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Damiana Aguirrebalzategui (izquierda) y su padre (derecha) atendiendo a los clientes del restaurante Luciano. Dibujo de José Arrúe para la revista 'Vida Vasca', enero de 1924.
Historias de tripasais

Luciano: el templo de los sabores perdidos

Gracias a un cuento publicado en 1922 sabemos cuáles eran los productos más apreciados en este célebre restaurante bilbaíno

Martes, 15 de octubre 2024, 11:16

Manuel Aranaz Castellanos (La Habana 1875 - Bilbao 1925) fue un delicioso escritor costumbrista al que prestamos mucha menos atención de la que merece. Pionerísimo deportista, corredor de bolsa, agitador cultural y director del periódico 'El Liberal', un siglo después de su muerte sufre la ignominia de que uno de los pocos textos biográficos que se pueden encontrar sobre él en internet (en concreto el de la Auñamendi Eusko Entziklopedia) le insulte gratuitamente. «Sus producciones literarias vascas son de baja calidad y mediocre gusto», dice el artículo sobre el señor Aranaz. «Su humorismo ridiculizando al campesino vasco es de baja ley y, sobre todo, de un profundo desconocimiento de nuestro paisanado». Quien eso escribe no ha debido de leer a don Manuel, porque si por algo se caracterizó fue por su simpatía hacia los más humildes, ya fueran labradores con txapela, mineros explotados o prostitutas de la calle. A estas últimas las convirtió en las verdaderas protagonistas de su relato 'Una despedida en El Amparo' (1912), en el que utilizó la excusa de una elegante cena de despedida de soltero para llamar la atención del lector sobre los desamparados de Bilbao la Vieja.

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En los seis volúmenes de 'Cuadros vascos' que Aranaz Castellanos publicó entre 1908 y 1924 encontrarán ustedes mucho humor, poco veladas críticas al capitalismo o las desigualdades sociales y, de paso, fabulosas descripciones de aquel Bilbao de hace 100 años. En el quinto de esos tomos —'El negosio de doña Fransisca', de 1922— se toparán además con el cuento que ha inspirado esta saga mía de los sabores perdidos.

Picaresca de chirenes

En 'Donde Lusiano' Aranaz nos muestra la picaresca de dos bilbaínos chirenes, siempre dispuestos a comer de balde, y de paso nos cuenta con todo detalle cómo era el celebérrimo restaurante de Luciano Aguirrebalzategui (c/ Barrenkale 40). «Lusiano» era una auténtica institución bilbaína y su dueño, otra. Allí se reunían todas las clases sociales: desde los aldeanos que venían a la ciudad a darse un homenaje hasta políticos, artistas o, tal y como cuenta el relato, los intelectuales del Ateneo bilbaíno.

Al restaurante Luciano tenemos todavía que dedicarle aquí no una semana, sino dos o tres seguidas debido a su relevancia e inmenso legado, pero por ahora voy a dar un par de pistas. El orondo Luciano, quien antes de instalarse en el Casco Viejo había regentado un 'chacolí' en Abando, se encargaba de lo que ahora llamaríamos «relaciones públicas» del local: saludar, despedir, dar conversación e incitar a que los vasos de vino siempre estuvieran llenos. Él reinaba en el mostrador como un tranquilo buda vizcaíno y sus hijas hacían el resto. Cocinaban, tomaban la comanda y servían las mesas tanto en la taberna como en el restaurant «fino» que habían abierto al otro lado del cantón (c/ Barrenkale, 36), llevando y trayendo las cazuelas de uno a otro establecimiento y perfumando toda la calle con sus efluvios.

La más famosa de las hermanas Aguirrebalzategui fue Damiana, suma sacerdotisa de las camareras botxeras y encargada de cantar el menú a los clientes. Lo hacía, cómo no, con profusión de diminutivos y cambiando casi todas las ces y zetas de su discurso por eses, tal y como correspondía a una bilbaína de pro en aquel entonces. La lista de platos del Luciano era morrocotuda e ilustrada. Como explicaba Aranaz en su relato, Damiana añadía a cada producto y receta su correspondiente denominación de origen. El lugar de procedencia era una marca de garantía, el sello necesario para que los gourmets apreciaran la oferta del Luciano en su justo valor. «Aquí todo bien buscao y bien garantisao», le hacía decir Aranaz a Damiana, «pues que pa comer vivimos, pues comerse lo mejor».

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Sabores del Cantábrico

La carta era una oda a los sabores del Cantábrico y un resumen casi perfecto de todos los referentes gastronómicos que hemos perdido durante los últimos 100 años. Los que sobreviven lo hacen a precios prohibitivos (como el salmón del que hablamos la semana pasada o los percebes de Bakio, a los que dedicaré el próximo artículo) o como alimento de fortuna, disfrutado en el más estricto círculo doméstico. Seguro que en Durango hay quien aún cría pollos de corral, pero ya no quedan huertas en Begoña, Deusto ni Barakaldo. Aunque las haya, nadie pide berzas con label de Larrabetzu y quién sabe cuánto tiempo ha pasado desde que se pescaron las últimas anguilas en el Cadagua.

Relámanse ustedes con el repertorio de sabores perdidos que Damiana Aguirrebalzategui recitaba a sus parroquianos. Aranaz Castellanos, que como presidente del Ateneo hizo del Luciano su sucursal culinaria, los conoció bien. «Quisquillones de Portugalete, persebes y esparraguitos de Baquio, anguilitas de Castrejana en salsa verde, langosta de Arminsa, perrechicos de Galdácano, pollos de Durango con salsa de perdís, merlusa de Bermeo con arbejillas de Deusto, anchoítas de Santurse, pimientos verdes de Baracaldo, fresas de Begoña, villagodios con patatas, jamón superior de Valmaseda, pavías de Gordejuela, alubia blanca de Guernica con chorisos de Amorebieta, sesina resién traída de Cabuérniga, salmón de Gibaja, y ocho o dies platitos más, de los corrientes, inclusive cosido con bersas de Larrabesúa cortadas esta misma mañana pa nosotros espresamente». ¡Ay, si pudiésemos viajar en el tiempo!

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