien porque de ejemplos dialécticos y de comportamientos plenos de energía negativa ya vamos sobrados. Invertir tiempo y dedicación a la cultura de paz supone una rebelión cívica que nos hará mejores personas, seguro. Hace falta coraje y dignidad para asumir de verdad la necesidad de respetar las reglas básicas de convivencia.
Todo ello supone aceptar sin ambages que asesinar, extorsionar, secuestrar, amenazar, amedrentar en nombre de un objetivo político resulta inaceptable e insoportable. No admitir incondicionalmente este postulado, que supone negar toda justificación al terrorismo de ETA, o plantearse no hacerlo hasta que otros condenen otro tipo de violencias supone una rémora ética inaceptable para la vida en democracia.
Además de las víctimas directas que la violencia de ETA produjo, su existencia dañó la convivencia política en Euskadi. No debemos olvidar nunca que el conflicto de identidades y la violencia fueron, son y serán siempre dos realidades distintas porque el terrorismo nunca fue, frente a lo que con frecuencia se ha afirmado, una especie de consecuencia natural del denominado conflicto político. En realidad, el terrorismo de ETA fue y supuso la mafiosa perversión del mismo. Ni siquiera los infames episodios de violencia de Estado, que los hubo y son especialmente graves porque provinieron de donde provinieron, pueden justificar un esquema de simetría, de tal manera que la culpabilidad estuviera repartida a partes iguales. La violencia no ha sido nunca inevitable, ni cabe justificarla como respuesta adecuada a otra violencia anterior. Si no aceptamos esta premisa, una violencia alimentará siempre la otra. Y para que la paz sea definitivamente irreversible no caben ambages ni medias tintas en esa condena.
Hoy, en 2022, nuestro reto pendiente pasa por lograr generar e impulsar una cultura democrática de pleno respeto de los derechos civiles, políticos y sociales de todas las personas y por transmitir a las nuevas generaciones una cultura del diálogo y de no violencia como instrumento único para resolver los conflictos. La democracia es el arte de vivir en desacuerdo y convivir entre diferentes.
Tenemos un importantísimo objetivo, del que depende en buena medida el futuro de las nuevas generaciones en Euskadi: podernos mirar a la cara sin odio ni rencor y ser capaces de hacer realidad el sueño de una convivencia social y personal normalizada. Superada la durísima etapa de violencia vivida, la gran mayoría de ciudadanos y ciudadanas vascas ha dado muestras de ausencia de sectarismo y de voluntad de diálogo y de entendimiento entre diferentes. Hemos mostrado y aportado importantes dosis de generosidad, paciencia y buena fe para la consecución de una convivencia presente y futura.
Profundizar en esta dirección de forma sincera supone sin duda una verdadera catarsis social y política, porque reconocer que no cabe la imposición de proyectos mediante el macabro atajo de la violencia supone subir el listón ético para ubicarlo en un contexto en el que poder debatir, criticar, construir, tejer acuerdos estratégicos, el lugar donde vivir y convivir en sociedad entre diferentes.
No se trata de alcanzar el consenso desde una aparente equidistancia, sino de hablar alto y claro: diferir el compromiso de la convivencia a otra generación supondría declinar nuestra responsabilidad como ciudadanos. Es un mandato ético que nos interpela a todos. Y no podemos ni debemos dejar en manos exclusivamente de la política esta exigencia de convivencia en paz.
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