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Fue por estas fechas cuando me decidí a dar portazo a aquel «quiero escribir» que, de tiempo en tiempo, me solía hacer cosquillas en algún lugar del cerebro y el corazón, y pasar a la acción. Ese día cogí con resolución un folio y un ... boli, y me dije: «Si para dejar de fumar simplemente hay que dejar de fumar, para escribir, ya sabes, simplemente tienes que escribir».

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Así que me senté a la mesa, coloqué histéricamente el folio bien alineado frente a mí, estaba ganando tiempo, agarré el boli y… me quedé con cara de boba mirando el techo; mi cerebro estaba vacío, tan vacío y blanco como el folio que tenía delante. Después de unos segundos de haberme convertido en 'El escriba sentado' (en una silla) del Louvre, escuché una voz imperativa, que no sé de dónde salió y que me dijo: «¡Empieza, coño!».

Espabilé, miré alrededor y decidí escribir sobre uno de los muebles de la habitación. Opté por describir primero el estilo del sillón, que tenía enfrente, a ver qué pasaba. Y lo que pasó fue que me salió un lenguaje rimbombante y exagerado, mi escritura estaba sobreactuando y el resultado no me gustó nada, aquello era una descripción rancia y muy poco original.

Enseguida otra voz me dijo: «La originalidad no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si nunca hubiesen sido dichas». Le reconocí, era la voz de Johann Wolfgang Goethe, uno de los más grandes de la literatura. Aquella máxima sobre la originalidad me dejó más paralizada que antes; sin embargo me sugirió una idea: iba a describir el sillón intentado plasmar su alma con palabras sencillas. Sí, iba a destripar el sillón, iba a encontrar ese algo escondido que todas las cosas tienen dentro.

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Las palabras son como las teclas de un piano: siempre las mismas, pero sus distintas combinaciones nos llevan a otra realidad

De niños, reconocíamos al primer vistazo un punto especial en muchas cosas. Recuerdo el tacto de una colcha que se me quedó grabado en las yemas de los dedos, el olor de los lápices de la escuela -olían al primer lápiz que se inventó-, y ahora yo iba a describir el sillón como si fuera el primer sillón que veía en mi vida.

Reflexioné, las palabras son como las teclas de un piano, siempre las mismas, pero las distintas combinaciones de unas con otras producen los sones que nos transportan a otra realidad. Empecé, pues. «El sillón estaba quieto y tranquilo en el rincón. Se dejaba mirar. Me atraía el contraste del borde de madera dura, buena y ondulada con el suave terciopelo verde uva que cubría el respaldo, el conjunto parecía una potente cabeza sabia. Tenía brazos poderosos y patas cortas de bulldog inglés. Envidiaba su fortaleza. Un blando almohadón, también de terciopelo verde uva, componía el asiento. El sillón era consciente de su poder, me invitaba a sentarme, a inclinar la cabeza, a cerrar los ojos y a olvidarme del mundo. Obedecí, olía a hierba de terciopelo, a la colonia de mi padre; la que me gustaba oler cuando, sentada sobre sus rodillas, me quedaba dormida abrazada a él, muy lejos de todos los miedos del mundo…».

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Chéjov me despertó. «La originalidad de un autor depende menos de su estilo que de su forma de pensar». Y Patricia Highsmith comentó: «El libro es siempre mejor si contiene experiencias… de primera mano, realmente sentidas». Apareció Flaubert y casi le hacen una reverencia: «Escribe todo lo que veas, no tal como es sino transfigurado». Los demás asintieron. Y recuerda: «No se escribe con el corazón, sino con la cabeza», con lo que también estuvieron de acuerdo. Por último, añadió: «Bueno es el hábito del trabajo tozudo».

Entonces apareció Voltaire, hubo cuchicheos, él y yo nos dimos cuenta de que no les caía muy bien a todos, no le importó nada, hizo un paso de baile, revolotearon la levita y la peluca, y sentenció: «Todos los estilos son buenos, excepto el aburrido». Y la carcajada fue general, hasta la de Flaubert, que siempre decía que «el estilo lo es todo».

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Y empecé a entender, debía leer y aprender de los buenos, escribir todos los días y, sobre todo, convertirme en hechicera y transmitir lo que está ahí, pero que, a veces, no somos capaces de verlo o de contarlo con palabras.

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