El integrismo es un concepto que en sus albores, poco después de la mitad del siglo XIX, alcanzó un significado diferente al que hoy generalmente se le atribuye. Aludía a la necesidad de que los católicos vivieran su fe en su totalidad o de modo ... integral, siendo coherentes en todos sus aspectos y sin caer en la tentación de dialogar y ceder ante grupos e ideologías que podrían conducirles a renunciar a ello. Pronto el integrismo adquirió una dimensión política de la que nunca se ha apeado. Reunió en partidos y movimientos sociopolíticos a quienes visceralmente y sin tregua se oponían a las doctrinas liberales que consideraban soberana a la ciudadanía y no la ley de Dios. «El liberalismo es pecado», repitieron como consigna. Un buen número de publicaciones, además de intelectuales españoles de renombre, se autocalificaron de integristas.
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Y, por hablar de nuestra historia más concreta, el carlismo fue esencialmente integrista hasta al menos la Guerra Civil y, por supuesto, Sabino Arana y muchos de los primeros militantes nacionalistas también lo eran, tal y como ellos declaraban sin disimulo. Precisamente, el radicalismo político que experimentaron algunos de aquellos nacionalistas vascos, que de ningún modo estaban dispuestos a renunciar a sus aspiraciones independentistas, se debió en buena medida a que trasladaron a su actividad política las coordenadas de la visión integrista que guiaba la vivencia de su religión.
El integrismo reapareció nada más finalizar el Concilio Vaticano II (1962-65). Agrupó a quienes, en parte bajo el liderazgo del arzobispo francés Marcel Lefebvre, se opusieron a las reformas litúrgicas, al ecumenismo y a que la Iglesia católica dejara de autodenominarse «sociedad perfecta» y se dispusiera a dialogar abiertamente, por primera vez, con todo tipo de corrientes políticas y socioculturales, poniéndose incluso a su mismo nivel. No obstante, la recepción del Concilio tuvo menos resistencia de la que inicialmente muchos creyeron. Más aún, a menudo los cambios llegaron a ser mucho más rápidos y de mayor calado, con la consiguiente división y confusión que ello generó.
Lefebvre encontró fervientes seguidores en todo el planeta. Era un prelado con carisma, de cierta altura intelectual, austero y que había desarrollado una importante labor misionera en África. Su país fue, por otra parte, uno de los principales semilleros del integrismo, cuyos orígenes se remontan a los movimientos contrarrevolucionarios que fueron víctimas del genocidio de la Guerra de la Vendée perpetrado por la Revolución Francesa.
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En nuestro país una versión cuasi integrista se plasmó en la Hermandad Sacerdotal Española que, en los años 70, llegó a aglutinar a varios miles de curas veteranos. Fue el último reducto del nacional-catolicismo y se extinguió en la década de los 90 sin que viniera ningún relevo generacional en su ayuda. Sus relaciones iniciales con Lefebvre fueron muy buenas, hasta que en 1976 el Papa Pablo VI le impidió continuar ejerciendo su ministerio. Poco tiempo después, Blas Piñar, fundador de Fuerza Nueva, invitó a Lefebvre a dar una conferencia en Madrid, lo que provocó aireadas protestas y hasta deserciones definitivas de algunos de sus militantes, quienes lo interpretaron como un gesto inaceptable de deslealtad al Papa.
Es verdad también que la vinculación histórica de la Iglesia española con el Papa ha tenido menos fisuras que en Francia, donde durante siglos tuvo influencia un movimiento nacional que relativizaba su autoridad: el galicanismo. Y este es otro factor que puede explicar cómo el integrismo ha tenido menor incidencia en las últimas décadas en España que en nuestro país vecino.
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Ya octogenario, en 1988 Lefebvre ordenó cuatro obispos queriendo así dar continuidad a su movimiento después de su muerte, aglutinado en torno a la Fraternidad Sacerdotal San Pío X. Esto le hizo incurrir en excomunión. Sin embargo, en las últimas décadas se ha avanzado con decisión en la reconciliación entre el grueso de los seguidores de Lefebvre y la Santa Sede.
Un sacerdote español formado en el seminario suizo de Écône, inaugurado por Lefebvre, me relató que la falta de un obispo más o menos comprometido con el integrismo hizo que este movimiento finalmente no cuajara en nuestro país. Ahora lo que ha quedado en España son fundamentalmente versiones esperpénticas, todavía más extremistas, con escasa profundidad, sin ningún soporte intelectual y que adulteran, además, el integrismo original. Cuentan con escasísimos seguidores y sí con indudables elementos sectarios, desde el Palmar de Troya hasta el último episodio grotesco que el megalómano y adinerado Pablo de Rojas está ahora protagonizando.
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